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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Semanario Pintoresco Español, 16 de noviembre de 1856, núm. 46-pp.361-362.

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MONTEJO DE LA VEGA DE LA SERREZUELA

Valoración Media: / 5

El amor de la castellana.

Leyenda

 

Existe cerca de Aranda una pequeña aldea llamada Montejo, que aunque no conserva de lo que fue sino el nombre, goza el viajero una cierta dulzura al contemplarla.

Nada más pintoresco que las escarpadas cimas que por todas partes la circundan: nada más humilde que el manso riachuelo que besa su planta retratándola en sus cristales.

 Cuando al finar el día oculta el sol su fulgente faz para ir a lucir en otro hemisferio; cuando la campana de la iglesia anuncia el toque de oraciones, mientras el anciano pastor guía con paso tardo las ovejas al aprisco, entonces se goza allí un encanto indefinible; porque a esa hora mágica en que las flores cierran sus matizadas corolas enviando a Dios su último perfume, a esa hora solemne en que la plegaria del inocente sube hasta el trono del Altísimo, tan pura como el incienso quemado en sus altares, hay en la pequeña aldea una calma tan apacible, una tranquilidad tan deliciosa, que hacen olvidar al alma sus pasados sufrimientos para pensar en un risueño porvenir.

Era una serena tarde de agosto de 18... cuando cansado por la fatiga de la caza me retiraba a mi humilde morada más temprano de lo acostumbrado.

La brisa embalsamada por el blando perfume de las flores que vegetan en las desigualdades de aquellas empinadas montañas, hacia ondular mis cabellos refrescando mi acalorada imaginación. Solemne era el silencio que en mi derredor reinaba, solo interrumpido por el graznido de las águilas que se albergan en las concavidades de aquellos descarnados peñascos.

Deseando descansar un instante antes de bajar la rápida pendiente que tenía que atravesar para llegar a Montejo, me dirigí a las ruinas de un antiguo castillo, pálido esqueleto de lo que otros días fue, en cuyas inmediaciones triscaban alegres, como blancos copos de nieve, una porción de ovejas que apacentaba un anciano pastor.

—Bien venido seáis, me dijo el viejo cuando me hube acercado.

—Dios os guarde, anciano, le respondí con respeto, entablando después una conversación indiferente que él trató de cortar al poco rato, disponiéndose a marchar.

—Paréceme, le dije, que hoy conducís muy temprano las ovejas. ¿No veis que acaba de ponerse el sol?

—Ciertamente, repuso, que otro día estaría aquí mucho más tiempo; pero hoy no permanecería en estas ruinas por todo el oro del mundo ni un solo minuto después de anochecer; sin duda, vos ignoráis la historia de la señora de este castillo; y si queréis que bajemos al pueblo juntos, os la referiré en el camino; pero antes, venid.

Y el anciano me mostró un lienzo de pared donde se percibía una abertura que en otros tiempos debió ser la de alguna ventana ojiva, a juzgar por la oscura forma que aún conservaba.

— ¿Veis, me dijo, esa ventana, y este hoyo que está aquí a nuestros pies donde crecen esas flores amarillas? Pues entre una y otra se encierra una historia triste, muy triste.

 Entré en curiosidad, y me puse a contemplar aquellas masas informes que en otro tiempo habían sido las murallas de aquel derruido edificio. Todo en él era melancólico, todo tenía un cierto tinte de tristeza que yo no podía explicar: me parecía ver al través de sus gruesas paredes una porción de descarnados esqueletos que pasaban ante mí sonriendo, y desaparecían en la inmensidad del espacio. Y en medio, alzándose altiva, cubiertas de batista sus arrogantes formas, a la hermosa Castellana, causa quizá de tantos desastres como yo en aquel momento me figuraba.

 Así hubiera pasado largo tiempo, a no haberme interrumpido la voz de mi anciano compañero, de cuya boca anhelaba ya saber la historia de la señora del castillo.

—Cuando gustéis; me dijo, disponiéndose a marchar.

—Vamos, le repliqué, empezad vuestra historia.

Y el pobre pastor después de un momento de silencio que empleó en coordinar sus recuerdos, comenzó lo que vamos a referir de la manera siguiente:

A mediados del siglo XV habitaba ese viejo castillo un noble caballero llamado D. Alfonso Pimentel, que habiendo gozado en la corte por largo tiempo del favor de D. Juan II, había sido desterrado de ella por las intrigas de D. Álvaro de Luna.

