DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

EUSKAL-ERRIA.REVISTA BASCONGADA. Tomo VII.- 10 Agosto 1882. Tomo VII.—Núm. 4. Núm.5,  pp.113-119;  153-155; 30 agosto, Núm. 6, 177-178.

Acontecimientos
Visión del futuro
Personajes
Príncipe Carlos de Viana y María de Armendáriz
Enlaces
Foto: Jorab.

LOCALIZACIÓN

OLITE

Valoración Media: / 5

La visión de D. Carlos, príncipe de Viana.[1]

Euskal-erriaren alde.

 

Apenas acabó de sonar en el reloj del Palacio Real de Olite la undécima campanada de la noche del día 16 de mayo de 1452, un caballero joven, esbelto y de bizarra apostura penetró en la Cámara de la Reina, así llamada porque era la más espléndida de todas las del alcázar de los monarcas navarros.

Un paje, niño aún, le seguía llevando un hacha de cera blanca. El caballero, sin volver la cabeza, con voz ligeramente temblorosa, como de persona conmovida, le dijo:

—Piarres, déjame solo y di al capitán de guardia que hasta después de las tres de la mañana a nadie consienta penetrar en la cámara. El paje saludó profundamente y salió afuera. -194-

 El caballero, después de pasarse la mano por la nacarada frente para enjugar el sudor que de ella brotaba copioso, se dejó caer, lánguido y desfallecido, en un banco de madera de altos respaldos, junto a una de las cuatro ventanas de la cámara, colocado.

Era la cámara espaciosa; su pavimiento, formado con ladrillos de esmaltes de diferentes colores, semejaba un sol irisado que se enorgullece al ver su acompañamiento de numerosos planetas y estrellas; las paredes, revestidas hasta la altura de una vara, de maderas primorosamente esculpidas, se ocultaban tras de riquísimos tapices que representaban la historia de Sansón y Dalila; una gigantesca chimenea, capaz casi de recibir árboles enteros, estaba recubierta de fresca y verde enramada, por entre la que se descubrían algunos capiteles de puro estilo ojival; el techo, de áurea madera artesonada, tenía colgando innumerables cadenillas, a las que servían de remate unos pequeños y delgados discos de cobre. El aire, que con discreto y pausado movimiento penetraba por la ventana del norte, ponía en conmoción aquella extraña y desusada maquinaria, arrancándole tenues y dulcísimas armonías, que en aquel instante misterioso aleteo de pájaros celestes semejaban.

El caballero lanzó un suspiro intensamente doloroso y tendió la vista por la campiña. A lo lejos, las sierras de las merindades de Estella y Pamplona cubrían sus cerúleos hombros con el velo de plata que la luna en el remoto firmamento teje; más aquí, por la parte nordeste, apretadas masas de bravías encinas cerraban el horizonte, semejantes a formidables avanzadas del selvoso Pirene; la feraz llanura que entre Tafalla y Olite muestra la múltiple abundancia de sus árboles frutales, exhalaba como un gigantesco ramillete, las balsámicas emanaciones de millares de arbustos en flor. La azulada línea de las montañas: el verdor sombrío de las florestas; el centelleo de las estrellas; el inmenso esparcimiento de los aromas y de la luz lunar; el quejumbroso rumor de las auras, todos los accidentes y las circunstancias todas de aquella noche -195-  daban al alma paz y a los sentidos deleite; tan solo causaba una impresión siniestra la negra torre de San Pedro, que, rompiendo bruscamente la transparencia del espacio, se elevaba por encima de los tejados de Olite.

 Sin duda alguna al caballero le daba también la torre motivos de tristeza, porque no apartaba de ella los ojos que revelaban en su expresión suprema angustia; y de tal manera le traían absorto y pensativo sus cavilaciones, que no oyó el ruido que hizo uno de los tapices al caer, después de haber dado paso a una mujer que penetró en la estancia por una puerta secreta.

 Tendría la recién venida veinte años de edad a lo sumo y era gallarda en el andar, como pocas.

