DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Leyendas históricas y morales,  [s.n.], 1866, pp. 236-279.

Acontecimientos
Martirio
Personajes
Enlaces

LOCALIZACIÓN

MÉRIDA

Valoración Media: / 5

Víctor y Eulalia

 

 

— ¿Y dices que Víctor?...

—Sí, Feliciano. Esa religión que llaman del Crucificado ha conseguido encontrar en él uno de sus más fervorosos hijos.

—¡Lo extraño, Longino! ¡Quién había de imaginar tal cosa!

—¿Sabes, amigo, que en vista de lo que está pasando entre nosotros y que todos los días tocamos, voy entrando en sospechas de si no será esa secta tan mala como dicen?

—Lo mismo opino yo: aquellos de entre nuestros compañeros y -236-jefes, que más sobresalen en valor, generosidad e hidalguía, yo no sé cómo sucede, pero es lo cierto que de la noche a la mañana, oigo decir que son cristianos—

—Y mártires en seguida. Porque ya sabes que el martirio es el premio que reserva el divino emperador a los que siguen los dogmas del cristianismo.

—¿Te acuerdas de Servando y German? pues soldados también fueron de nuestra misma legión.

—¡Y por Júpiter que lo siento! ¡No parece sino que el paganismo no ha quedado ya más que para abrigar corazones insensibles y almas corrompidas!

—¡Es verdad! Calfurniano, teniente de Daciano y sus prefectos Eutiques y Asterio, no tienen de hombres sino la figura exterior.

—¡Pero lo que más me lastima es la furia de que hacen gala en las inocentes vírgenes!... ¡Parece mentira que esos hombres hayan nacido de una mujer!

—Pues como te iba diciendo, Víctor....

—Eso es, continúa....

—Se presentó ayer a los prefectos, que por cierto son amigos suyos, y con un valor que rayaba en heroísmo les confesó que era cristiano.

—Por supuesto que desplegarían en él todo su furor....

—Calla, hombre, que eso no es para dicho; bástate saber que a esta hora anda por esas calles arrastrado por un caballo y seguido del pueblo, que sediento de sangre de cristianos, se ceba en el infeliz con una saña propia de tigres y de hienas...

—¡Pobre Víctor!... ¡Tan noble!.... ¡tan aguerrido!.... ¡tan liberal! porque eso sí, Víctor era, a pesar de su riqueza, todo un caballero. Nunca se le acercó uno a implorar su compasión, que no recibiera su auxilio y con él un consuelo.

—¡Almagrando abriga nuestro capitán!... ¡Y es lástima!...

—¿Qué dices?...

—¿Sabes que me ocurre una idea? -237-

—¡Una idea! explícate!

—¿No es un dolor que Víctor perezca en medio de los tormentos más horribles?

—Si lo es. Pero.... ¿y qué?

—¿No es un oprobio para los soldados que siempre hemos militado bajo sus órdenes, que sea víctima de las iras de Calfurniano, sin que nos atrevamos a idear el medio de arrancarle de sus garras?

—¡Qué!... ¡Te atreverías acaso?

—Y tanto que me atrevería. ¡Por Víctor derramaría gustoso hasta la última gota de la sangre que por mis venas corre!

—Y nada conseguiríamos ¿Ignoras que nuestros compañeros de guardia serían los primeros en contrarrestar nuestro proyecto?

—¡Oh!... todos son a cual más perdidos si se exceptúa a nuestro amigo Alejandro.

—¡Es verdad!... ese joven es el único con quien podemos contar.... Creo que opina como nosotros, su brazo estaría a nuestra disposición.... Pero tres hombres para salvar a Víctor y arrancarle de la prisión, es bien poca gente ¡por cierto!

—¡Pero silencio!....¿ no escuchas el murmullo del pueblo?...

—Sí; ya se acerca al palacio

—Hablaremos después acerca de nuestro plan....

—Eso es: por lo pronto nos quedaremos aquí para presenciar el interrogatorio.

 

II.

 

Los que así hablaban en el palacio del teniente de Daciano en Mérida, eran, como ya han visto nuestros lectores por el anterior diálogo, dos soldados gentiles, que no -238-obstante las máximas y errores del paganismo, conservaban en sus pechos sentimientos naturales muy bellos, y que por lo mismo no comprendían cómo una religión que se fundaba sobre misterios oscuros y sangrientos al decir de los filósofos gentiles y de los tiranos, podía atraerse a sus filas un campeón como Víctor, el soldado más aguerrido del ejército.

 

El nuevo mártir que con su preciosa sangre sellaba aquel día las plazas y calles de la ciudad, era un joven esforzado y noble, de distinguida prosapia, y más que nada, de alma de ángel.

 

Apenas se desató la persecución contra los fieles de Cristo, al firmar Diocleciano su decreto de exterminio, que mereció dar nombre a la última de las persecuciones, con el de La Era De Los MÁrtires, Víctor, al ver la triste situación de sus hermanos, se sintió inflamado de ardentísimo celo y viva caridad, y despreciando todo temor, iba todos los días a visitarlos en las cárceles, y con su fina y elocuente persuasiva, con sus hermosos consuelos, derramaba el aliento en los ánimos de todos; y por la noche, corría toda la ciudad, entraba en las casas de los que bien pronto serian arrastrados al martirio, y los fortificaba en la fe, preparándolos para la lucha que les aguardaba.

 

Pero no era esto solo: su caridad derramaba a manos llenas, limosnas en los que faltos de medios, por haberles arrancado el martirio un padre, un hijo o un hermano, se encontraban en la miseria.

 

Por último, cuando los confesores de Cristo caminaban al lugar del martirio, Víctor los acompañaba y los alentaba hasta que rendían el último suspiro, despreciando los peligros todos a que se exponía con la observancia de tal conducta, que por otra parte no pudo menos de llamar la atención de los mismos gentiles.

 

Y en efecto, hubo quien se presentó a Eutiques y Asterio, para indicarles lo que había observado en Víctor, y aunque estos no creyeron al principio que el joven oficial -239-estuviera afiliado en las huestes del cristianismo, sin embargo quisieron averiguar si tenía algo de verdad tal delación, y le hicieron venir a su presencia.

 

Allí Víctor confesó su religión y su fe, menospreciando los halagos y promesas seductoras de los prefectos en tales términos y con tal fuerza de expresión y ánimo, que a pesar de la amistad que decían abrigarle, se ensañaron contra él, y pusieron en juego todos los tormentos con que una religión que se derrumbaba, procuraba arrancar a los cristianos la fe.

 

Para los gentiles no había amistad cuando se trataba de condenar a un cristiano.

Tales hombres no merecían el nombre de amigos, desde el instante en que se descubría que eran miembros de aquella religión de insensatos.

 

Un hombre clavado en una cruz por el pueblo hebreo como seductor y trastornador del estado, había sido su fundador; sus fieles no tenían que esperar otra cosa que el desprecio, los tormentos y la muerte.

 

Víctor se hallaba pues convicto y confeso del crimen de ser cristiano.

