DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

  Los días del Albaicín: tradiciones, leyendas y cuentos granadinos, Granada : [s.n.], 1886 (Imp. de La Lealtad) pp. 81?95.

Acontecimientos
Castigo sobrenatural
Personajes
Cristo de las Azucenas
Enlaces
Placeta del Cristo de las Azucenas

LOCALIZACIÓN

GRANADA

Valoración Media: / 5

 

 

 

                                            El ramo milagroso

                                                        I

Entre los más ricos mercaderes de la famosa alcaicería[1] granadina, figuraba D. Roque Valduendo, natural de Santander, y con relaciones comerciales en todas las Américas españolas.

Su nombre era considerado como tipo de formalidad y honradez, y su casa respetada por todo el mundo.

Desgraciadamente, su hijo único, Jorge, mancebo de poco más de veinte años, había salido el reverso de la medalla de su padre. Enemigo del mostrador y de la aritmética, gustaba más de devaneos y diversiones, que de cuidar los cuantiosos intereses que habría de poseer.

Su madre, Dª Lorenza, una bendita mujer, lo adoraba con locura, dándole dinero a cada instante, y cubriendo sus faltas y ausencias nocturnas, que D. Roque hubiera castigado severamente.

El joven era terrible galanteador. De bella figura, rico, y en lo más florido de su juventud, se veía -82- aceptado de las de su clase, pero gustaba de espigar en diferentes campos.

Por aquel entonces, hace dos siglos, la industria de la lana estaba en todo su apogeo en el Albaicín. Multitud de fábricas ocupaban los edificios más extensos, y telares de operarios menos acomodados, se hallaban en las demás calles. También las mujeres obtenían su parte en los trabajos, dedicándose unas al hilado de los vellones, y otras, las más muchachas a bordar flores y cenefas en los paños y capotes. De las más listas, y codiciadas por los maestros por el primor de su obra y la prontitud con que terminaba su tarea, lo era la hermosísima Lucía, habitante en la Charca, a espaldas del horno de este nombre, en una mezquina vivienda que de antiguo perteneció a la parienta con quien se recogiera. Huérfana cuando más necesitaba consejos y cuidados, tuvo que reunirse con una solterona anciana su tía en segundo grado, que la admitió con gran cariño, y para quien la bordadora fue después la providencia.

 En efecto, con su jornal se mantenían ambas con decencia,  y la laboriosa niña, modelo de honradez y cordura, no salía jamás sola, y su puerta estaba cerrada siempre a visitas y pueriles pasatiempos. Y era de una belleza singular. Alta, esbelta, de ojos y cabellos oscuros, con un color moreno claro, y una gracia y una pureza en el rostro, que la comparaban a una imagen cuando salía con el traje de fiesta, las pocas veces que sus quehaceres la daban lugar. No se la conocían novios, y con gran prudencia y recato desechó más -83- de un buen partido para su clase, saliendo los desahuciados agradecidos encima, por el tono y comedimiento de la respuesta.

Pues allí puso Jorge sus pensamientos. Escudriñando la parte más pobre del barrio, una tarde vio sentados en el umbral a la tía y la sobrina en sus ocupaciones cotidianas. Quedó prendado del perfume de aquella humilde violeta, y resolvió su conquista sin vacilar.

Hizo a otro día su declaración en forma, acompañando un presente,  y se lo devolvieron con la negativa de costumbre. Es más, Lucía se ocultaba si el joven aparecía en la plazoleta. Jorge cerró  -83- de un buen partido para su clase, saliendo los desahuciados agradecidos encima, por el tono y comedimiento de la respuesta.

Esta conducta interesó doblemente al hasta aquí fácil conquistador.

Acechó a la tía Petra cuando en la plaza compraba sus menesteres, se valió de otras mujeres, madres de muchachas que trabajaban con Lucía, para que ensalzaran sus prendas, y fingiéndose hijo de un acomodado tratante de granos, hizo las mayores protestas y se sometió a las más difíciles pruebas, hasta lograr entrada en la vivienda de la muchacha. Su gentileza y amable fisonomía hablaban a su favor y la Petra tuvo de mayor culpa en que se principiasen las relaciones. Todas las noches, de oración a ánimas[2], llegaba al portal de la humilde vivienda, y allí departían los tres, cambiando de vez en cuando una palabra amorosa.