Alta y de formas estatuarias, presentaba ese admirable conjunto de vigor y de gracia propio de las grandes razas montañesas, de los iberos y de los georgianos. Su frente tersa sostenía, a manera de regia corona, el triple círculo de una gruesa trenza de cabellos de ébano; sus ojos eran asimismo negros, adornados de largas y rizadas pestañas y en su fondo brillaba, como una aurora, el fuego de la pasión; su tez, blanca como el reflejo de la luna en los ventisqueros; sus mejillas, rojas como nubes espléndidas al acostarse el sol; sus dientes, asomando diminutos entre los húmedos labios, como dos hilos de ricas perlas en un estuche de raso granate; y su cuerpo alardeaba en sus diversas actitudes de más flexibilidad y donaire que los cimbreantes juncos.

La joven se acercó de puntillas al caballero, y poniéndole la mano derecha sobre el hombro, con voz más limpia que el sonido de una campana de plata, le dijo:

—Y bien, Carlos, ¿qué habéis resuelto?

 El caballero se estremeció; sus grandes ojos azules se iluminaron con la claridad del júbilo, y estampando un ardoroso beso en la mano de la dama,

 —Bien venida seas, María, exclamó.

—¿De veras, tienes gusto en verme?

—Esa es una pregunta que no merezco me dirijas. Ya conoces mis penas, mis amarguras, mis aflicciones siempre renacientes. Si alguna vez asoma la sonrisa a mis la- 196 -bios, tú la provocas; tus tiernas canciones euskaras ahuyentan mi melancolía. Tienes para mí la dulzura del rayo de sol que seca la colina después de la tempestad.

—No obstante, esa Brianda..... pero no he venido con ánimo de hablar de mis celos sino de tu persona. ¿Habéis celebrado la Junta?

—Sí.

 —¿Quiénes han acudido?

—La mayor parte de los llamados.

—Dime sus nombres, si en ello no hay inconveniente.

 —Estaban mi tío D. Juan de Beaumont, prior de San Juan de Jerusalén a quien he nombrado mi canciller y capitán general; el arcediano de la Tabla, D. Carlos de Beaumont; D. Juan Martínez de Uriz, señor de Artieda; Floristán de Agramont; D. Carlos de Ayanz, señor de Mendinueta; Mosén Charles de Echauz, vizconde de Baiguer; el capitán Semen de Eguía; Joanicot Ezquerra, señor de Laboa; Mosén León de Garro; Arnalt Remírez de Arellano, señor de Amatriain; Pero Periz de Rada, señor de Bidaurreta; Lanzarot, señor de Ciórdia; García de Birto; D. Gracián de Luxa, señor de Saint-Pe; Yenego Erripa de Jaureguizar; Miguel de Ustáriz; el capitán Martín Ximénez de Monteagut; D. Juan de Ursúa, gobernador del castillo de Amaya; Charles de Alzate, señor de Zalaín; Pedro de Eslava; D. Francés de Jaca; Miguel de Mutiloa y tu padre Godofre, señor de Armendáriz.

 —¡Bien por los infanzones! ¿Y que tratasteis?

—Yo les expuse la situación sin ocultarles, disimularles ni alterarles la verdad en lo más mínimo, ya recordando hechos de todos conocidos, ya aduciendo otros nuevos y recientes. Les dije cómo hace diez años que entregó su alma al Criador mi madre la muy amada reina y temida señora Doña Blanca; cómo según las capitulaciones matrimoniales concertadas con mi padre el rey D. Juan (que Dios guarde muchos años) y renovadas en testamento debía de heredar la corona de Navarra y el ducado de Nemours apenas mi señora madre la reina muriese; cómo mi padre contra justicia y fuero y en agravio y desli- 197 -bertad de las leyes del reino, retuvo para sí la autoridad suprema, dejándome la lugartenencia del mismo; cómo contrajo segundo matrimonio con Doña Juana Enríquez, poniendo en el lugar de mi amada madre a la rica-hembra castellana que únicamente odios y recelos contra mí abriga; cómo desde el mismo día de esas segundas nupcias, se me han ido mermando continuamente las escasas atribuciones que se me encomendaron; cómo cuando concerté las paces con el rey de Castilla, el rey mi padre desaprobó lo hecho, dejando mi real palabra muerta y sin virtud de obligar, cual si fuese el juramento de un jugador; cómo no contento con esto e infiriéndome nueva ofensa, nombró Gobernadora del reino a la castellana; cómo los pueblos han protestado contra esa violación de sus fueros, exenciones, leyes, privilegios y libertades, sin alcanzar del rey mi padre otra cosa que indiferencia y olvido, y cómo Doña Juana Enríquez, aliviada de las dolencias de su parto y ensoberbecida por haber dado descendencia al trono de Aragón, me ha escrito una carta desabrida y seca, diciéndome que dentro de ocho días se trasladará a este su palacio real de Olite, acompañada de su hijo y tomará el supremo mando, atenta a lo cual de antemano declara nulo y de ningún valor y efecto cuantas medidas, provisiones y órdenes que sin llevar su firma yo dicte, para el bien del Reino y su regimiento.

