DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

 Museo de las Familias, 1871, vol. 26, pp.  141-144

Acontecimientos
Viaje al paraíso
Personajes
Trovador y dama del castillo. Hadas, gigantes.
Enlaces

LOCALIZACIÓN

VEGA DE POJA

Valoración Media: / 5

Tradiciones asturianas.

La gruta de Carses.

 

I.

 

Ninguno que haya tenido la suerte de encontrarse en el pintoresco valle de Vega de Poja, uno de los parajes más deliciosos de  Asturias, y que nada puede envidiar a los tan renombrados de la Suiza, dejaría de admirar el aspecto de una altísima roca blanca y puntiaguda, sirviendo como de atalaya a una cadena de montañas verdinegras, cuyos gigantescos eslabones parecen próximos a romperse.

El que haya visto la roca se habrá acercado seguramente por poca curiosidad que tuviere, a examinar una gruta que en su cimiento existe, formando su entrada un arco apuntado de regular magnitud, cuya construcción se debe a la mano de la naturaleza.

Penden de su bóveda, lisa como de sillería, relucientes estalactitas, colocadas con cierta simetría, por las cuales incesantemente se deslizan gotas de agua numerosísimas, de un brillo diamantino y que, al caer en el suelo, producen un sonido metálico.

Los muchachos de aquellos contornos se acercan siempre con temor a esta gruta, y muy pocos son los que se atreven a penetrar en sus sombrías cavidades, a la caída de la tarde. Y eso que tanto ellos como sus padres abrigan la creencia de que allí existe, hace muchos siglos oculto, un tesoro de incalculable valor, no faltando quienes intentaron abandonar el arado, por buscar en tal laberinto un término felicísimo a sus fatigas y afanes.

Y ni uno solo de los que lograron escudriñarle en un buen trecho, deja de afirmar, con envidiable aplomo, que nada tiene de sueño ni de cuento de viejas cuanto se sabe de maravilloso acerca de la gruta, teniendo por seguro que a no ser por la enorme cachiporra de un gigante formidable, con ojos de basilisco y cuya cabeza sostiene la bóveda, como guardián del inagotable tesoro, ya hubieran dado cuenta de este.

Dicen que la porra es de hierro, enrojecido incesantemente en un volcán que le sirve de crisol para fundir el oro y la plata que va sacando de continuo.

Luego, si no se han desmayado el aspecto del gigante; si han tenido bastante ánimo para penetrar aún más adentro en el laberinto, contarán, con no menos asombro, que una dama de cara de rosa y talle de azucena, es el objeto cuyo valor considera más el guardián formidable, mirándola con el ojo derecho mientras que el izquierdo no se aparta del otro tesoro.

La dama es rubia como la espiga del mejor trigo candeal, y sus cabellos caen en vaporoso desorden sobre unos hombros, envidia de la nieve; ciñe sus sienes una guirnalda de violetas, lirios y claveles, y sus ojos azules, grandes, rasgados, de una mirada tan dulce como la esperanza , parecen dos luceros alumbrando el cielo

de los amores.

Viste trajes maravillosos, cuajados de perlas, diamantes, rubíes y otras innumerables piedras preciosas, inundando la gruta con sus resplandores, como si los mismos rayos del sol penetrases a través de sus paredes de granito.

Su ocupación consiste en tejer finísimas madejas de oro y pedrería, en tanto que un mancebo de gallarda figura tañe un instrumento de cuerdas que acompaña con una voz no menos varonil que melodiosa. Pero es muy peligroso escuchar sus cantos, pues el incauto -que lo in -442-  tentare, pronto, muy pronto, embargado por un sueño letal, parecido al que produce el opio, seria despedazado por el gigante.

Tales datos y otros suministra al pasajero del valle de Vega de Poja la inagotable fecundidad de sus campesinos, cuyas imaginaciones se alucinan fácilmente al prodigioso aspecto que ofrece la gruta. Pero lo más interesante de su narración estriba en la manera de explicar la causa de la cautividad en que allí se encuentran la hermosísima dama y el apuesto mancebo. He aquí su historia.

 

 

II.

 

En un castillo, cuyos restos se ven no lejos de la gruta, en un arruinado torreón, ha luengos años que vivía un noble caballero, en compañía de Blanca, su hija única, doncella de peregrina hermosura, y tan virtuosa, tan caritativa, que su recuerdo vive indeleble bajo los techos de las cabañas, y sus moradores no dejan nunca de encomendarla a Dios en sus oraciones.