 

En su consecuencia fue mandado atar por los pies a la cola de un fogoso caballo, y de esta manera fue arrastrado por todas las calles y plazas de la ciudad.

 

Este horrible tormento se escogía para aquellos que habían sido personas conocidas de todos, a fin de que viendo el público castigo, se atemorizasen y no se atrevieran a incurrir en aquel delito, al presenciar el público escarmiento.

Tal martirio tenía lugar en los momentos en que hablaban los dos soldados Feliciano y Longino, a quienes había tocado aquel día la guardia del Pretorio.

 

Pronto empezó a penetrar el populacho en la sala del tribunal, ávido de fuertes y vivas emociones, no obstante que la escena que aquel día tenía lugar, se repetía con bastante frecuencia por la ferocidad de los crueles perseguidores -239-del nombre cristiano.

 

El horrible Calfurniano ocupó la presidencia como teniente de Daciano, gobernador entonces de la España Tarraconense, y a sus lados se pusieron los dos prefectos que habían oído la confesión del Mártir, Eutiques y Astario.

 

Oigamos la sesión solemne que tuvo lugar en el tribunal.

 

 

III.

—He aquí lo que has ganado con tu locura y pertinacia, Víctor; exclamó Calfurniano,

 

Corona inmarcesible que me prepara el Señor, y no solo a mí, sino a todos los que aman su venida en el día de su juicio: respondió Víctor con los ojos clavados en el suelo.

 

—Necio, ¿qué estás diciendo ahí de coronas y de señores? no hay más señores que los augustos Césares: humíllate ante ellos, ofrece incienso a los dioses del imperio, y quedarás libre de los tormentos que te preparamos, hasta vencer tu ánimo e inclinarlo a la adoración de los númenes celestiales.

 

—No: nunca.

 

—Mira que nos causa lástima que tú, el noble oficial Víctor, mueras cubierto de ignominia y afrenta, y que la cabeza que ha ceñido los laureles de la victoria en cien combates, caiga bajo la cuchilla del verdugo como pudiera caer la del más oscuro criminal.

 

—No habéis de tenerme lástima. ¡Harto feliz soy en padecer por Jesús! ¿Qué importan los tormentos a quien abriga en su pecho la dulce y consoladora esperanza de conseguir los bienes que nunca han de tener fin?

 

—¿Qué bienes conseguirás sino la muerte después del martirio? Créeme a mí y, no a los soñadores que te han imbuido -241- en los dogmas de esa religión nueva, y no arriesgues los bienes presentes y efectivos de esta vida, por los imaginarios y futuros de otra, cuya existencia está velada misteriosamente al hombre?

 

—No está velada al hombre, no: vuestra religión ha tenido que caer en el más grosero materialismo para cerrar los ojos a la luz y negar la existencia de premios eternos y castigos sin fin. El alma, es imagen de Dios, destello de su divina faz, inspiración de su mismo espíritu. Inmortal será como aquel divino Hacedor que la sacó un día de la nada, y eterna será también como ella.

 

—No hay tal eternidad, y he aquí otro error más de vuestra religión. Basta admitir la doctrina de la transmigración de las almas para explicar los premios y castigos de que nos hablas.

 

—El alma es noble, pura, elevada, y no saldrá jamás del cuerpo que informa, sino para caer en las manos del justo Juez que la ha de dar lo que las acciones de su vida merezcan.

 

—En suma, ¿pretendes seguir despreciando a las deidades del imperio?

 

—Sí: firme me encontrareis siempre lo mismo que ahora en confesar que no hay más que un Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Vuestros dioses son las imágenes de la degradación, de la soberbia y el vicio. La pasión ha levantado su trono, y vosotros necios os humilláis ante ella, sin comprender que el infierno se goza en vuestra ignorancia y se aprovecha de esta y de vuestro fanatismo para hacer presa de vuestras almas, y tenerlas aprisionadas hasta el momento en que comparezcáis ante el tribunal del verdadero Dios.

 

—Llevadle al potro: gritó el tirano a los verdugos: estos se arrojaron sobre el mártir, y apartándole a la estancia contigua, desde donde podía oírse lo que se decía en el tribunal, empezó de nuevo el tormento de Víctor.

 

El pueblo se acercó a la próxima habitación, pero
-242-en el mismo instante que ponían en el tormento al mártir, un espectáculo extraño hirió su vista.

 

Una tierna doncellita que apenas parecía contar trece años, apareció en la sala del tribunal y se colocó ante Calfurniano: en su faz se retrataba la inocencia más pura.

 

Situada en el centro de la estancia, de pie ante el dosel de Calfurniano, parecía no ser criatura humana. ¡Tal era la gracia indefinible que se dejaba traslucir en su rostro y en toda su persona!

 

—¿Quién es? se preguntaron todos, admirados de la belleza de aquella niña.

Sus pies estaban ensangrentados.

 

¿Quién la había herido tan cruelmente?

Los circunstantes todos fijaron su atención en la aparecida olvidándose del mártir.

 

El mismo Calfurniano luchaba con sus propios recuerdos por traer a la memoria el nombre de aquella joven, cuyo rostro no le era desconocido.

 

Todos aguardaban que desplegase sus labios para saber quien fuese, lo que allí la llevaba y por qué tenía sus pies tan horriblemente destrozados.

 

Todo esto que hemos trascrito fue obra de un momento, pues apenas levantó sus ojos al tirano exclamó con un eco purísimo:

 

—Calfurniano, soy Eulalia, y vengo a decirte que pertenezco a esa religión divina en que se presta adoración al Dios único y verdadero.

 

—¡¡Eulalia!! murmuró el teniente Daciano.

—¡¡Eulalia!! repitieron todos.

—¿Qué dices, niña? Sabes el sentido que envuelven las palabras que acabas de pronunciar?

—Sí: prepara tus tormentos: soy cristiana. -243-

 

IV

 

Antes de pasar adelante debemos decir cuatro palabras acerca de la nueva víctima que se ofrecía al tirano.

 

Era Eulalia hija de padres nobles y ricos.

 

Educada por el presbítero Donato, hallábase en una quinta próxima a Mérida, en compañía de su amiga Julia, del confesor Félix y otros cristianos que se habían refugiado en aquel apartado lugar, huyendo de la persecución de Calfurniano.

 

Pero he aquí que Eulalia, movida por el espíritu de Dios, dice un día a su compañera Julia:

 

—Amiga mía, Julia. Quiero darte el beso de despedida....

—¿Adónde vas, Eulalia?... preguntóle Julia.

—A Emerita....

—¡A Emerita!...

—Sí.... Dios me llama a la ciudad a dar testimonio de la fe que aliento en Jesús.

—¿Sabes que el cruel Calfurniano prepara la destrucción y muerte de cuantos llevan el nombre de cristiano?

—Lo sé.... y por eso mismo voy a presentarme en su tribunal.

—¿Y tu madre?...

—Lo ignora.... para todos es un misterio mi plan de evasión.... A ti sola, mi querida Julia, te lo comunico.

—Pero....

—Cuando a la noche tome el camino que conduce a la ciudad, no digas a nadie que me echas de menos.... oculta mi retirada.... y mañana al amanecer puedes manifestarla....