 —¡Ah! eso ha hecho la hiena castellana, exclamó María de Armendáriz; yo no lo sabía. Sus ojos negros chispearon, semejantes al hierro candente golpeado por el martillo. Luego preguntó:

—¿Qué dijeron los infanzones cuando te oyeron?

—¡Vana pregunta la tuya! ¿Qué hace el tizón que cae en el árido rastrojo? Producir un incendio. ¿Qué hace el huracán que sopla sobre el irritable océano? Producir una tempestad. Así los infanzones navarros fueron paja de mi fuego y oleaje de mi viento; de sus pechos brotaron rugidos de cólera y en sus empalidecidos labios clavó su siniestro estandarte la cólera. -198-

 —Benditos sean mil y mil veces esos nobles defensores de tu derecho.

—También dejaron oír sus acentos la razón y la prudencia. Tu buen padre expuso los peligros de una sedición....

 —¿Dices que habló de esa manera y todavía le crees mi padre?

 —Calla María, estás loca y locos estuvimos nosotros. Se entregó la resolución del problema a la aleatoria sentencia de los votos, y éstos, casi en su totalidad,—menos el mío y el de tu padre—decidieron la guerra. Mi tío, el de Beaumont, obrando en previsión de ese acuerdo, según nos dijo, había de antemano dado órdenes oportunas a las fuerzas de que dispone; a estas horas entre Olite y Tafalla habrán acampado ya Ochoa de Eulate, Machin Martínez de Dicastieillo, Bertrán de Beraiz, y Domenjón de Esparza, con sus mesnadas. Yo, pesando la gravedad del acuerdo adoptado, suspendí para dentro de algunas horas su ejecución, a fin de consultar con Dios y mi conciencia. Si de aquí a las tres de la mañana, ni Dios sobrenaturalmente obrando, ni mi conciencia dejando oír su voz imperiosa, reprueban el acuerdo de mis consejeros, cuando suene dicha hora, pondré una luz en la ventana norte de esta cámara, y D. Juan de Beaumont que en compañía de otros caballeros está atento en la torre de la Iglesia de San Pedro, lanzará a vuelo las campanas, haciendo la señal convenida a las mesnadas de que te hablé. Estas entonces entrarán en Olite, y puesto yo al frente de esas fuerzas, iré, si así conviene a atacar el castillo de Peralta, que está bajo el mando de Mosén Pierres, a la vez que parten correos con la orden de guerra para que secunden el movimiento a mis partidarios de la Amezcoa, de Val de Lana, de Yerri, de Orba, de Ilzarbe, de Aibar, de Sangüesa, al conde de Lerín que está en Pamplona y a los Merinos de las Montañas y de Ultrapuertos.

 —La santísima Virgen de Ujué se sonreirá en el cielo cuando pongas la luz en esa ventana, dijo María señalando la del norte.

—Es que no sé si la pondré, necesito pensarlo. -199-

 —Se habla de guerra y dudas, tú, ¡tú, príncipe y descendiente de héroes! ¿Hay quien espera una seña de tu mano para desenvainar el hierro, y tu corazón no es un volcán?

—Mi corazón es un puñado de cenizas. Mi existencia es lóbrega, bien lo sabes, María; en sus tinieblas solo brilla la luz de tu amor, no sé si semejante a una antorcha de ventura o a un cirio funeral.

—¿Pero, que es lo que temes, Cárlos mío?

