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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las Familias, 1856, segunda serie, año XIV, núm. 22. pp.171-173.

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Gonzalo Álvarez
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LOCALIZACIÓN

BURGOS

Valoración Media: / 5

Los hijos de la castellana.

Había en otro tiempo en tierra de Burgos una castellana tan afable, tan caritativa y tan simpática, que todas aquellas gentes la miraban como una especie de divinidad.

Era el consuelo del labrador, el apoyo de la espigadora al volver de una mala cosecha; ella perdonaba las contribuciones y los diezmos a los pobres, y su vida sencilla, su virtud, su desinterés, su  inagotable caridad la habían hecho el ídolo del pueblo: la llamaban la providencia de la provincia. Era viuda de Ramiro Álvarez, uno de los grandes capitanes del rey don Enrique IV de Castilla, y viuda a los veinte y nueve años y madre de tres encantadores niños, dos hembras y un varón.

Este último se llamaba Ramiro como su padre, y en su cabeza descansaba aquella noble y antigua descendencia de su raza.

Las niñas se llamaban Laura y Blanca. Laura era una niña que aunque no había abandonado en su edad las unidades por las decenas, era muy juiciosa y la que en ausencia de su madre gobernaba la casa, ponía en orden a su hermanito y a su hermana Laura que era un verdadero diablillo. La castellana viuda, que se llamaba Elvira, educaba a sus hijos en el temor de Dios, que era en aquella época el cimiento de toda educación, y les inculcaba, apoyada en ejemplos piadosos, los preceptos de la moral cuando estando un día en esta diaria ocupación -172- oyeron un tiro en el bosque, al cual siguió después otro más,

— ¿Qué es esto? preguntó Laura.

—Tengo miedo, dijo Blanca acercándose a su madre.

—Yo no tengo miedo, replicó el niño Ramiro alzando su infantil cabeza.

La castellana miró por todas partes y al fin vio un cazador desconocido a quien acompañaban dos perros.

— ¿Qué hacéis aquí, señor mío? le dijo. Señor mío, ¿quién os ha permitido disparar el arcabuz en mi parque?

El cazador era hombre de buena traza; su arcabuz estaba ricamente adamascado, su traje de terciopelo sentaba maravillosamente a su airoso talle, y a pesar de la sencillez del traje se adivinaba a tiro de ballesta que era todo un caballero.

—Señora, dijo llamando a sí a los perros que andaban vagando, he hecho mal, ignoraba que me había perdido en una propiedad particular. Además como no hago un oficio de la caza pongo a vuestros pies su producto, y al decir esto tendió a los pies de la castellana que le miraba con altivez las tres piezas que había cazado; una liebre, una perdiz y una chocha[1].

Mientras Laura miraba con sus grandes y hermosos ojos al cazador, Blanca retrocedía asustada al ver la sangre de las piezas, y Ramiro pasaba su manita sobre la cabeza de la difunta liebre.

—Pobres animales, dijo la señora sin perder de vista al cazador.

Os las ofrezco, replicó el recién llegado; hay una pieza para cada uno de los niños.

Pobres animalitos, dijeron a su vez Blanca y Laura.

— ¡Oh! dijo el cazador, las tres tienen un defecto: la liebre es cobarde, la perdiz vanidosa y la chocha charlatana.

— ¿Y no tenían buenas cualidades? preguntó Blanca.

—Y excelentes, respondió el cazador, pero asadas. Hace medio día que estoy en ayunas, y si la señora vuestra madre quiere concederme un lugar en su mesa, entonces podríamos hablar más despacio de estos animalitos al comer.

La castellana se sonrió clavando sin cesar sus ojos en el  desconocido, y los difuntos fueron enviados a la cocina y compuestos inmediatamente en excelentes y suculentas salsas.

Después que el cazador colocó en un rincón su sombrero con plumas e hizo tenderse a sus pies los dos perros, contó a la castellana como había hecho la caza de aquellas tres piezas mientras se dirigía hacia el castillo, y como aquella cacería le había sido pronosticada por una gitana que se le había presentado a pedir una limosna, y la que habiéndola socorrido le dijo en pago que en aquella mañana en tres tiros mataría tres piezas, y que podría conceder a tres personas a quienes se las diera el que se verificase su deseo. Que se había reído desde luego de la oferta de la pobre mujer que habría creído mostrarle en esto su agradecimiento, pero que sin embargo, puesto que en parte se había comprobado la primera mitad de la predicción, habiendo matado de solo tres tiros, los únicos que había tirado, lastres piezas que acababan de servirles en el almuerzo, estaba también dispuesto a conceder a cada uno de los niños el deseo que manifestase, Muchísimo se alegraron y celebraron con grande algazara los niños la oferta que les hacía el cazador.