—¿Y crees, Eulalia, que la compañera de tu niñez, que -244-tu amiga Julia no siente los mismos impulsos que tú de derramar su sangre por su esposo Jesucristo?

—¿Tú también, Julia? ¡Oh, qué alegría!...

—Si.... hace días que batallo con la misma idea... ¿Qué son los tormentos de la tierra en comparación de la gloria que en los Cielos nos guarda el divino Cordero? ¿qué el martirio más duro al lado de la inmarcesible y rica corona coa que ciñe las sienes de los que enrojecen con su sangre la tierra, un día regada por la suya? Los tormentos y la saña de nuestros perseguidores pasarán como un sueño.... pero la gloria que nos prepara será eterna....

Julia y Eulalia se arrojaron en brazos launa de la otra.

Sus puras y hermosísimas almas se habían comprendido.

Eran dos ángeles que el Señor llamaba a su seno.

Dos purísimas peras que el Señor quería engastar en la corona de cándidas Vírgenes que circuye las sienes de la Madre de toda pureza.

La Reina de los Mártires las escogía para formar su regia corte en la bienaventuranza.

 

—Hoy mismo, cuando el sol haya traspuesto los altos montes, y empiece la noche a envolver estos sitios con su manto de sombras, abandonaremos la quinta.

—Sí: repuso Julia, embebecida al contemplar la ternura de aquella niña, tan dulce, tan cariñosa y tan llena del espíritu de fortaleza que hace héroes de los seres más débiles.

Así sucedió efectivamente.

Durante la noche caminaron las dos Vírgenes por senderos desconocidos para ellas.

En medio de la oscuridad que reinaba en aquellas montañas, una luz vivísima las alumbraba.

Era la luz de la fe.

En medio de la espesura de los montes, heridos y despedazados sus tiernos pies por las espinas y malezas, no pronunciaron un ay de dolor. -245-

Queriendo Julia adelantarse a Eulalia en el camino para derramar su sangre antes que su amiga, esta le dijo con espíritu profetice:

—En vano te cansas, Julia.

—¿Por qué?

—Porque yo he de morir por mi Jesús antes que tú.

Desde entonces no se volvieron a ver más en el camino.

Cada una tomó por distinto sendero.

Eulalia venció en aquel certamen glorioso. Su alma voló a los cielos antes que la de su amiga.

 

V

 

—¡Cristiana!¡es una cristiana!... murmuraron todos, aun sin querer dar crédito a lo que oían.

Les parecía imposible que una criatura tan hermosa y tierna perteneciese a una religión, que en la creencia vulgar de los gentiles, solo vivía de misterios criminales y sangrientos.

—Sí, cristiana: repitió con firme acento Eulalia.

—¿Sabes, niña, lo que acaban de proferir tus inexpertos labios? le pregunta el tirano.

—Lo sé.

—¿Ignoras el destino reservado a los que profesan tan absurdas ideas?

—No lo ignoro.... un cielo y una gloria sin fin son el término de su peregrinación sobre la tierra. Y en cuanto a ti, sabe, Calfurniano, que te está reservado eterno tormento, muerte que nunca muere, llantos y crujir de dientes sin fin.

—¿Qué osas decir? grítale enfurecido. ¿No crees en los dioses del imperio?

—No: tus dioses, tus ídolos son de barro y de madera... -246-la mano del hombre miserable los fabrica.... y vosotros los colocáis en vuestros impíos altares, y necios les ofrecéis incienso, y el demonio sube de su oscura mansión a animarlos, sin comprender que hay un Dios, que es puro espíritu, que sacó de la nada los cielos y la tierra, que sabe reducir a polvo vuestros falsos dioses y hace callar a vuestros falsos oráculos.... Dios, que un día os pedirá cuenta de la adoración que le negasteis, y que os arrojará para siempre en la noche de los infiernos, en compañía de esos mismos demonios ante los cuales dobláis vuestras rodillas.

Aquella niña pronunció estas palabras con tal fuerza de fe y convicción, que dejó por unos momentos aterrados a cuantos la oían.

Calfurniano no acertaba a comprender la valentía que se retrataba en su lenguaje.

Para los que no veían en los cristianos sino una secta de necios y fanáticos, era un misterio el heroísmo de que daban pruebas en medio de los tormentos más crueles.

Ya iba el presidente a dar salida al furor y rabia que se había despertado en su  alma a los acentos de Eulalia.

Empero veíala tan niña, tan tierna y dulce, que un sentimiento de natural compasión brotó en su alma.

Quiso ver si con los consejos alcanzaba a ganarla para el gentilismo y prosiguió:

—Niña, tienes todavía muy pocos años, y aun no sabes bien lo que te puede acarrear esa conducta.

—Es en balde, Calfurniano, que me aconsejes. Mi voluntad es firme. Mi designio es morir en la fe y amor de mi buen Jesús. Puedes dar principio a los tormentos.

El presidente era desafiado por una débil niña.

Su rudeza y barbarie, dormidas unos momentos por la compasión, se despertaron por fin, y sin dar oídos más que al ultraje que las palabras de Eulalia inferían a la religión del imperio, dio orden de llamar a los verdugos para que empezasen a ejecutar en el cuerpo de aquella niña los tormentos -247-con que pretendían arrancar a los cristianos la fe de Jesucristo.

Mientras esto pasaba en la estancia del tribunal, era colocado Víctor en el potro y sufría crueles dolores en sus miembros.

Cuando Eulalia era arrastrada por los verdugos a aquel mismo lugar, el santo mártir, al reconocer a la niña, exclamó con dulce y valeroso acento:

—Eulalia, ¿ves los tormentos que sufre mi cuerpo? pues sábete que el Señor acaba de aparecer en mi presencia con la cruz en sus manos, y, echándome su bendición, ha confortado mi espíritu, diciéndome: «Yo soy quien padezco en mis mártires; yo los aliento, yo los sostengo en sus combates, y al fin los corono después de la victoria.» Y he aquí, Eulalia, que todos mis dolores han desaparecido al escuchar su divino acento. Ánimo, pues, niña: el cielo te reserva una doble corona.

—¡Silencio! gritó Calfurniano ciego de furor al oír las frases de Víctor.

—Sí, amigo mío, exclamó Eulalia dirigiéndose a Víctor. El Señor, en quien tengo puesta la esperanza de mi alma, me dará ánimos para confesar su fe.

Calfurniano oyó estas frases, pronunciadas con dulce energía, y pensó que no era aquel el momento más oportuno para vencer la resistencia de Eulalia.

—Llevadlos a los dos calabozos más oscuros que haya en el Pretorio, y luego veremos si un loco y una necia han de poder más que los tormentos que les preparo.

Y en seguida continuó: Soldados, despejad el tribunal.

Víctor y Eulalia fueron encerrados en dos calabozos contiguos. 248-

 

 

VI.

 

Apenas se retiró el pueblo, cuando se reunieron de nuevo los dos soldados Feliciano y Longino.

—¿Qué te ha parecido, Feliciano, la entereza de Víctor?