—Temo la guerra civil. Es muy fácil incendiar un bosque, pero es muy difícil apagarlo. Las rivalidades de las casas de Agramont y de Luxa, han convertido en un infierno los plácidos valles de la Baja Navarra; Butrones y Múgicas, Oñaces y Gamboas han desangrado y empobrecido a Guipúzcoa, Alava y Vizcaya. Si aquí, en este pequeño reino, salvado milagrosamente del siempre inminente naufragio, se produce la guerra civil, seremos devorados después de enflaquecidos o por el castellano o por el francés. Acuérdate del mote de mis armas. «Utriunque roditur.» ¡Dios mío! ¿estaré destinado a ser causa de la ruina de Navarra, como justo castigo a mi escasa piedad filial?

—Tu extremada circunspección paraliza constantemente tus movimientos y te inutiliza para la vida. Aquí no se trata, Carlos, de las relaciones de padres e hijos, aquí están en juego la suerte de un reino, las leyes de un pueblo, los derechos incuestionables de un príncipe usurpados por un mal rey. La razón que te asiste es tan clara, que no habrá seguramente en Navarra, quien se atreva a contradecirla.

—Conoces muy poco a los hombres, hermosa María y hablas con el corazón, no con la cabeza. Tú que vales mucho más que yo para adoptar la determinación propia del momento, no sirves tanto para vislumbrar las consecuencias de los hechos. Nuestra monarquía está minada por la inextinguible rivalidad de dos casas de origen real, poderosas, ricas, unidas a todas los infanzones navarros por el vínculo del parentesco o del patronato. Mil veces ha estado próxima a estallar la guerra entre ellas y es de tan torcida índole y -200-  perversa condición la animosidad que las separa que basta que la casa de Beaumont opine en un sentido para que la de Navarra opine del contrario, y por lo tanto bastará que el conde de Lerín levante mis pendones para que el Marichal tremole los de mi padre. Y el rey y el Marichal no están solos, bien lo sabes, que si a mi lado forma gente granada y principal, al suyo también hay nata y flor de la infanzonía navarra. Y cuando el rey D. Juan diga «a las armas, caballeros», le seguirán los Peralta, Ezpeleta, Lacarra, Baquedano, Sarasa, Mauleon, Donamaría, Azpilcueta, Jasso, Agramont y otros no menos buenos, metiendo al reino en tales angosturas que sospecho no ha de lograr salir de ellas sin pérdida de miembro, como no sobrevenga total aniquilamiento.

Pero dejemos estas pláticas, demasiado graves y enfadosas para los oídos de una mujer, y recojamos el espíritu durante algunas horas. A las tres menos cuarto despiértame sin falta. De aquí a entonces veré lo que tengo de hacer. Y diciendo esto, el príncipe de Viana pasó a la cámara inmediata, mientras su manceba, la hermosa María de Armendáriz, apoyando los codos en la ventana, dejaba volar sus ojos e imaginación por loa espacios infinitos de la norche y de la fantasía

(Continuación).

II.

 

El Príncipe permaneció sumido durante algunos instantes en honda meditación, y al cabo de ellos se acostó en la cama, pero sin desnudarse. Experimentaba los pódromos[2] de la fiebre. Apenas se hubo tendido en el lecho, le pareció que una mano de hierro se le posaba encima del estómago, causándole una angustia indefinible.

Más de una hora anduvo revolviéndose, hasta que disipado el desasosiego cayó en una gran postración, acompañada de somnolencia. Veía todos los objetos como al través de la niebla y se le figuraba que una innumerable multitud de manchas de color de fuego bailaba en el espacio.

La cámara no tenía más luz que la que entraba por una ventana, y al través de los vidrios de ésta el Príncipe descubría las copas de los árboles plateadas por la luna y movidas por el viento. Fijos los ojos en el balanceo de las ramas, la imaginación del Príncipe acabó de trastornarse y comenzaron a surgir en su cerebro, ora plácidas, ora terribles, pero siempre grandiosas, las visiones de la alucinación febril.