Casado hacía ocho años con una mujer tan hermosa como pura, pasaba tranquilamente su vida en la soledad de su triste morada, sin cuidarse de lo que pasaba fuera de sus muros. Siempre sombrío, siempre meditabundo, ni aun tenía una caricia para su triste esposa, que se aburría en aquella solitaria mansión.

Doña Luz, que así se llamaba la joven castellana, era una de esas criaturas hermosas que solo puede concebir la mente de un poeta. No es el mármol de Paros tan blanco como su trasparente cutis; no es tan roja la amapola húmeda por el rocío, como lo eran sus graciosos labios; y si a esto se añade una blonda cabellera cayendo perfumada sobre su nacarada frente, podéis formaros una pequeña idea del precioso conjunto de aquella divinal criatura.

Pero ¡ay! tan desgraciada como hermosa, pasaba la solitaria existencia pensando en los encantos de su vida pasada, entregando su ardiente imaginación a la idea de un sombrío porvenir.

 ¿Quién no la hubiera compadecido al verla en las altas horas de la noche reclinada muellemente en el alfeizar de la gótica ventana, contemplando el argentado disco que resbalaba tranquilo en la bóveda celeste, mientras un raudal de lágrimas inundaba sus pálidas mejillas?

Y sin duda hubo quien la compadeciera; sin duda hubo quien comprendiera los sentimientos de su corazón; porque una noche, cuando ya la aurora iba a mostrar su rosada frente, sintió al pie de su ventana el trotar de un brioso corcel, mezclado con el crujir de una férrea armadura, mientras una voz bien conocida para ella pronunció un «doña Luz» tan apasionado, tan tímido, que la Castellana no tuvo bastante fuerza para desoirle abandonando la ventana.

—Luz mía volvió a repetir el apasionado mancebo que a sus pies levantaba la visera de su casco.

 ¿Qué me queréis? respondió la Castellana dejando escapar un ardiente suspiro que el joven tuvo buen cuidado de recoger.

 —Veros, hablaros, volveros a contar mi pena, volver a deciros que os adoro.

—Callad, loco, callad; sois un niño, y como tal os dejáis llevar del ardor de las pasiones.

 —No, doña Luz, porque os amo ha mucho tiempo, repuso el enamorado galán; pero ya vos no creéis en la pureza de mis sentimientos, no comprendéis ese fuego santo que arde en mi corazón por vos, solo por vos: si le comprendiérais...

—Si creyera en vuestra pasión, dijo la Castellana interrumpiéndole, si comprendiera ese fuego santo que vos decís arde en vuestro corazón, «huid» os diría, D. Juan; separaos de mí para no volvernos a ver jamás, porque temería que los dos nos abrasáramos en ese fuego; pero por nuestra dicha no os creo. Sois muy joven, y yo ya he perdido las ilusiones de la juventud. Sois galán, sois valiente; buscad en el mundo la felicidad que yo no os puedo dar; mil corazones hallaréis que os adoren más que os puede adorar el mío; además, que viejo y seco, ¿qué podría ofreceros que os hiciese dichoso?

—Cruel repuso vivamente el mancebo, ¡cómo os gozáis en mi suplicio! hablarme a mí de felicidad es como hablarle a un ciego de la luz. ¿Y vos me decís que sea dichoso? Sin duda no tenéis corazón, no sabéis lo que es sufrir.

 —Si sintiérais como pintáis, D. Juan, exclamó sonriendo doña Luz, debierais ser muy desgraciado; pero sois buen trovador, y acaso ahora estaréis pensando en componer alguna trova.

Herido el caballero en lo más profundo con aquellas palabras, nada respondió; bajó la calada visera de su acerado casco, pronunciando un «¡adios!» tan enamorado, que hasta las flores abrieron sus corolas para recibirle: partió al galope por aquellas escarpadas cimas.

Doña Luz le vio marchar, y no pudo contener una triste lágrima que resbalando por su mejilla fue a estrellarse en su mano de alabastro. No le amaba, quizá porque entre él y ella se levantaban sus deberes de esposa -362- como una valla inexpugnable; pero le compadecía: por eso le siguió con la vista, mientras que pudo percibir el rielar de la luna sobre su luciente armadura; por eso en su imaginación vio grabada desde entonces la imagen de D. Juan, siempre tan galante, tan hermosa.