—Admirable, Longino. Pero aún más ha cautivado mi corazón esa niña que acaba de presentarse a Calfurniano confesándose cristiana,

—¡Oh, mientras más medito en ello más me confundo! ¿No escuchaste el acento de esa niña, tan firme y seguro, cual si la estuviesen reservados los premios eternos de que hablaba Víctor?

—Ello es que, amigo mío, voy sospechando si tendrán razón los cristianos, siendo nosotros ¡los que vamos equivocados!

—Bien puede ser.

—Nada, me aferro más en mi propósito. Esta noche los hemos de arrancar de manos de sus verdugos.

—¿A los dos?

—A los dos.

—Pero ¿no ves que Eulalia se ha presentado gustosa al tribunal? ¿Crees tú que ella se deje libertar de la prisión y los tormentos que ha venido a buscar a Mérida?

—Sea como sea, Víctor por lo menos ha de quedar esta noche a salvo.

—Bien.... hablaré con Alejandro.... y sí....

—Calla....

— ¿Qué dices?

—¡Silencio por Júpiter!

—¿Pero qué hay?

—¿No ves allá a lo lejos quiénes se acercan por aquella galería? -249-

—Sí.... es el oficial de Escipión....

—¡Hombre maldito! él fue quien descubrió al tirano que Víctor pertenecía al cristianismo.

—¡Y viene en compañía de Luciano!...

—¡Pues; otro que tal!

—Nada bueno vendrán tramando.

—Ocultémonos....

—Tras de esas columnas no seremos vistos.

Y los dos soldados se dirigieron al paraje indicado.

Las estatuas de Saturno, Juno, Venus y Júpiter los encerraron tras sí.

 

VII.

 

Era el nuevo personaje llamado Escipión, un soldado del imperio, de corazón duro e insensible. Baste decir para caracterizarle, que el brillo del oro era el imán que le arrastraba a cometer toda clase de acciones por viles y miserables que fuesen.

Su compañero era un hombre que aparentaba rayar en los cuarenta años; su cutis atezado manifestaba que se había curtido bajo los rayos abrasadores de un sol africano, y la fealdad horrible que acompañaba a su rostro, junto con cierto no sé qué que en él aparecía, hacía despertar en cuantos lo veían una repulsión, que si a primera vista era instintiva, luego al escuchar el eco de su voz, y más que nada, al tratarle, venía a ratificarse más y más la idea de que aquel hombre correspondía al número de los que están destinados en el mundo a ser el tormento de sus semejantes; criaturas que viven y se desarrollan en la esfera de la sociedad para contribuir con todas sus fuerzas a probar que el hombre ha nacido para gozar, que la perfección de sus facultades consiste en satisfacer las pasiones más degradan -350-, y que todo lo que se llama elevación y pureza, nobleza y dignidad no pasan de ser puras ilusiones de espíritus apocados. Para ellos no existe más mundo que el yo; el desprendimiento y la abnegación son voces que nada significan: la sociedad es el conjunto dé muchos que caminan solamente en pos de la satisfacción de sus propios instintos y deseos, y la ficción y la doblez son medios lícitos para la consecución de todos los fines.

 

Oigamos lo que vienen diciendo:

 

—Hablad pues; sabéis que Escipión espera vuestras menores insinuaciones para ponerlas por obra.

—Lo sabía, y por esa razón confiaba de antemano en el auxilio que vas a prestarme.

—¡Auxilio!

—Sí, de ti depende la realización de uno de mis más vehementes deseos.

Escipión se preparó a escuchar la petición que iba a hacerle el africano. Se imaginaba que algo arriesgado sería cuando a él acudía en demanda de auxilio, y por lo mismo se gozaba ya en su interior, previendo que el negocio le valdría buena suma de sestercios.

—Pues os escucho, Luciano.

—Oye.... Eulalia va a ser llevada al martirio—

—¡Eulalia! Y bien.... explicaos....

—Quiero que esa altiva niña no perezca en los tormentos....

—¡Que no perezca! ¡A fe mía que no os comprendo! ¿Sois acaso el defensor de esa joven?...

—Herida o despedazada, con fuerzas o sin ellas, quiero que mañana al amanecer digas al presidente y hagas correr la voz por la ciudad que Eulalia ha sido víctima de la aspereza de la tortura que se la prepara y que ha muerto en la prisión.

—Pero.... ¡cómo!....

—Y tú, mediante la suma de dos mil sestercios me la entregarás tal como se halle. -251-

Escipión acababa de comprender lo que Luciano quería conseguir de él.

—¿Me pedís un imposible?... repuso.

—¡Bah!... no lo es para Escipión; y sobre todo, el pago que doy a tu cooperación hará que desaparezcan todos los obstáculos que ofrezca la obra.

—¿Ignoráis que Calfurniano no cederá en su empeño hasta verla retractarse de sus palabras de hoy o exhalar el último suspiro en los tormentos?

—Repito que tú lo puedes.... y basta: doblo la suma.... ¡eh! ¿qué te parece?...

Escipión pareció animarse al escuchar esta nueva proposición.

—Pero....

—No hay que andar con dudas ni vacilaciones... Eulalia me ha de pertenecer.

—Acudid más tarde a esta sala: con eso podréis ser testigo de la escena que se prepara y juzgaréis por vos mismo de la dificultad que ofrece eso que venís a pedirme. Eulalia es prisionera de Calfurniano que va a agotar todos los medios que su crueldad le sugiera para vencer su resistencia. Acabo de hablarle, y sé, por las palabras que me ha dirigido, que su honor está interesado en la lucha  contra esta cristiana que  le desafía. Ni respetará la nobleza de su cuna, ni dejará penetrar en su alma el sentimiento de compasión que naturalmente ha de despertar en todos lo tierno de su edad.

—Con todo, pese a Calfurniano, es indispensable que no muera esa niña. Lo he jurado.... ¡y Luciano jamás ha quebrantado el juramento que una vez brotó de sus labios!... Escipión, esa cristiana debe caer humillada ante mis plantas... ¡y caerá! debe arrastrarse ante el africano Luciano.... ¡y se arrastrará!... Ella despreció con la mayor altivez la mano que la ofrecí, y ha de ser, no mi esposa, porque ya no es digna de mí, sino mi esclava. El día que oí de los labios de su padre la respuesta de esa criatura, juré -252-por la laguna Estigia castigar sus desprecios y desdenes, y el infierno hace que hoy pueda realizar mi intento. Ya ves si tendré empeño en apoderarme de ella, aunque, para conseguirlo, tuviera que derramar el oro a manos llenas ¡y aun dar la mitad de mi existencia!...

—Bien.... continuó Escipión. Veamos cómo sale del tormento.... y después hablaremos—

—No.... hoy mismo ahora mismo en este lugar ha de quedar formalizado el contrato....

—¡Cómo!

—Si.... escucha.... esta noche, cuando todos se entreguen al sueño, y cuando Eulalia busque en el reposo de la prisión el descanso y reparación que han menester sus miembros despedazados por la tortura, me abrirás la poterna que está a espaldas del Pretorio.... Allí aguardarán dos hombres decididos.... penetraremos en la estancia, la cual se abrirá a la orden de mando de Escipión.... después tendrás en galardón diez mil sestercios.