Lucía empezó a sentir los efectos de la primera pasión; pero su honradez y crianza la retenían siempre en los límites más irreprochables. Jorge co- 84- noció que de aquel modo no podía saciar sus intentos, habló de próxima boda para hacer presentes y adquirir confianza, pero le respondieron que ni en un año tendría su ajuar listo la mozuela, ni recibiría lo más pequeño sino después de corridas las amonestaciones.

Entonces con-84- cibió un proyecto diabólico. Aguardó con paciencia una ocasión y esta la obtuvo al celebrarse el santo de la tía. No era cosa de desairar una mezquina libra de dulces, que haciéndose el indiferente les ofreció y que, al repartir  se guardó con disimulo su parte.

No bien había transcurrido un cuarto de hora cuando una invencible soñolencia se apoderaba de las dos mujeres, cayendo como insultadas. Jorge cerró la puerta y cometió la mayor de las infamias, marchándose enseguida.

Por los recuerdos de una escena horrible que bullía en su lastimado cerebro, y por el aire de dueño y exigencias que se atrevió a proponer Jorge a la noche siguiente, concibió Lucía toda la extensión de su infortunio. -84-.

Entonces con la dignidad de una reina, y reprimiendo su inmenso pesar, le dijo.

-Eres un hombre vil, indigno del nombre de cristiano que llevas. Si con un brebaje has abusado de mi honra, conociendo que no tengo padre que me defienda, la Virgen vengará este ultraje, y sabe que desde hoy te aborrezco. Sal de la humilde vivienda que has manchado y no vuelvas a acordarte de que existo. -85-

Jorge quedó al pronto confuso, pero después le respondió con burla.

- Ya se  pasarán los fueros y tendrás buen cuidado en llamarme. Sabe que no soy el artesano que te figuras, sino Jorge Valduendo, el hijo del más rico mercader de la ciudad.

En seguida se alejó.

Las infelices mujeres se echaron llorando la una en  brazos de la otra.

-Yo soy la culpable, repetía Petra, enteraré al señor corregidor de esta infamia para que nos proteja y haga justicia.

-Silencio, tía, le replicaba la joven, nadie conoce mi pena, que quede sepultada entre nosotras

La vida de las pobres criaturas fue bien triste. Trabando por único consuelo y rezando antes de acostarse para no dormir, no queriendo hablar con los vecinos sino lo más preciso, eran encima moteadas,  con especialidad la niña, de orgullosa y ridícula, por haber despedido un novio de tan buenas condiciones, sin causa ni pretexto, pues el mundo entero ignoraba lo sucedido. Más tenían que aumentarse los pesares. Lucía conoció que llevaba un ser en sus entrañas. La rabia de Petra no tuvo límites. Hablaba de vergüenza  y de obligar al villano a que remediase su daño.

La joven respondía:

-Será la voluntad del Señor. Nos iremos a ocultar nuestra desdicha a otra tierra; pero en cuanto al inicuo, no podría tolerar un instante su presencia.

Este paseaba de vez en cuanto la calle, pero sin-86- conseguir que se abriese un postigo. Lucía quedó invisible, y Petra echando doble llave, llevaba los bordados y compraba los comestibles. Las curiosas comadres se deshacían en conjeturas.

Al oscurecer de una noche de aquel otoño, Petra iba a la fábrica que situaba en la calle del Lavadero de Santa Isabel. En una esquina, frente a las tapias de la huerta, existía un grande nicho, o más bien una pequeña capilla donde se veneraba la imagen de Cristo crucificado. Además del farolillo encendido delante del enverjado de alambre, adornaba la efigie unos grandes ramos de azucenas contrahechas.

En aquel sitio encontró la anciana a Jorge, que iba de paso en  busca de nuevos galanteos.