Primeramente vio una extensa llanura tendida a los pies de una sierra gigantesca; castillos, ciudades, villas, aldeas y caseríos que en los llanos o montes se posaban, estaban rodeados de tierras fértiles, bien labradas y cultivadas; en los bosques y praderas brincaban los rústicos al son de la chirola y del tamboril; en otras partes, numerosos cortejos de caballeros y damas cubiertos de seda y terciopelo cabalgaban por los campos, con el halcón sobre el puño; de las iglesias y ermitas salían devotas procesiones precedidas de relucientes cruces; el aire estaba cuajado de diversos y pacíficos ruidos; cantos de ave, ujujus de pastores, panderetas de villanas, martinetes[3] de ferrerías, tic-tac de telares, estrépitos de molinos, armonías de órganos, bañado -154- todo ello en una luz pura, diáfana, ligeramente azulada, que dulcificaba los tonos de los distintos colores y los fundía.

De pronto, por detrás de las más empinadas crestas de las montañas, apareció una nube, aquella nube tenía la color del plomo y avanzaba rápidamente; detrás de la primera nube llegó otra, mayor todavía, lívida y de bordes cárdenos; después otra de tinte vinoso jaspeada de manchas rojizas, después otras y otras mil.

Los vapores, impulsados por las altas corrientes aéreas de la atmósfera, rodaban a los valles, semejantes a las avalanchas del caos; todo se borraba en el pálido desvanecimiento de los limbos; los palacios y las cabañas, las rocas y los árboles se disolvían en las sombras, como un terrón de sal caído en el agua; a la niebla seguía la nube y a la nube la oscuridad. El abismo vomitaba todas sus negruras sobre la tierra.

 La montaña, coloso de piedra, luchaba con la bruma, ese otro gigante; y la montaña era vencida; en vano oponía su muralla de piedra a la lúgubre inundación vaporosa; el proteo[4] se agarraba a las ramas de los árboles, se colgaba de los picachos de las cumbres, se pegaba a los peñascos, se extendía entre los barrancos, y ya desplomándose como un águila, ya rastreando como una serpiente, la diluía en un informe desvanecimiento sepulcral. En menos tiempo que el que se necesita para contarlo, sierra, pueblos, ciudades, villas, caseríos, castillos, tierras labradas, caballeros, clérigos y villanos, quedaron envueltos en los pliegues de las nubes, que concluyeron por amalgamarse y fundirse en una sola, negra y sin límites.

Entonces brilló un relámpago en el cielo; parecía que el gigante tenebroso había desenvainado su espada para herir al mundo. Sonó un trueno seco, y a su áspero rugido contestó la horrísona gritería de la tempestad. Al propio tiempo la nube se abrió como un vientre herido, dejando escapar de su seno un haz de rayos; retumbó el firmamento como si sobre él rodaran los carros de guerra de los ejércitos angélicos; los bosques crujieron, saltaron bramado los torrentes, como caballos que se encabritan espantados, y el huracán entonó su inmenso y monótono lamento en el ronco y destemplado clarín del abismo.

Al poco rato, en el fondo negro de aquellas espantosas tinieblas comenzaron a dibujarse nuevas figuras; el príncipe vio pasar ante sus ojos ejércitos numerosos de navarros, castellanos, aragoneses y catalanes, a cuyo frente iban figuras de él muy conocidas, el rey D. Juan, el Marichal de Navarra, Mosén Pierres de Peralte, el conde de Lerín -155-y su propia imagen; y vio nuevamente sierras, y castillos y aldeas y ciudades y ermitas y campos, pero no sirviendo de cuadro a tranquilos y jubilosos labradores, ni a complacidos caballeros, ni a sonrientes damas, ni a fervorosas procesiones, sino entregados al saqueo, a la matanza, a todas las abominaciones de la bárbara guerra; y escuchó lamentos, suspiros, rechinar de dientes y blasfemias, como si la tierra se hubiese convertido en tornavoz de los infiernos; y entre otras amargas y aterradoras escenas, contempló el cadáver de un obispo asesinado en medio de los campos, con las entrañas abiertas y la faz crispaba por el dolor, mientras a lo lejos y en polvorienta fuga se alejaban varios caballeros que en sus escudos lucían las cadenas de Navarra; y se vio a sí propio cargado de hierros, y a su dulce y hermosa hermana Blanca, agonizando en una lóbrega cámara y guardada por centinelas de vista; y tras de los primeros ejércitos mandados, según se ha dicho, por personas a quienes conocía, vinieron otros de distintos trajes y jefes, y más quemas, asesinatos y talas, y finalmente surgió en su imaginación atormentada la imagen de Pamplona, sin gente en las calles, cerradas las puertas y ventanas de sus casas, como de quienes pretenden sustraerse a la vista de una vergüenza o a los miasmas de una peste, y vio que los jurados y alcaldes de la ciudad entregaban humildemente las llaves de la misma a un guerrero de noble y severa fisonomía, a cuyo lado las gentes de su numeroso acompañamiento tremolaban el pendón morado y a quien aclamaban millares de tercios de Castilla extendidos en formación de batalla por la llanura, con las relucientes armas dadas al viento y las mechas de los cañones encendidas.