La castellana no hacía durante el almuerzo más que mirar al cazador el cual no la era desconocido, si bien había olvidado sus facciones por no haberlas visto hacía muchísimo tiempo.

Terminado el almuerzo y al contar sus aventuras el cazador reducidas a haber estado en la guerra contra los moros, que era ocupación ordinaria de todos los nobles en aquella época, conoció la castellana que el cazador que tenía delante era el hermano de su difunto esposo.

—Sí, yo soy el hermano de vuestro difunto esposo, Gonzalo.

— ¡Gonzalo! dijo la castellana ruborizándose.

—Sí, Gonzalo, el mismo que os ha escrito frecuentemente desde el campo de batalla, porque cuando he sabido después de un año vuestra viudez he solicitado vuestra mano que me habéis rehusado diciendo que era demasiado pronto, y que no podríais decidiros a dar un padrastro a vuestros hijos, un extraño por señor.

—Me acuerdo, dijo conmovida la castellana.

—He dejado pasar tres años, he hecho las guerras de Úbeda, de Sevilla y de Granada, deseoso de hacer revivir la nombradía de mi hermano, y vengo a ofreceros mi mano y a ser el padre de vuestros hijos. Deseo agradaos, hermana mía, y espero me concedáis el premio debido a mi constancia haciéndome vuestro marido y no viendo en mí más que la continuación de mi buen hermano Ramiro.

La señora parecía luchar contra un tierno sentimiento y después respondió:

—No me pertenezco a mí, tengo tres hijos para quienes sois un extraño; debo conservarme para ellos.

—Los amaremos juntos.

— Sí, pero ellos ¿os amarán?

—Tengo mis esperanzas de que sí, y no os pido para conseguirlo más que ocho días de hospitalidad.

—Pues bien, permaneced esos ocho días, porque podéis hacerlo con el justo título de hermano de su padre.

El mayordomo os preparará un aposento.

El cazador se inclinó respetuosamente, estampó un beso en la linda mano de la castellana y se retiró a su  aposento,

Aquella semana no pasó inútilmente para el cazador y los niños. Estos se aficionaron muchísimo al forastero y este llamándole dijo al niño:

—Vamos a ver qué es lo que quieres, porque ya sabes que la gitana me ha concedido el que pueda verificar tres deseos. Con que, vamos, ¿qué es lo que deseas?

—Quisiera ser general.

—Para eso se necesita ser grande y no es uno soldado sino cuando es hombre; esto es muy largo.

—Pues quisiera ser más grande que tú, grande como las casas.

—Pero eso te ocasionaría gastos, sería preciso levantar las puertas y los techos del castillo.

—Es verdad, sería preciso que estuviese acostado mientras se concluía la obra. Bien, lo reflexionaré.

—Ve a pensar en lo que deseas y dímelo mañana, porque mañana mismo me marcho.

— ¿Mañana? yo no quiero que te vayas. -173

—Es preciso: ya he permanecido los ocho días que debía estar.

Llamó el cazador después a Blanca y la preguntó qué deseaba.

—Yo desearía que mi muñeca hablase y cantase.

—Piénsalo bien hasta mañana, porque mañana me voy a marchar.

— ¿Mañana? respondió Blanca. ¿Tan pronto? es imposible, yo no quiero que te marches.

—Es preciso, han pasado los ocho días que me ha concedido tu madre, y no se debe abusar de los favores que le hacen a uno.

—¡Qué lástima! dijo retirándose tristemente la pobre niña.

El cazador aguardó a que viniese Laura. La encontró en el jardín junto a un rosal.

—Y bien, la dijo el cazador, casi adivino lo que tú deseas.¿Tú querrías para estas rosas la inmortalidad y la belleza?

—No, lo que Dios ha hecho bien hecho está.

— ¿No has concebido ningún deseo?

—Tal vez.

— ¿Por qué no me lo dices?

—No me atrevo.

— ¿Por qué?

—Voy a decíroslo; porque no me concierne personalmente.

— ¿Pues a quién toca?

— A mi madre.

— ¿De veras?

—Oíd. Sois bueno y me inspiráis mucha confianza; estoy segura de que si me confió con vos no me haréis traición ni faltareis a mi confianza.

—Gracias, niña, por la excelente opinión que has formado de mí; yo procuraré corresponder a ella.