Muchas noches pasaron en las que el enamorado caballero vio asomar el alba al pie de la ventana de su amada; muchas en que las gayas flores al recibir el beso de la brisa matinal escucharon la tierna despedida de D. Juan y doña Luz: pero siempre vieron al que partía dejar aquellos sitios sin haber escuchado una palabra de consuelo; en todas ellas vieron a la que quedaba dejar la ojiva ventana con el corazón desgarrado y las lágrimas en los ojos, porque amaba ya como no había amado nunca; aunque la voz de sus deberes sofocaba la del corazón.

Llegó un día en que apenas el sol había ocultado sus rayos tras de las esquinadas crestas de Somosierra, y D. Juan paseaba impaciente sobre un gallardo alazán, al pie de las ventanas de doña Luz, y sin duda ansiaba verla, a juzgar por la impaciencia de su ovalado semblante; pero no todo se le presenta al hombre de color de rosa; doña Luz no pareció.

Pasó una hora, se deslizaron dos, tres; llegó la reina de la noche a la mitad de su carrera, y sin embargo el enamorado galán aun no había podido ver su faro de esperanza.

¡Oh! para quien ama con la abnegación que presta el primer amor de un niño y contando los momentos por las pulsaciones del corazón, espera que llegue el deseado en que poder ver al ángel de sus amores; para el que una noche y otra y mil jura una pasión eterna al ser que adora con delirio, sin poder escuchar ni una palabra de consuelo de sus coralinos labios ¡ay! para ese cada instante que pasa es la eternidad entera, porque lucha entre el amor y la desconfianza, porque la cabeza entrevé un horizonte de esperanza, que rechaza el corazón, y en esa lucha sorda, desgarradora, entre el corazón y la cabeza, aquel se gasta, haciendo que odie la vida el desgraciado ser que pasa tales sufrimientos.

Tal le sucedía a D. Juan la noche que referimos; pensando que quizá en ella podría obtener alguna esperanza de consuelo, esperanza que no quería creer su corazón, veía con angustia cómo se deslizaban las horas sin encontrar en ninguna de ellas la calma que tanto necesitaba su acalorada imaginación.

—Esto es hecho, se dijo, esa mujer que yo creía tan pura como hermosa, ha estado jugando con mi pobre corazón como lo haría con sus halcones: acabemos; mañana cuando se asome al alfeizar de su pintada ventana, cuando vengan las aves a acariciarla con su canto, verá a sus pies el cadáver del que tanto la ha amado, y entonces no dudará del cariño del pobre loco.

 Quedó un momento pensativo, sacó la daga que pendía de su cintura, y con una calma estoica estuvo contemplando si su punta estaba bastante aguzada para acabar la obra de un solo golpe; buscó en su cuitado pecho el sitio donde con más violencia latía su corazón, y a él dirigir la punta de su homicida instrumento. Pero en el momento en que la mano apoyaba en el pomo de su daga, la voz de Doña Luz vino a herir su oído haciéndole retirar el aguzado hierro.

— ¿Qué hacíais? le dijo con su dulce voz.

 —Nada, señora, me disponía a no molestaros más.

— ¡Ibais a mataros! exclamó horrorizada la Castellana.

 —Sí, doña Luz, sí, porque ya me cansa la vida, que nada me trae más que sufrimientos.

 —¿Y si yo dijera que os amaba?

 — ¡Oh! entonces, exclamó D. Juan arrebatado, viviría porque sería feliz: ¿pero a qué hacerme concebir sueños que no habéis de realizar? ¿Por qué me decís esas palabras que no las siente vuestro corazón, y que al mío le proporcionan la calma el tiempo que dura el pronunciarlas?

—Callad, don Juan, me hacéis mucho mal, repuso la Castellana: si yo pudiera persuadirme de que vuestro amor ha de ser tan duradero como decís, entonces...

—Entonces ¿qué ? Concluid.

  — Os amaría, D. Juan, os amaría.

—Pues bien, exclamó el enamorado caballero; fijadme un plazo, y si al cabo de él veis que mi pasión no es tan grande, tan sublime como en este momento, olvidadme; pero si por el contrario veis en mí entonces tanta abnegación como ahora, me amareis: ¿no es verdad?

 —Me habéis pedido un plazo, dijo doña Luz interrumpiéndole: pues bien, voy a fijarle para dentro de diez años.