Con el corazón palpitante se detuvo, y disimulando su ira en sentidas frases le contó el estado de Lucía, suplicándole hasta de rodillas que devolviera su honra a su desgracia e inocente sobrina.

Jorge la recibió con burla contestándole:

-No sermonea mejor el prior de los agustinos, yo hice mi gusto de bueno o del mal grado, y he sufrido únicamente desprecios. Pues sabed, doña Vieja, que me casaré con la chica cuando esas azucenas  de trapo sean naturales y olorosas.

Y señalaba con impiedad al bendito simulacro.

Petra se santiguó horrorizada, alejándose de aquel paraje.

Jorge iba a imitarla sonriendo cuando un poder sobrenatural lo detuvo. De la capilla salieron conducidos por manos invisibles, los ramos de azucen-87- nas convertidos en frescas y lozanas flores, cuyo aroma perfumó todo el espacio, oyéndose una voz que decía.

-Blasfemo, impío.

El joven aterrorizado, yerto, con la vista errante, sin darse cuenta de lo que le pasaba, sufrió una terrible conmoción en todo su ser.

Cuando a la mañana siguiente fue a despertarle su cariñosa madre; Jorge no pudo responderle. Estaba mudo y como paralítico.

 

II

 

Júzguese la pena de los autores de sus días.

Los médicos más famosos no atinaban con el remedio de la dolencia,  y como el joven no podía ni hablar ni escribir, todo era conjeturas y consideraciones inútiles. Únicamente el más antiguo de los doctores dijo

-Esta enfermedad es un misterio, nuestra ciencia no alcanza a descubrirlo. Solo donde halló el mal pudiera encontrar el remedio. Que su familia indague y después nos consulte si le parece.

D. Roque empezó entonces una serie de averiguaciones y derramando oro obtuvo la confesión del boticario que preparó los confites, ignorando para quién servirían el brebaje, y por último la del criado de su confianza, que dio pelos y señales de la conquista del Albaicín -89-

El mercader que se pensó iba a ser objeto de súplicas y exigencias de dinero, estaba alelado y confuso. Por fin, con buenas razones pudo convencer a Petra cuanto ocurriera entre los jóvenes.

Le interesó que ablandara a la sobrina, que ya recibirían noticias suyas, y marchó a visitar al señor cura, quien le aseguró lo tocante a la honradez y laboriosidad de la feligresa. Por otra casera que compraba géneros en su almacén, supo así mismo algo de los amores de Lucía, las señas del novio, y la extrañeza que ocasionara  la brusca despedida de tan arrogante muchacho.

- La chica es un tesoro de hermosura y de dignidad. Hacía meses que despidió a Jorge,  y no habían vuelto a recibirlo. Su daño viene de otra parte, salvo que no sea un castigo del cielo. Y el refirió el crimen cometido con Lucía.

-  Es menester repararlo, darle cuanto pida, que no falte a esa desdichada niña.

- Pero es no es el caso que me ha puesto en la calle, y de que no hay medio de que reciban nada que nos pertenezca.

- Yo la veré, entre hembras se arreglan mejor los asuntos.

- Pues en ti confío, y manos a la obra, que nuestro hijo único se muere por momentos.

Doña Lorenza, con esa intuición propia de una madre se encerró con el enfermo. -90-Cuando salió se la conocía un rayo de esperanza.

-  Roque, dijo a su esposo. Hay que intentar su salvación. Una lágrima ha brillado en los ojos de Jorge al pintarle su crimen y el estado de su víctima.

 

III

Repetidas veces una señora conducida en una litera entraba en casa de la bordadora, deteniéndose largo tiempo. En el barrio todo eran deseos de averiguar el objeto.

Nosotros tenemos precisión de saberlo.

Si huraña y desdeñosa se mostrara Lucía con Don Roque lo mismo fue con su esposa. La herida había sido cruel y sus primeras ilusiones muertas en flor.

Doña Lorenza, con una sagacidad admirable se ganó primero la confianza de Petra, y después entró en la difícil conquista de la sobrina. Esta no se daba a partido.