El Príncipe lanzó un alarido y se incorporó, sacudiendo el entorpecimiento que le embargaba.

La luna asomando por la ventana iluminaba todos los objetos con su nívea claridad, pero aquella dulce luz no le comunicó ningún consuelo, antes bien, parece que con su contraste sirvió de aumento al horror de la visión disipada.

 —Gracias, Dios mío, murmuró el príncipe; me has avisado y atenderé a lo que no puede menos de ser consejo de tu infinita bondad.

Y salió del dormitorio y penetró en la cámara de la reina, al par que la voz fresca de María pronunciaba estas palabras:

—Acaban de dar las tres menos cuarto; ahora iba a despertarte. (Se continuará)

(Conclusión).

III.

Tan trémulo, pálido y afligido estaba el príncipe, que María, alarmada de verle en aquel estado, le preguntó:

— ¿Qué tienes? qué te sucede? por qué tiemblas?

—He visto en sueño el porvenir de Navarra. La discordia que yo provoco trae, a la postre, la conquista del reino por los castellanos.

—Estás loco, Cárlos. Tus temores toman cuerpo y luego los crees verdad. ¿Puede darse mayor miseria?

—Es un aviso del cielo; es la voz de Dios.

—Es la voz de la cobardía.

—Te olvidas a quién hablas.

—Te olvidas de quién eres.

—No pondré la luz.

—La pondrás.

—Te digo que no, María: así lo exige el patriotismo.

—El deber exige lo contrario; tú no te perteneces, Carlos, a ti mismo: perteneces a Navarra.

—Pues por lo mismo yo no puedo causar voluntariamente la ruina del pueblo que Dios me ha confiado

 —Es que tu inacción, tu prudencia, tu pusilanimidad, —llámale como quieras—significa la abdicación de Navarra, y Navarra no sabe ceder. Tú eres un hombre, una bandera, pero el agraviado es el reino. Si el rey Juan cogiera un látigo y te cruzase la cara, tú podrías, como hijo, besar la mano que te pegaba, pero Navarra la cortaría, porque abofeteaba a su rey. Al retener una autoridad real que no le pertenece, D. Juan II obra torpemente, como tirano, pisotea los fueros, escarnece las leyes y eso no ha de consentirlo quien está hecho a romper cadenas y no á sufrirlas.

—María, no seas mi ángel malo; no tuerzas con plausibles pretextos mi vacilante voluntad. Además somos pequeños para luchar contra tan inmenso poder.

—Menos eran los de Roncesvalles; el duro martillo que pulveriza al cristal, forja el acero.

—A pesar de todo, yo renuncio; darán las tres y esa ventana permanecerá oscura, oscura..... como mi alma.

María de Armendáriz soltó una carcajada burlona, e irguiéndose altanera, dijo con vehemencia:

—Renuncia en ese caso a mi amor. Carlos, me das compasión: miento, me inspiras desprecio. Deja la espada de los caballeros y coge la rueca de las mujeres. No llevarás la corona real de Navarra porque no la mereces. Enciérrate en tu cuarto y rodeándote de astrólogos, observa el curso de las mentirosas estrellas; pasa tus noches en claro y quemándote las cejas sobre los libros de los sabios griegos; pulsa la lira y ya que no vueles como el águila, canta como el ruiseñor. Pon tu firma al pie de esa vergonzosa página que se llama abdicar. Vete a la corte del rey D. Juan y mendiga en ella una sonrisa de la castellana; sirve, según lo pretendió ésta en otros tiempos, de maestre postal a su padre el almirante D. Fadrique. Ya verás cómo te lo entrega para que lo acunes y mezas a su hijo Fernando, para quien tal vez sueña la corona de este reino. Y cuando la historia te vea repleto de ciencia y pacífico de carácter, cuando te contemple servidor de la loba y guardador de su lobezno, ella te llamará Carlos el Sabio, al menos que no te apellide Carlos el Simple.