Una noche llegó un bardo a las ferradas puertas del castillo, pidiendo hospitalidad, y acompañando su ruego con unas endechas tan tiernas, vibrando su laúd unos sonidos tan armoniosos, que el corazón de la joven castellana se estremeció de placer y entrevió un edén de inefable ventura.

La densa oscuridad de la noche la impidió distinguir al bardo y ver si su figura la inspiraba el conmovedor interés que su canto.

Pronto iba a saberlo. Su padre conmovido también por las súplicas del desconocido, dio orden a sus criados de que se alzara el pesado rastrillo, y que se le aderezase una cena abundante, la cual debía servirse a su presencia.

El bardo llegó agradecido ante el generoso  señor.

Blanca le vio, y le amó. No se había equivocado  en los halagüeños presentimientos de su corazón. El bardo peregrino era un mancebo

muy hermoso, de negros ojos, undosa cabellera, cutis pálido, y dulcísima al par que ardiente mirada.

Su talle era vigoroso y arrogante y su porte muy distinguido. Había en él la melancolía de un poeta y el vigor de un guerrero.

Pero no era más que un pobre bardo, uno de esos jóvenes, en su mayor parte sin familia y sin hogar, que vagaban de castillo en castillo, de pueblo en pueblo, en demanda de albergue para una noche, o de un pedazo de pan en pago de sus endechas al amor, a la religión y a la gloria.

Su laúd era todo su patrimonio; su techo el cielo.

El bardo vio a Blanca, y tembló de amor, porque Blanca era la realización del sueño de felicidad de un poeta. La belleza de la castellana era la imagen más pura y deslumbrante de la ilusión.

El amor creció en sus corazones como la llama de un incendio a impulsos del viento.

Pasaron algunos días y la llama se hizo inextinguible y devoradora, por más que un obstáculo terrible se la oponía. Este obstáculo era el viejo castellano.

Si el padre de Blanca hubiera sospechado siquiera las aspiraciones de los amantes, si hubiese sabido que aquel advenedizo bardo, aquel pobre vagabundo merecía el cariño de su hija, y que ésta daría todos sus tesoros, toda la nobleza y gloria de sus mayores, por hacer la felicidad de aquel hombre, el inexorable señor le hubiera hecho arrojar de lo alto de una almena, juzgando aun este castigo insuficiente para castigar su audacia: el padre severo habría encerrado a su hija entre las estrechas paredes del más sombrío torreón.

Pero no hay en el mundo un poder tan grande, tan incontrastable como el poder del amor.

Así se mostró una noche en que el bardo, después de haber visto adormecido al padre de Blanca, al influjo de ciertas lánguidas armonías de su mágico laúd, obtuvo de su adorada una cita bajo el espeso follaje del jardín.

La luna quiso ser testigo de la pureza de su ternura y salió límpida y serena rodeada de blancas nubéculas, cual brilla el alma enamorada en medio de las ilusiones.

—¡Blanca! ¡Blanca! exclamó el mancebo, en la exaltación de su sentimiento, de hinojos a sus plantas, y bañando sus manos de lágrimas, que el fuego de sus besos no lograba secar: azucena del pensil de los amores, alma esperanza del cielo, ten piedad de este corazón que no alienta sino a la luz de tus ojos; que no respira, que no puede vivir sino en el ambiente de ventura que te circunda, como a los serafines de la Gloria; ven, amor de mi amor: abandonémos este recinto terrible, este castillo sombrío que parece prevenido a sepultar nuestra dicha. Huyamos lejos, muy lejos de estos tristísimos lugares, a vivir como las tórtolas enamoradas, bajo las verdes bóvedas de los bosques, en el seno florido de los valles, en las alegres riberas de los ríos. Visitaremos las ermitas solitarias y daremos a Dios las puras ofren-445- das de nuestra eterna gratitud, por la dulce libertad, por la celeste felicidad que quiere anticiparnos sobre la tierra.

— ¡Piedad te pido yo también, amado mío! Acuérdate de mi padre, balbuceó Blanca, confundiendo sus lágrimas con las del mancebo.

— ¡Ah! ¡tu padre seria el cierzo implacable que arrancaría uno por uno los pélalos de la flor de nuestros amores! ¡Ay! Ven, huye, amada de mi alma, porque es imposible que tu padre consienta nunca en la unión de tu suerte brillante con la mía miserable.

—¡Mi padre, Dios mío! ¿no podría nunca ablandar su corazón y hacerle ver toda la felicidad de su hija en esos dulces lazos de que me hablas....?

Y luego ¡oh! ¡no, no!

—Ya sé lo que vas a decir, alma esperanza mía. Tu padre intenta desposarte con un rico caballero: tu padre quiere arrojarte en los brazos de otro hombre, de un hombre a quien aborreces.