-No quiero ver esa gente, repetía. Es más, en cuanto reúna otra pequeña cantidad, abandonaremos a Granada para siempre.

-Perdona, hija, le contestaba su parienta. Dios persona a los pecadores.

-Pero me ha herido a traición. Es un villano. -91-

Olvida las injurias, Lucía, la señora dice que está muy enfermo y arrepentido, que no abandona el lecho, y harto hacen en rogarnos con tanto comedimiento.

-¿Qué pretenden, decidme?

-Que abandonemos estos sitios donde las murmuraciones no cesan, bajando a una morada cerca de la suya. Que cuando recobre la salud se casará contigo, y que se remediarán olvidándose los disgustos pasados.

-No me fío, puede ser con fines siniestros.

-De ningún modo, Dª Lorenza es una santa.  Siquiera por el ser que llevas en tus entrañas.

Lucía prorrumpía en gemidos y era necesario suspender el diálogo.

Por fin, avergonzada la joven de su prolongado encierro, y de ciertas hablillas que llegaron a sus oídos, accedió por último a la mudanza.

La madre de Jorge la condujo a una preciosa casa, frente de la que ella habitaba. Allí sin lujo, pero con gran comodidad se instalaron; sirviéndoles comida y todo lo necesario de la primera. A los tres días doña Lorenza quiso hacer una prueba. Condujo a Lucía al balcón, con el pretexto de que examinase los edificios comarcanos. Don Roque con su hijo estaban al acecho ocultos tras unas cortinas. Al ver la joven el mancebo dilató expresivamente el semblante, y con las pocas fuerzas que tenía para sostenerse, hizo ademán de marchar en su busca.

El padre le hizo señas de que se calmara bajo -92- promesa de que llevarían al día siguiente. Se le conoció la inmensa alegría que experimentara, y el sosiego con que se colocó en el sillón de brazos vueltos hacia los balcones.

-Si hay remedio para mi pobre Jorge, está, después de Dios en manos de Lucía

-Cálmate, esposa, le contestaba D. Roque, mayores imposibles ha vencido el amor. Lo que ahora importa es que lo reciba bien en la primera entrevista.

-Ya está prevenida y de su buen corazón nada temo. ¡A qué ángel fue Jorge a escoger como víctima de sus iniquidades!

-Bien lo sufre. Respetamos los altos juicios del Altísimo.

El enfermo, apenas le dieron de comer a la tarde siguiente, demostraba ansiedad por marchar casa de Lucía. Sin embargo, esperaron a que oscureciera. Entonces los padres lo condujeron agarrado de los brazos.

Ver a Lucía y hacer ademán de arrodillarse todo fue uno. En cambio la niña, al mirarle tan enfermo, sin fuerzas, sin voz, el enojo que la cegaba acabó inmediatamente, dando entrada a la más generosa compasión. El cariño comprimido por el justo resentimiento, que ya no tenía razón de ser ante tan grande castigo, brotó en su pecho, y las miradas de sus ojos, al cambiarse con las del mudo, fueron un dulce bálsamo para ambos corazones.  Rezadas las ánimas se marcharon, teniendo que prometer en alta voz, para sosegar a Jorge, la vuelta a la velada siguiente.-93-

 Así transcurrieron otras muchas. Ningún reloj más fijo que el enamorado mancebo para avisar las oraciones. Los gritos inarticulados que lanzaba eran un especial aviso. Lucía lo sentaba a su lado con el mayor cariño, lo acercaba a la lumbre y le limpiaba el llanto que brotaba de sus ojos ante aquellas pruebas de afecto.

El doctor aseguraba a los padres que había escapado de las garras de la muerte,  que lo restante era necesario esperarlo del tiempo y de la Providencia.

Llegó el momento esperado con ansiedad en que Lucía iba a ser madre.

El médico y D. Roque tuvieron una larga conferencia. Aquel se encargó de la asistencia de la doliente.