—Diez años dijo D. Juan dando un paso atrás horrorizado: por fin si dijerais diez días, y aun sería mucho para el que sufre tanto como adora; pero escuchadme: estamos a principios de agosto; si al finar el año no ha concluido mi pasión, volveré a contaros mi penas y entonces no me desdeñareis.

—Loco exclamó doña Luz sonriéndose enamorada al ver la gran pasión del mancebo, marchaos, es hora ya de que nos separemos.

—Adios hermosa, adios, decía don Juan lleno de júbilo, estrechando entre las suyas la mano de su querida; ¿me permitís que mis labios la profanen?

Doña Luz en un principio se negó; pero ¿qué mujer no accede a una petición tan pequeña cuando tiene delante de sí una pasión tan grande?

Así que, el enamorado caballero pudo estampar en aquella mano de alabastro el beso más ardiente que nadie puede concebir. Los dos se separaron dementes de alegría, locos de felicidad; él al recordar las consoladoras palabras que había escuchado aquella noche; ella al admirar lo grande, lo sublime de la pasión del mancebo.

 Mientras estas escenas pasaban en Montejo, ocurrían en la Vega de Granada otras no menos interesantes que hacían temer al débil rey que se sentaba en el trono de Castilla una invasión sarracena.

Los moros que ocupaban la ciudad bendita cuyos cincelados ajimeces se retrataban orgullosos en las aguas tranquilas del Genil y el Darro, robaban y talaban en sus continuas correrías las aldeas de su vega pertenecientes a los cristianos, sin que D. Juan II enviase a estos infelices un ejército amigo que castigase la osadía de los sarracenos. Cada día llegaban a los oídos del monarca mil noticias a cual más tristes y desconsoladoras: ya el saqueo de alguna aldea, ya el incendio de alguna alquería, y sin embargo, D. Juan no tenía bastante fuerza para mandar se dispusiera un ejército que reprimiese la osadía de la morisma; y acaso no se hubiera decidido a levantar su voz, si el condestable D. Álvaro de Luna no le hubiese impelido a ello.

Por su consejo ordenó se aprestase un ejército al mando de sus mejores capitanes, entre los que se contaba el que a doña Luz rendía sus amores. Apenas este supo que tenía que partir, quizá para morir en el ardor de la pelea, abandonó a la ciudad de Valladolid la víspera del día en que de ella debían salir los tercios castellanos, con objeto de dar el último adios a la señora de sus pensamientos.

 Cuando llegaba al pie del empinado cerro, cuya cima coronaba su castillo, la campana de la iglesia anunciaba el toque de oraciones, por lo que aún tuvo que esperar bastante rato antes de poder hablar a la hermosa Castellana.

No habría aun pasado una hora, cuando esta dejó ver sus arrogantes formas en el dintel de la ventana: pero cualquiera que de cerca la hubiera examinado, se hubiese sorprendido al ver la mate palidez que había invadido su semblante en los quince días que habían pasado desde el último en que la vimos. Si más atrevido hubiese estrechado su torneada mano, se hubiera horrorizado al encontrarla sin vida, yerta cual la de un cadáver. Esto le sucedió al caballero, cuando al ir a estampar en ella sus ardientes labios, la encontró tan blanca como la nieve, pero como ella también helada.

— ¿Estáis mala, doña Luz? exclamó asombrado.

—Sí, D. Juan, sí: hace quince días que me mata la calentura; me habéis abrasado el corazón, y sin embargo no puedo, no debo amaros; ¡qué desgraciada soy! —y la infeliz confundía la blancura de su semblante con la de su pañuelo, ocultando en él un raudal de lágrimas que le inundaba.

—Pues bien: huyamos de estos lugares; partamos a otros donde podremos hallar el amor y felicidad que tanto necesitamos. Venid: la noche es oscura; puede favorecer nuestra fuga, y cuando el nuevo sol por el horizonte venga a tendernos sus dorados rayos, yo podré deciros sin temores que os adoro, y vos, doña Luz, podréis escuchar sin avergonzaros el lenguaje de mi corazón.

—D. Juan, decía la Castellana, callad por Dios, que me habéis destrozado el alma.

—-Sí, callaré, doña Luz, decía el caballero con acento sombrío, callaré porque hoy nos separamos para siempre. Aquellas palabras, que en otra ocasión acaso nada hubieran significado, hicieron levantar a la hermosa Castellana su cabeza, aterrorizada por el acento lúgubre con que el mozo las pronunció. Quizá penetraba el horrible pensamiento que en ellas se envolvía.