La sangre se agolpó a la cabeza del Príncipe; brotó un rayo de sus ojos, llevó la mano a la espada y se abalanzó sobre María, pero se detuvo repentinamente, exclamando:

—Eres mujer; puedes insultarme sin peligro.

María entonces clavó sus radiantes ojos en el Príncipe y al verle conteniendo con magnánimo esfuerzo su cólera medio desbordado, cayó de rodillas diciendo: -179-

—Perdóname, Cárlos de mi alma; el amor que te tengo me hace delirar. Nadie en este mundo se hará eco de mis infames palabras; todos saben que eres honra de tu patria y espejo de príncipes. Yo deseo apartar de tu frente esa corona de espinas que villanas manos desean clavarte. Vengan sobre ti todos los prestigios, excepto el del martirio. Tus enemigos no quieren que reines, porque te tienen envidia.

Y María de Armendáriz rompió a llorar. D. Carlos conmovido también, se acercó a la hermosísima joven y tendiéndole sus reales manos, la levantó del suelo. En aquel instante el reloj del castillo dio tres campanadas, lentas y sonoras.

—Lo irrevocable suena, murmuró el príncipe estremeciéndose. María al oír la hora, dio un salto de leona y cogiendo una de las luces de la estancia, la colocó en la ventana del norte.

—Mátame, exclamó, pero sé rey.

—¡Desdichada, qué has hecho? dijo el Príncipe con voz henchida de tristeza infinita: ¡que Dios y Navarra te perdonen!

Y sintiéndose desfallecer, se apoyó en la pared para no ir a tierra. Reinaron algunos instantes de silencio tan profundo que permitió escuchar los latidos de los corazones de María y del Príncipe, pálidos ambos como muertos. Pero aquel silencio duró muy poco; las campanas de la torre de San Pedro fueron echadas a vuelo; su estruendo resonó en el espacio como un llamamiento desesperado y supremo. Aquellas notas metálicas apresuradas y resonantes, parecían caer como gotas de plomo fundido sobre la frente de D. Cárlos; en cambio, María las escuchaba con delirante júbilo.

A la vez que las campanas en la torre, se oían voces en los alrededores del palacio y pisadas de caballos; eran los mensajeros que partían. Cuando el pálido crepúsculo matutino envió un reflejo de su grisienta luz a la llanura, desembocaron de la parte de Tafalla compactas masas de guerreros de a pie y de a caballo; en medio de las lanzas, de igual manera que las amapolas en medio de los trigos, ondeaba el rojo pendón de Navarra con las cadenas de oro y la corona real. Al llegar a la vista del castillo, los atambores y los clarines de las mesnadas tocaron y las fuerzas se extendieron en batalla en la explanada del palacio. -180-

 Por la parte de Olite se alzó entonces un gran estrépito de voces, y de una de sus calles desembocaron varios caballeros montados en corceles de sangre, rodeados de inmensa muchedumbre popular.

Uno de los caballeros, ricamente vestido y que revelaba en su apostura y porte ser un gran señor, llevaba en la mano derecha el pendón rojo, pero con las armas del Príncipe. Era D. Juan de Beaumont, gran prior de San Juan de Jerusalén, de la casa real de Navarra, tío y consejero del de Viana; los caballeros que con él iban, principales también, pero con más aspecto de rudos guerreros que de finos cortesanos, eran Mosén León de Garro, señor de Zolina; Carlos de Ayanz, señor de Mendinueta; Gracián de Luxa, señor de Saint-Pé; Juan Martínez de Uriz, señor de Artieda, y Mosén Charles de Echauz, vizconde de Baiguer.

Los caballeros tenían que andar al paso para que la gente que por todas partes los circundaba no fuese atropellada.