A Jorge lo dejaron en la habitación inmediata, presa de una terrible agitación nerviosa, cada vez que escuchaba los gritos de su amante. Dª Lorenza le tenía asidas las manos sujetándolo.

Un gemido mayor que los anteriores sonó en la alcoba. A los cortos instantes, se oyó la voz del médico que empujando a Petra le decía.

-Llevad el chico a que lo vea el enfermo.

Esta obedeció maquinalmente.

Jorge, al contemplar aquella inocente criatura que le debía el ser, recorrió su cuerpo como una emoción eléctrica, rompió a llorar, y en seguida extendiendo los brazos, rota la trabazón de su lengua ante aquella emoción más poderosa dijo: -94

-¡Hijo mío! prenda de mis entrañas ¡tú me has salvado!

En efecto, la curación se realizaba. El sabio doctor había acertado con su propósito.

La alegría no mata. Antes bien es una excelente medicina. Al siguiente de la cuarentena la Iglesia bendecía los esposos y celebraba el bautizo del nuevo Jorge de Valduendo. El joven, por completo restablecido, confesó a su madre su blasfemia y el castigo instantáneo recibido. Nadie, ni aún su esposa, tuvo revelación del milagroso suceso.

A partir de aquella fecha, la buena señora cuidaba que desde la primera a la última vara de blancas azucenas que se criaban en los jardines, fuese a adornar la milagrosa imagen.

El público comentaba tan constante regalo y mil versiones distintas corrieron de boca en boca. [3]

La devoción del Cristo tuvo un aumento considerable, sostenida por los sucesores del rico mercader.

Todos fueron felices bajo tan divino protector no habiendo más discordias que las de Dª Lorenza  -95- y Petra, sobre cuál había de tener por más tiempos al chicuelo. Hubo de intervenir D. Roque, que poniéndolas en turno y banda, como los riegos, de la Vega. Cuando después aumentaron los vástagos hubo para todos, aunque no consta si llegaron a cansarse de las gracias infantiles.

 

V

 

Cuando la invasión francesa en 1811, se demolió, como tantas otras, este emblema del catolicismo español y el cuadro venerado del Santo Cristo de las Azucenas fue adquirido por una piadosa señora de aquella familia que le siguió rindiendo el más fervoroso culto.

 

[1] Alcaicería. 2. f. Sitio o barrio con tiendas en que se vende seda cruda o en rama u otras mercaderías. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[2] Se rezaba tres veces al día una oración por las almas del purgatorio. Se refiere aquí a la última del día.

[3] Refiere el padre Chavarría, sin dar al caso época, ni el hecho por cierto, que estando rezando un hombre ante la imagen, como le importunara un mendigo, le respondió que no lo haría hasta que reverdecieran las azucenas, obrándose el milagro, y denominándose así el Cristo en adelante. Tengo por más exacta mi tradición, pues atendidos aquellos tiempos, y la piedad en quien se detiene a rezar ante una efigie no es de suponer blasfemara, ni menos respondiese desabridamente a un pobre en aquel piadoso ejercicio. (Nota del autor).

FUENTE. Afán de Ribera, Joaquín Antonio,  “El ramo milagroso”,  Los días del Albaicín: tradiciones, leyendas y cuentos granadinos, Granada : [s.n.], 1886 (Imp. de La Lealtad) pp. 81?95.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Alcaicería. 2. f. Sitio o barrio con tiendas en que se vende seda cruda o en rama u otras mercaderías. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[2] Se rezaba tres veces al día una oración por las almas del purgatorio. Se refiere aquí a la última del día.

[3] Refiere el padre Chavarría, sin dar al caso época, ni el hecho por cierto, que estando rezando un hombre ante la imagen, como le importunara u mendigo, le respondió que no lo haría hasta que reverdecieran las azucenas, obrándose el milagro, y denominándose así el Cristo en adelante. Tengo por más exacta mi tradición, pues atendidos aquellos tiempos, y la piedad en quien se detiene a rezar ante una efigie no es de suponer blasfemara, ni menos respondiese desabridamente a un pobre en aquel piadoso ejercicio. (Nota del autor).