—Pues bien, sabed, que hace mucho tiempo que mi madre cuando está sola conmigo está reflexiva, preocupada y meditabunda.

— ¿Preocupada? dijo el cazador.

—Sí, está sumergida en profundas reflexiones y suspira.

— ¿Con frecuencia?

—Con bastante.

— ¿Y no la has preguntado nunca por qué?

—Perdonad.

— ¿Que ha respondido?

—Me ha dicho que pensaba en uno que estaba muy lejos, muy lejos, muy lejos, solo, en las guerras, expuesto a muchos peligros, y asaltado por muchos pesares.

—Y entonces, querida mía, ¿qué es lo que piensas tú hacer?

—Yo, salvo vuestro parecer, pensaba desear que suceda toda la felicidad que mi madre desea para esa persona. ¿Qué os parece?

Conmovido y absorto el cazador no respondió.

— ¿Por qué no me decís nada?

—No puedo determinar sobre este asunto, dijo con dignidad, ni influir en un deseo que podría ser definitivo porque la gitana al concederme la felicidad de que puedan realizarse los deseos de la persona que yo quiera, desea que esta obre con toda libertad.

Alejóse vivamente impresionado por aquella infantil confianza.

Llegó el octavo día, el cazador calzóse sus gruesas botes botas de gamuza, hizo ensillar el caballo, llamó sus perros, cogió su arcabuz, y vestido así se presentó como a su llegada ante la castellana y sus hijos.

—La hospitalidad, dijo, es una cosa de la que no debe abusar jamás un viajero. Una semana entera se ha pasado para mí como un solo día bajo este afortunado techo; las horas han corrido muy veloces. Diríase que el tiempo se ha equivocado al sumar los minutos. Sea de esto lo que quiera, señora, vengo a despedirme de vos y a daros gracias de vuestra cordial acogida.

Púsose pálida la castellana, aunque trataba de luchar contra sus más íntimos pensamientos; púsose la mano sobre su corazón cual si hubiera temido que pudieran oírse los latidos de él.

—Adiós, dijo a Gonzalo, en cualquier parte que os halléis acordaos de que solo el deber contiene ciertas expansiones del alma, ciertas simpatías que habéis adquirido.

— ¿Y los deseos cuándo se cumplen? preguntó Ramiro.

—Nos habéis engañado, dijo Laura.

—Os habéis burlado de nosotros, dijo Blanca.

—Seguramente, replicó el cazador, me olvidaba de ello.

—Pues que nos habéis prometido que se cumplirían, os hemos creído, dijeron juntos los niños.

—Y habéis hecho bien. Vamos, ¿qué es lo que deseáis?

—Yo deseo, dijo Ramiro, que mi buen amigo el cazador se quede conmigo para jugar a los soldados hasta que tenga edad de tener un sable de veras en la mano.

Después volviéndose hacia Gonzalo.

—Para eso no será preciso levantar los techos, murmuró con malicia.

—Yo, exclamó Blanca, deseo que mi amigo se quede conmigo hasta que mi muñeca cante sola.

Después volviéndose hacia el cazador:

—Como esto no sucederá nunca, dijo, siempre estaréis con nosotros.

Dos lágrimas de enternecimiento se deslizaron sobre las rosadas mejillas de la madre de familia y noble castellana.

Laura, solo Laura estaba seria.

— ¿No deseas tú nada? la dijo su madre con un tono en que se dejaba ver una vaga inquietud.

—Sí, madre mía, pero perdóname si soy indiscreta o inconsecuente.

— ¿Pues qué deseas tú?

—Deseo que tus deseos relativos a ese lejano viajero de quien hablabas sin cesar sean cumplidos lo más pronto posible,

—Señora, aventuró a decir el cazador, los deseos están expresados: ¿queréis que se realicen o no? ¿queréis que la fe y la confianza de estos niños quede engañada? ¿Queréis que duden de la verdad de la predicción que al encaminarme a estos lugares me hizo la gitana a quien socorrí con larga mano?

—Gonzalo, dijo la castellana abandonando su hermosa y linda mano a los besos de su cuñado, ¡no los abandonéis jamás, no os separéis nunca de los hijos de vuestro hermano!

El cazador se quedó para siempre en el castillo: la castellana dejó de ser viuda.

 

FUENTE

Sin autor: Museo de las Familias, 1856, segunda serie, año XIV, núm. 22. pp.171-173.

 

 

[1] Un tipo de perdiz, Encyclopedia metodica: historia natural de los animales: [aves], por don Antonio de Sancha se hallará en su libreria en la Aduana vieja, 1788, p. 312.