—Sí; ¡es tan orgulloso mi padre! ¡Jamás! ¡Jamás! Tiemblo a la sola idea de su venganza, porque mi padre, amado mío, se vengará de lo que él cree un ultraje a su blasón, de una manera terrible.

—Huyamos, pues, Blanca, Blanca, huyamos.

— ¡Oh! no me lo digas otra vez.... ¡compasión! ¡Compasión por mi padre, que nos maldeciría y moriría de dolor y de desesperación! ¡Virgen Santísima; tú, protectora de la inocencia y amparo del oprimido, no me abandones; dame valor y virtud suficiente para resistir, para no huir por una felicidad ton dulce y tan pura, para no cubrir de eterno luto las canas venerables de mi padre!

— ¡Oh! Blanca mía, tú lo has dicho: la  Virgen es protectora de la inocencia y de la pureza. Nuestro amor es puro como la esperanza de! cielo, y, la buena Virgen, la Purísima Madre de Dios nos protegerá sin duda, sin duda nos protegerá!

— ¡Calla! amado mío.

—Ven, amor de mis amores.

—Que la Virgen nos proteja.

 

 

III.

 

Instantes después la poterna del castillo se abrió sigilosamente, dejando paso a una dama y un caballero.

Eran los amantes.

Un gallardo corcel los esperaba, atado al efecto por el bardo al tronco de una encina.

Con lágrimas de amor y de amargura se despidió la joven del paterno hogar. En su adiós que tal vez habría de ser el postrero, al par que la idea y el sentimiento de su cariño, combatido por la fatalidad del destino, iba envuelta una tiernísima protesta contra su propia desobediencia.

Pronto acalló los ecos de su despedida el precipitado galope del caballo. El bardo le espoleaba loco de esperanza, enajenado de pasión, sin tener en cuenta que tan precipitado ruido, y a aquella hora extraña debía resonar en la estancia del terrible castellano.

Y en efecto resonó. El cuidadoso padre agitábase en su lecho con profundo desvelo, con el insomnio de quien sospecha la existencia de un grave peligro para su honra y felicidad. Aguijoneóle la sospecha cuando sintió los ecos del gaIope que le anunciaban una huida, y asomándose a la ventana más próxima, pudo ver allá a lo lejos, a la luz de la luna, la silueta de los fugitivos, envuelta en los anchos pliegues de la vestidura de su hija, los cuales flotaban como una blanca nube a merced del viento.

El ultrajado padre lanzó un grito horrible, sobrehumano, grito arrancado a la desesperación por la venganza; acento que hizo estremecer a los más valerosos guardianes del castillo.

Otro grito resonó.

— ¡Un caballo ¡¡pronto! ¡un caballo! Repetía trémulo de furor.

Y caballo y jinete partieron como el rayo, en seguimiento de los fugitivos.

No tardaron en alcanzarlos.

La espada del castellano, flameante y terrible como la del ángel exterminador, fulminábase ya sobre los desdichados amantes; iba a herirlos, cuando una férvida invocación de Blanca a la Virgen del Amparo, hizo que se abriese el cimiento de una roca a que en tal momento llegaban, volviendo a cerrarse instantáneamente después

que los fugitivos se hubieron precipitado por el abismo salvador.

Entonces el castellano lanzó, arrancándose la barba y los cabellos, esta horrible maldición:

—¡Permita el cielo que, puesto que habéis burlado el furor sagrado de un padre, a quien abandonáis criminalmente, no salgáis jamás de ese abismo en donde habéis penetrado, hasta la consumación de los siglos!

Y el cielo debió escuchar la maldición paterna, pues impuso a los amantes el cautiverio que-444- sufren en el fondo de la gruta de Carses, y que seguirán, sin duda, padeciendo, hasta el término fijado.

Pero la Virgen intercedió por ellos, y a su intercesión deben, así como a los ruegos de innumerables desgraciados de quienes Blanca enjugara las lágrimas, el que las entrañas de aquel abismo se hayan trocado en un pequeño edén, que Dios se ha dignado iluminar con un rayo de su gloria.

He aquí los tesoros que con tanto afán y esperanza van a buscar a la renombrada gruta de Carses los sencillos habitadores de los pueblos comarcanos, que aún conservan preciosos restos d« la ferviente piedad y fe sin ejemplo de los rudos compañeros de don Pelayo.

 

FUENTE:

García del Real, Luciano, “La gruta de Carses”,  Museo de las Familias, 1871, vol. 26, pp.  141-144