— ¡Diez mil sestercios!! exclamó asombrado Escipión.

—¿Qué tal el proyecto?

—¡Oh!... concluyamos, Luciano. Sé que no faltáis nunca a la palabra empeñada. Cueste lo que costare, se hará como decís.

—De modo que....

—A la media noche en la poterna del Pretorio.

Y se separaron aquellos dos hombres a quienes iba a estrechar aquella noche el lazo de un crimen.

Mas al retirarse no habían notado que de las estatuas de la galería se destacaba la figura de un soldado que murmuró de esta manera:

—¡Pobre Eulalia!... ¡no solo tienes que luchar con los tormentos que van a despedazar tu cuerpecito, sino que también con la avilantez de esos dos hombres! Más no hay que temer. ¡Yo te prometo, Luciano, que Eulalia no ha de caer humillada ante tus plantas!

Quien hablaba así era el soldado gentil Feliciano, que -253-uniéndose a su amigo y compañero Longino, salió de la galería hablando misteriosamente con él.

 

 

VIII.

 

Dos horas más tarde se constituía el tribunal para atormentar a la dulce y graciosa Eulalia.

Aquella niña de tan corta edad iba a luchar con Calfurniano.

De la una parte, estaba el tirano con el potro, las uñas y garfios de hierro, el plomo derretido y el fuego.

De la otra, una niña delicada y tiernecita, sin más armas que su amor al esposo Inmaculado y el aliento divino que este sabe infundir en las que ponen en él su fortaleza.

Pero le bastaba esto para salir victoriosa sobre Calfurniano.

Llena se encontraba la sala del tormento.

El pueblo aguardaba ya impaciente la llegada del tirano.

Por último, entró este acompañado de su ministro Escipión.

A poco penetró en la estancia la tierna Virgen Eulalia.

Su rostro aparecía bañado de graciosos resplandores; la modestia se retrataba en los movimientos de su cuerpecito; y su mirada, ya elevándose a los cielos, ya fijándose dulcemente en el tirano y el pueblo, lanzaba rayos de pureza y amor.

Un murmullo se levantó entre todos los espectadores, al aparecer Eulalia.

—Esa.... esa es la cristiana....

—Mírala.... ¡qué niña es! decía una mujer.

—Lo extraño es, que a pesar de esa expresión tan dulce  -254-que brilla en su rostro, abrigará un alma pérfida: aseguró un mocetón.

—Es verdad.... esos cristianos fanáticos que se empeñan en negar la adoración a los dioses del imperio, se valen de no sé qué filtros con los cuales hacen hasta maravillas. ¿Cómo no ha de parecer una inocente esa niña, si ha sido afiliada en los impenetrables misterios de la religión del Malhechor?

—Y dicen que ella misma se ha presentado á Calfurniano?

—Así es....

—¡Lo que no alcanzo es el fin que se proponen al derramar su sangre!...

—Calla, hombre, ¿qué otro fin se han de proponer que el de extender más y más por todas partes la semilla de lo que ellos llaman el Evangelio?

—Pero y bien.... si a todos les arranca la vida el tormento, ¿de qué manera conseguirán ese fin?

—¿De qué manera? Viniendo otros que admitirán sus dogmas, cautivados por la fortaleza que saben ostentar y de que hacen gala en el martirio.

—¡Ya!

—¿No lo estás viendo? ¿Quién, al tender los ojos a esa niña, y al escuchar su dulce voz, no cae en la tentación de compadecerla?

—¡Es cierto!

—Y cuidado que de tenerla compasión a sentir simpatías por su religión, no hay más que un paso.

—Pero....

—Escucha....

Mientras esto decían por lo bajo en un grupo, los soldados Feliciano, Alejandro y Longino, que se hallaban en primera línea haciendo guardar el orden en el salón, aprovechándose de los murmullos que suscitaba la presencia de la cristiana y que por ser espontáneos eran permitidos por el prefecto, cambiaban entre si estas palabras: -255-

—Tú no la conocías, Alejandro.

—Sí que la conocía… ¿quién hay en Emérita que no haya oído hablar de Eulalia?

— ¡Es una inocente!

—¡Y tanto que lo es!...

—Pero oigamos.... que se preparan los verdugos para martirizar su cuerpo, ya que no les es posible vencer la resistencia de su alma noble.

—Oigamos.

Calfurniano hizo una seña a los ejecutores del martirio, y cuatro verdugos se aproximaron a Eulalia.

Entonces el tirano mandó que permaneciesen aun sin tocarla, por si con lisonjeras palabras y consejos conseguía hacerla apostatar.

—Eulalia.... ¿permaneces todavía en el mismo error que hace poco, o has meditado con despacio las consecuencias de tu conducta anterior, y te decides a ofrecer incienso a los dioses del imperio?

—No: mi voluntad es firme como una roca, porque no soy yo, sino mi dulce esposo quien me comunica fortaleza para confesarlo.

—Mira, Eulalia, que aún es tiempo.... si ahora te retractas de lo que pronunciaste en este mismo lugar, todo lo olvidaré.... y respetada por mí y custodiada por mis servidores volverás al seno de tus padres, a quienes no has tenido reparo en abandonar.

El que no abandona a su padre, y a su madre, y a su esposo y a su hermano, por seguir a Jesús, no puede ser su discípulo.

—¿Qué doctrina es esa tan absurda que aparece en tus labios, niña?

—La que ha de salvar al mundo, Calfurniano, si es que el mundo quiere recibir alguna vez su enseñanza purísima, y no le cierra sus oídos como ahora tú lo haces.

—Cristiana, ¿quién te ha dado poder para dirigirme tales palabras? -256-

—Jesús, que es quien hoy te habla por boca de esta su sierva....

—Déjate de necias explicaciones.... Ese Jesús de cuya fe haces ostentación, no será nunca sino un impostor a la faz de todas las generaciones.

—Un impostor no cura las enfermedades con solo la fuerza de su voluntad, ni manda a los vientos y los mares que al punto le obedecen, ni hace salir de la lobreguez del sepulcro un cadáver de cuatro días.

—Todo eso lo practicaba, valiéndose de sortilegios y artes mágicas. (2)

—He aquí el único modo que tienen vuestros sabios de eludir la fuerza de sus milagros. El Hijo del Dios vivo, que descendió de su trono de gloria y se humilló hasta esconder su majestad en el seno de una mujer para levantar al hombre hasta Dios, no necesitaba de esos medios para hacer milagros. Tu religión que adora a unos dioses ignorantes, viciosos, y enemigos los unos de los otros, es la que echa mano de ellos para engañar al vulgo. Por eso los oráculos han callado, y si alguna vez el demonio se introduce en vuestros ídolos, a la voz poderosa de los cristianos ha tenido que confesar que es uno de tantos espíritus malignos.

—¡Cristiana maldita, calle tu lengua y no oses profanar el nombre de nuestras divinidades!