—¡Para siempre exclamó; ¿qué me queréis decir?

—Nada, doña Luz, nada; que sin duda ignoráis que mañana parto para la guerra de Granada, y ¡quién sabe si en ella hallaré la muerte que tanto anhelo!

— ¿Anheláis la muerte cuando se os presenta un porvenir lleno de gloria? D. Juan, estáis loco.

—-¡Y de qué me servirá esa gloria que vos decís, si nunca habéis de corresponderme!

—No puedo, D. Juan, no puedo.

—Decid más bien que no queréis, señora, que os complacéis en mi tormento, y os creeré; pero yo que os adoro con delirio yo que no puedo sufrir más la pena que me devora, os digo que el nuevo sol no vendrá a alumbrar sino mi sepultura; ¡adios! doña Luz, proseguía desesperado; sed tan feliz, tan dichosa como desgraciado me habéis hecho.

—¡Cruel! repuso la Castellana, ni aun quiere compadecerme.

—Pues bien, señora, ¿por qué no me amáis? replicó el impaciente mancebo. Por toda contestación doña Luz le tendió su mano de alabastro, que él inundó de lágrimas y besos.

—Oídme, D. Juan, replicó después de un momento de silencio; partid a la guerra donde volveréis a recoger nuevos laureles; tomad este puñal, prosiguió entregando al caballero uno bien cincelado que pendía de su cintura; él velará por vos cual lo haría yo si estuviera a vuestro lado; y os juro por su cruz, que si hay algún hombre en el mundo a quien yo adoro, sois vos, solo vos; pero Dios sabe que no os correspondo por llenar los deberes que como esposa me impusieron al pie de los altares.

 Si al volver de la guerra no encontráis a la que amabais, id a llorar sobre su sepultura; yo os sonreiré desde el mundo de los que fueron.

 Las lágrimas inundaban su ovalado semblante, ardiente por la calentura que la devoraba; D. Juan quiso hablar, pero sus palabras se ahogaron en su garganta, y solo tuvo bastante fuerza para acercar sus labios a los ardientes de la Casteliana estampando en ellos un apasionado beso.

 Doña Luz se retiró de su ventana con el corazón lacerado; y aún no había dado un paso en el pavimento de su habitación, cuando oyó al pie de ella un grito desgarrador como el del que deja de sufrir en este mundo de dolores.

Miró, y a la pálida luz de la luna vio al infeliz mancebo que revolcándose en su sangre pronunciaba su nombre al exhalar el postrimer suspiro.

La infeliz no pudo resistir a tan tremendo golpe, y cayó desplomada en el pavimento; acababa de sucumbir a una convulsión nerviosa. Pocos momentos después el reloj del castillo anunciaba la hora primera del 16 de agosto.

 Aquí concluyó mi compañero la historia que hemos referido.

Pero bien, le dije, ¿por qué no queréis permanecer en las ruinas de este antiguo castillo esta noche después de anochecer? Porque hoy es el 15 de agosto, es decir, el mismo día en que dejaron de existir D. Juan y doña Luz; y en este día, todas las noches a la misma hora en que concluyeron sus amores, se les ve aparecer en los aires, cerniéndose sobre las ruinas de este viejo edificio; ella vestida de blanco, rodeada de una aureola de fuego, él con el puñal de la Castellana clavado en el corazón. Así pasan orando, hasta que a la medianoche desaparecen para no volverse a presentar hasta el año siguiente.

 En el momento en que mi compañero acababa de hablar, volví la cabeza por un movimiento instintivo, y mis miradas se dirigieron maquinalmente al sitio donde el caballero y la Castellana habían terminado los días de su existencia.

Una figura aérea, vaporosa como la niebla matinal, y como ella sostenida en el espacio azul, vagaba errante sobre las informes ruinas de aquel castillo. Sus descarnadas manos en actitud suplicante quizá pedían a Dios el perdón de sus amores.

En pos de ella, y en sangre rojo el acero de su armadura, se alzaba también suplicante la arrogante figura de un joven guerrero.

Los dos oraban, los dos pedían a Dios quizá el término de su tormento

 

FUENTE. Santiago Iglesias. “El amor de la castellana”, Semanario Pintoresco Español, 16 de noviembre de 1856, núm. 46-pp.361-362.