 En aquella brillante aglomeración, se veían viejos apoyados en nudosos makilas[5], con los escasos cabellos blancos al aire y la cara transfigurada por el entusiasmo; robustos gañanes calzados de abarcas, levantando en alto los fornidos brazos, como quien aclama y toma por testigo al cielo de sus sentimientos; mujeres, a medio vestir, aplaudiendo frenéticas y gritando desaforadas; niños y muchachos brincando y riendo; viejas desdentadas y barbudas, con las grisientas y ásperas melenas sueltas por la espalda, con los ojos convertidos en ascuas y agitando las huesosas manos.

Aquella delirante multitud avanzaba a fuerza de empujones; de vez en cuando, alguna oleada de gente chocaba contra los caballos y estos comenzaban a cocear; tres o cuatro personas caían a tierra y se levantaban luego como podían, medio magulladas, pero el apresuramiento y la confusión no cesaban. Así como el inmenso mar en su flujo y reflujo tiene una mugida grandilocuente y sublime, aquel pueblo tenía también su grito: « ¡Viva el rey! ¡Vivan los Fueros!»

—¿Los oyes? exclamó María volviéndose hacia el príncipe. Te aclaman, pero victorean a sus libertades. Tu derecho puedes renunciarlo, pero no el de tu pueblo.

—Bien lo sabe Dios, contestó el Príncipe poniendo la mano derecha sobre su magnánimo corazón, si vacilo y dudo no es por mí, es por el reino.

 Resonaron en la antecámara pasos de gente apresurada, y la puerta -181- principal del aposento se abrió, dando entrada a D. Juan y D. Carlos de Beaumont y a otros muchos caballeros de la principal nobleza. María apenas tuvo tiempo para ocultarse detrás de los tapices.

—¡Viva el rey Carlos IV! gritaron arrodillados y rindiendo las armas.

—Por Dios, señores, dijo el Príncipe, no lancéis ese grito que pudiera ser de rebeldes.

—Señor, replicó D. Juan de Beaumont con voz entera, el pueblo que defiende sus libertades no es rebelde, es justiciero.

—Yo, señores, únicamente puedo ser rey mediante las leyes del reino; y os prohíbo, en cumplimiento de ellas, que me deis ese nombre, mientras no haya jurado los Fueros y sido coronado en Santa María de Pamplona.

 —Señor, replicó D. Juan de Beaumont, es tanta la confianza que al reino comunica el alto nombre de V. A. que hasta las piedras le aclamarían, si voz tuviesen, sin esperar a verlo ligado por la santidad del juramento. Oíd, señor.

Sobre la cabeza de los congregados resonó el sonido lleno y pausado de una gran campaña; con su resonancia los vidrios de las ventanas temblaron.

—¡La campana de los Reyes! exclamó el Príncipe encolerizado; ¿quién se ha atrevido?.....

—El pueblo, señor; esa campana anuncia a Navarra toda, que un nuevo rey habita en los muros de Olite; esa campana proclama el derecho indisputable de V. A.; esa campana lleva a todos los corazones la esperanza; esa campana profetiza días de ventura.....

—Callad, D. Juan; no pretendáis temerario descorrer el velo de lo futuro.

 —Vamos todos ahora a la capilla a pedirle a Dios misericordia, porque en verdad os digo, nobles, caballeros e infanzones, que estoy acongojado sobre toda ponderación. Esa campana anuncia la guerra civil; anuncia ¿quién sabe? la muerte de Navarra.

El sol, que aparecía en el horizonte, inundaba el nudoso cielo de rojos resplandores. A su luz el firmamento, la llanura y los montes se pusieron de color de sangre. La naturaleza más sabia que los hombres, vislumbraba acaso los horrores y las desdichas del porvenir.

 

Arturo Campión,  Pamplona, (30 de junio de 1882)

EUSKAL-ERRIA.REVISTA BASCONGADA. Tomo VII.- 10 Agosto 1882. Tomo VII.—Núm. 4. Núm.5,  pp.113-119;  153-155; 30 agosto, Núm. 6, 177-178.

 

[1] LEYENDA PREMIADA EN EL CERTAMEN LITERARIO DE PAMPLONA Y DEDICADA A LA PATRIÓTICA SOCIEDAD BILBAINA LA «EUSKAL-ERRIA.»

[2] Sic. Por pródromo: Malestar que precede a una enfermedad. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Mazogeneralmente de gran pesopara batir algunos metalesabatanar los paños

[4] Proteo: el cambio.

[5] Makila, término en vaso que significa palo.