(2) Téngase en cuenta a fin de apreciar debidamente el valor de las razones del impío  al negar la verdad de los milagros de Jesucristo, que a nadie se ocurrió ponerlos en tela de juicio en los primeros siglos del cristianismo. Sus enemigos más encarnizados, como Celso, Hierocles, Porfirio y Juliano, los admiten en sus impugnaciones, y hacen estribar toda la fuerza de estas en probar que tales milagros eran producidos por sortilegios y artes mágicas; y esto porque se hallaban plenamente convencidos de que tanto los de Jesús como los de los apóstoles y primeros cristianos, eran hechos sabidos de todos y que ni por un momento se podía dudar de ellos, so pena de rechazar uno de los primeros criterios de las acciones humanas. -257-

—Infeliz Calfurniano, abre tus ojos a la luz y confiesa que tu religión es un cúmulo de monstruosos errores y de horribles absurdos. Mira que tras de esta vida perecedera, viene otra sin fin, en la que cada cual ha de recibir conforme a las acciones que hubiere practicado.

—Verdugos, apoderaos de Eulalia, y descargad sobre ella vuestros duros látigos armados de plomo: grita Calfurniano, ciego de cólera y poseído de un espíritu infernal, al verse vencido por una niña de trece años.

Los verdugos se le acercaron preparándose a cumplir el bárbaro mandato de su señor.

Eulalia levantó sus bellos ojos al cielo y, llena, de angelical encanto, dejó escapar estas hermosas palabras:

—¡Gracias, esposo mío, gracias porque me vas a conceder la gloria de sufrir por tu amor!

 

 

 

 

IX

 

Los verdugos dejaron caer sus látigos sobre las espaldas y pecho de Eulalia.

De pie, en medio de la estancia y frente a Calfurniano permanecía inmoble llena de dulce alegría.

Bien pronto la sangre de la virgen empezó a gotear sobre el pavimento y a enrojecerlo.

Era evidente que Eulalia no podría resistir por mucho tiempo a la acerbidad de los tormentos, por su delicadeza y corta edad.

Calfurniano hubo de comprenderlo así, y temiendo que lanzase el último aliento en la primera prueba, dio orden a los verdugos de que cesasen los golpes.

—Eulalia, ya ves lo que reportas de esa vana religión. Aún aguardo tu confesión; si quieres que cesen los tormentos habla, y todo quedará terminado. -258-

—Puedes continuar, Calfurniano. Soy cristiana, la religión de mi Jesús es la verdadera, es la religión de los cielos; la tuya es falsa e inspirada por los demonios.

—¡Pues morirás, cristiana!... tiembla.... porque no voy a tener piedad ni de tu edad, ni de....

—Eso es lo que ardientemente deseo.... los más duros sufrimientos serán las prendas de amor que ofreceré a Jesús, mi dulce esposo.

—Proseguid los azotes y descargad con fuerza vuestros látigos, verdugos. Veremos quién cede primero en la lucha.

Obedecida fue la orden de tirano y empezaron a correr arroyos de sangre por el suelo.

—Ahora, traed el aceite hirviendo: gritó Calfurniano fuera de sí.

Luciano se horrorizó al escuchar estas palabras.

Feliciano, Longino y Alejandro cambiaron una mirada significativa.

Eulalia bajó en aquel momento los ojos y los  posó dulcemente sobre los tres soldados.

Estos sintieron una voz en su interior que les auguraba que pronto habían ellos de lograr la misma suerte que Eulalia. Llenos de ímpetus vinieron a un mismo tiempo a los tres de adelantarse al tirano, para echarle en cara su crueldad.

Feliciano, que era mayor que sus dos compañeros, les hizo una seña para indicarles que aún no era llegado el momento para ellos.

En unas calderas grandes trajeron el aceite hirviendo, y sacándolo en pequeñas cantidades las iban vertiendo sobre las heridas abiertas por los látigos.

Pero la mártir permanecía impasible. -259-

 

X

 

—Las hachas.... prosiguió el tirano.

Cuatro hachas encendidas le fueron aplicadas a los costados y sobre el estómago.

Solo quien no abrigase corazón podía dejar de horrorizarse al presenciar la dureza y enormidad de los tormentos con que la martirizaban.

Eulalia era niña de trece años.

Y he aquí una de las mayores pruebas de la divinidad del cristianismo.

¿Cuándo había visto el mundo a débiles y delicadas doncellas, ancianos achacosos y niños que más debían pensar en los juegos pueriles que en la cruz, llenos de valor y heroísmo despreciar los halagos y promesas de los tiranos, resistir a tormentos a que cedían los facinerosos más desalmados, y dar sus vidas, rebosando sus rostros una dulce y hermosa alegría?

Este era un hecho desconocido hasta los tiempos del cristianismo.

Y no era de una región tan solo, ni de una raza especial, ni de una misma condición, edad ni sexo.

¿Era que la naturaleza humana había sufrido una variación en lo más íntimo de su esencia?

No podía ser esto, porque en el cristianismo solo y en sus fieles se notaba dicha mudanza.

Y sin embargo, aquellos hombres, embebidos en las horribles máximas del paganismo, no acertaban a comprender lo que hacía variar esencialmente las condiciones del alma. -260-

El aliento que animaba a los hijos de la nueva religión, aliento que les comunicaba su divino fundador, que regando con su preciosa sangre el árbol de la cruz, hacia germinar en los corazones una virtud sobrenatural que hasta entonces no había aparecido sobre la tierra, he aquí la clave que explica el misterio.

Y no se nos diga que también algunas sectas y partidos han tenido sus mártires.

Esto no pasa de ser una blasfemia.

Estúdiese detenidamente y sin abrigar parcialidad de ningún género los móviles que a algunos han impulsado a, despreciar la propia vida, y se verá que la religión no ha entrado por nada.

El orgullo y la soberbia suelen ser también el alma de acciones que para la mayoría del vulgo merecen el nombre de heroicas, pero que para quien las considera despacio no son otra cosa que miserables amaños.

El error y el orgullo no podrán formar nunca un mártir.

Y no se nos hable de las guerras llamadas religiosas en que algunos herejes han derramado su sangre por sostener sus errores.

Tales guerras no merecen para nosotros el nombre de religiosas.

La religión entraba por muy poco en ellas.

El fin era más recóndito que todo eso. El blanco no era otro que la sociedad.

El móvil no pocas veces, por no decir todas, era la pasión.

Pero continuemos.

El aceite cayó sobre las heridas de Eulalia, y al profundizarlas y al encontrarse con la sangre aún caliente que de ellas brotaba, produjo un chirrido terrible que fue a resonar en los oídos de los cristianos que presenciaban tal escena.

Por lo que respecta al populacho, endurecidos sus corazones  -261-por la frecuencia con que se repetían martirios de tal naturaleza, contemplaba aquel cuadro sin inmutarse lo más mínimo.

Escipión temblaba cada vez que escuchaba la voz del tirano imponiendo nuevo tormento, y seguía con la mayor agitación los menores movimientos que hacia la mártir, temiendo verla desfallecer a cada paso.

Aquel hombre deseaba ardientemente la conservación de la vida de Eulalia, no porque en su pecho vibrase una sola fibra de compasión, sino porque su ambición se interesaba en ello.

Calfurniano estaba pálido de ira y furor.

La constancia de aquella débil niña le asombraba.

Pero su orgullo y soberbia eran pisoteados por la entereza de un ser tan delicado, y no había de ser él quien cediese en la demanda.

—Las uñas de hierro.... volvió a decir a los verdugos.

Estos acataron la nueva orden y el cuerpecito de Eulalia fue horriblemente rasgado hasta los huesos.

Entonces levantó de nuevo sus ojos al cielo y con voz melodiosa exclamó:

Ved aquí, divino Salvador mío, unos caracteres que me JiMcen un resumen de tu pasión y que dicen que soy al presente esposa tuya; acaba-, por tu misericordia, de hacer mi alma menos indigna de tal esposo.

 

 

XI

 

Nos encontramos en una galería que comunica con los dos calabozos en que se hallan cargados de cadenas los dos gloriosos mártires Víctor y Eulalia.

Tres soldados pasean por ella: están haciendo la guardia a los invictos héroes. -262-

De vez en cuando se detienen, murmuran algunas palabras que apenas percibe el aire que los envuelve, prestan atención a las galerías contiguas como si esperasen la presencia de alguno, y continúan su interrumpido paseo.

No se oye más ruido en la estancia que el producido por sus pasos.

A poco se paran de nuevo y pronuncian estos acentos:

—Aun no es llegado el momento, Feliciano?

—Aun no, Longino: antes hay que dar el primer paso.

—¡El primer paso!

—Si.... Es menester antes impedir que esos dos hombres pérfidos y viles arranquen de la prisión a Eulalia.

—Es verdad.

—Para ello, atended, nos hemos de encubrir el rostro con esta máscara: y en el momento que aparezcan, nos arrojamos sobre los dos y los ahuyentamos con nuestra brusca acometida.'

—Pero.... y si....

—Bah! no temas nada, Alejandro. El tal Luciano es un hombre que tiene de cobarde tanto como de malvado. Es seguro que apenas nos vea, volverá las espaldas: en cuanto a Escipión, hace ya algún tiempo que me bullen deseos de medir mis anuas con las suyas. Si se empeña, le ha de costar cara la villanía que intenta hoy cometer con esa inocente virgen.

—En ese caso, estamos conformes.

—Una duda se me ocurre, Feliciano.

—Habla, Longino.

—¿De qué medio piensas valerte para que los soldados de la poterna nos franqueen la salida, tanto a nosotros como a los dos mártires?

—¿Tan difícil crees que es esto"? pues no hay tal, amigo mío: cuatro soldados la guardan tan solo. De manera que si se resisten, nuestros brazos darán buena cuenta de ellos.

—Silencio: ¿no recibes allá en aquel estreno dos bultos?

—Sí: -263- ellos deben de ser: ocultemos nuestros rostros y envolvámonos en las tinieblas de ese rincón.

—Es verdad: así también podremos escuchar lo que dicen.

Y se ocultaron en un ángulo, que se encontraba en profundas tinieblas, a causa de las columnas que lo circuían.

 

 

XII.

 

Las dos sombras avanzaron hasta llegar a la galería.

Eran Luciano y Escipión.

El rostro del primero indicaba turbación y temor; el del segundo expresaba oculta complacencia.

Ambos iban a ver cumplidos sus pérfidos deseos: el uno recibiría la suma de sestercios que se le había prometido: el otro vería en su poder a la inocente Eulalia.

—Luciano, ¿sabes qué estoy pensando?

—¿Qué? habla, Escipión.

—Que mi cabeza peligra.

—¡Qué dices!

—Claro: ¿no comprendes que tu proyecto puede tener fatales consecuencias para mí?

—¿Y por qué?...

—No es tan fácil como tú crees, arrancar a Calfurniano esa niña.

—¡Bah!... esos no son más que temores de un espíritu apocado. .

—No lo creo yo así.

—¿Tienes más que decir mañana al teniente que los cristianos la han robado de la prisión?... -264-

—¡A fe mía que eso es lo que considero menos peligroso!; pero ¿y si por cualquier evento llegase a noticia de Calfurniano la verdad del hecho?

—Desecha todo temor: ¿no me acabas de decir por el camino que cuentas con los soldados que defienden la poterna?

—Si: conformes están— pero al cabo.

—Déjate de vacilaciones, y adelante.... Además, los hombres que hemos dejado en la próxima galería y que han de llevar a Eulalia, merecen entera confianza.

—Con todo, ¡temo al cruel Calfurniano!...

Los tres soldados, que aguantaban casi la respiración, a fin de no perder una palabra de la conversación, se fueron aproximando en silencio, y en el instante en que se adelantaban Luciano y Escipión a abrir el calabozo de Eulalia, se precipitaron sobre los dos, y en un abrir y cerrar de ojos los arrojaron al suelo, y tapándoles la boca, les ataron codo con codo.

No tuvieron tiempo ni para echar mano a las armas. Tan brusca fue la embestida.

—Ahora que está ya conseguido lo más difícil, murmuró Feliciano, salvemos a los mártires.

—Echemos abajo las puertas de la prisión.... dijo Alejandro.

—No: amigo, no hay que dar escándalo: escuchadme los dos: lo que hay que hacer ahora es sorprender a los dos hombres que están apostados en la galería.

—Ya: ¿los que debían robar a Eulalia?...

—Pues. De ese modo podremos salir impunemente. Cuatro hombres han entrado por la poterna para llevarse a la virgen.... y cuatro cabalmente van a salir ahora con ella; solamente que los cuatro que salgan, seremos nosotros tres y Víctor. He aquí como la suerte nos favorece.... En seguida abriremos las dos prisiones con las llaves que he sacado del bolsillo de Escipión. Vamos pues a hacer con los otros lo que acabamos de hacer con estos. -265-

 

 

XIII.

 

Apenas se ocultaron nuestros tres valientes en el ángulo de la galería donde aguardaban los dos servidores de Luciano, una escena extraña tuvo lugar en la estancia que acababan de dejar.

Una hermosa y resplandeciente claridad brilló en toda ella. Torrentes de luz vivísima descendieron de los cielos, y rompiendo los fuertes muros del Pretorio, llenaron con sus fulgores todos los ámbitos de la galería.

Las dos puertas que daban paso a los calabozos de Víctor y Eulalia, cayeron al suelo hechas pedazos, cual si un brazo vigoroso las hubiera deshecho de un fuerte golpe.

Y allá en el interior de la prisión, se vio a los dos mártires levantarse erguidos, libres de las cadenas que en menudo polvo cayeron a sus pies.

Sus rostros aparecían bañados de una alegría celestial y purísima.

Sus ojos se elevaron a la altura de los cielos.

Sus vestidos, que por los tormentos de aquel día se hallaban tintos con la preciosa sangre que habían derramado, aparecieron blancos como la nieve.

De entre los manojos de luz pura que los circuían, sobresalían dos rayos que cruzaban el espacio, y desde la altura de la bóveda venían a derramar un torrente de luz sobre las frentes de Víctor y de Eulalia.

Un coro de dulce y arrebatadora armonía hendió los aires. Sus ecos resonaron por toda la galería, y en medio de las harpas celestiales, un conjunto de voces angélicas dejó escuchar el siguiente cántico. -266-

 

 

 

XIV

¡Sangre bendita,

Sangre preciosa,

La que por Cristo

Con fe vertís!

Rica diadema

De perlas y oro

Vais en los cielos

Pronto a ceñir.

Os ve el esposo

Desde la altura

Entre torrentes

De hermosa luz:

Y ya dos tronos

Sobre rubíes

Y entre mil soles

Os da Jesús.

Ya en el Oriente

Se alza la nube

Que vuestras almas

Llevará a Dios:

Nácar y rojo

Sus gasas tejen;


¡Símbolo puro

De vuestro amor!

 

XV

 

Los tres soldados gentiles que  sorprendidos ya los dos hombres que estaban apostados, tornaban a la galería para coronar felizmente el atrevido plan que habían ideado de salvar a los presos» quedáronse pasmados al escuchar primero las armonías celestiales, y al herir luego su vista la escena que en los calabozos tenía lugar en aquellos instantes.

Sus lenguas enmudecieron: sus ojos apenas podían resistir al golpe de resplandor vivísimo que los rodeaba.

Los dos mártires se hallaban como en Dios. Sus almas debían estar en los cielos: sus cuerpos aparecían revestidos de la claridad que acompaña a los cuerpos gloriosos.

En cuanto a Luciano y Escipión, un temblor frio corrió por todos sus miembros.

Aquella visión tan hermosa y tan celestial les producía un espanto de que no acertaban a darse cuenta.

Lo mismo que venía a confortar las almas y los cuerpos de Víctor y de Eulalia, y producía la admiración en los tres soldados, dejaba paralizados a aquellos dos hombres criminales. -268-

 

Cuando se hubieron perdido los últimos ecos de las arpas celestes, y apagándose los resplandores que habían convertido la oscura noche en el día más radiante y claro que jamás brotó del oriente, se adelantaron los tres soldados a los calabozos de los mártires, y cual si les hubiera movido un mismo resorte, cayeron de rodillas ante Víctor y Eulalia.

—¡Oh! ¡merecéis adoración como dioses!... exclamaron al caer postrados en tierra.

—No: respondió Víctor acercándoseles: no soy más que un cristiano que logra la dicha de padecer por Jesús.

—No: acompañó Eulalia, saliendo también de su prisión: solo a Dios, Rey inmortal de los siglos, se debe honor y gloria sin fin.

—Yo quiero también prestar ese honor a vuestro Dios!.. pronunció lleno de convicción Feliciano.

—Yo deseo abrazar esa religión que así consuela a sus hijos! dijo con fervoroso acento Longino.

—¡Yo quiero ser cristiano! profirió Alejandro.

—¡Gracias, Dios mío, gracias! murmuró Víctor elevando sus ojos y sus manos al cielo.

— Gloria a ti, Jesucristo! que así abres los ojos de estos hombres a la luz de tu fe! pronunció con la dulzura de una niña y la alegría de un ángel, la doncellita Eulalia.

 

¿

 

A la mañana siguiente hallábase obstruida la plaza de la ciudad.

Grupos del pueblo giraban en todas direcciones, preguntándose unos a otros y deseando todos saber lo que  -269- aquella noche había pasado en las cárceles del Pretorio.

Había cundido la voz de que durante la noche habían ocurrido maravillas en el encerramiento de los mártires Víctor y Eulalia.

Pero oigamos lo que hablan en uno de los grupos.

—Así ha pasado, lo mismo que os lo estoy refiriendo.

—Hechicerías al fin....

—Yo no sé cómo explicarlo, pero es lo cierto que hoy muy de mañana al entrar Lucrecio en la ciudad, y a tiempo que pasaba por delante del manantial, los vio allí lo mismo que yo os estoy viendo ahora.... .

 —Pero, ¿es posible?

—¿Y qué hacían allí?...

—¡Toma!... bautizarse....

—Bautizarse

—Claro. ¿No sabéis que ese lavatorio limpia, según ellos dicen, todos los crímenes por grandes que sean, y quedan por él, los que lo reciben, convertidos en cristianos?

—¿Así lo creen?

—Así. De modo que los tres soldadas, seducidos por Vector y Eulalia, pidieron el bautismo, y allí fueron a ser bautizados.

—Pero ¿cómo han podido salir de la prisión?

—¡Qué sé yo, hombre!... Unos aseguran que las puertas de los calabozos cayeron hechas pedazos; otros dicen que los tres soldados las abrieron; pero lo que no tiene asomo de duda es que ellos han salido esta noche del Pretorio.

Oigamos lo que se dice en otro grupo.

—¿Casi muertos decís?

—Lo mismito.

—¿Y a qué se debió ese temor?

—A los sortilegios de Víctor y Eulalia.

—Más, qué fueron a buscar allí a tales horas? Lo ignoro.... ello es que hoy los han encontrado tendidos en el suelo, con mordazas en la boca y con cara de muertos. -270-

—¿Y qué les pasó?...

—Los genios protectores de los mártires, acometieron a Escipión y a Luciano, les dieron una brava tollina, por supuesto enmascarados, y luego me los dejaron midiendo con sus cuerpos lo largo de la galería con la mayor frescura del mundo.

—Ja, ja, ja....

—Luego dirán que los cristianos no son gente a quien gusta divertirse!

Un poco más hacia el fondo hay otro grupo: escuchemos.

—¿Convertidos al cristianismo?

—Si tal.

—Cuentan que el africano Luciano se prendó de la niña Eulalia, y con objeto de hablarla, fue anoche a su prisión con Escipión; pero amigos, aquí entra lo nuevo del lance: los tres soldados Feliciano, Alejandro y Longino que estaban de guardia, se les echaron encima y los ataron: en seguida penetraron en los calabozos, abiertos por arte de no se sabe quién, y declararon a Eulalia y Víctor que querían entrar en su religión.

—¿Y se hicieron cristianos?

—Oye, hombre, oye. La cárcel se llenó de claridad, y una dulce armonía se escuchó en toda ella. Entonces fueron llevados por los aires al manantial que hay a la entrada de la ciudad, y allí se chapuzaron sin más ni más, y cátalos ya cristianos en cuerpo y alma.

—Y después ¿por qué no huyeron?

—¿Huir? Eso no lo hacen nunca los cristianos. Concluida la ceremonia, se volvieron derechitos a la prisión y allí los tienes.

—¿Y qué va a hacer Calfurniano con los tres soldados?

—Por lo pronto ha ordenado á. Víctor que les aconseje vuelvan a reconocer y adorar a los dioses del imperio, mas él, ya supondréis que no habría de cumplir tal mandato.

—¿Y entonces?... -271-

—¡Bah! Dentro de un rato los veréis venir a esta plaza para ser decapitados en ella.

—¿Y Eulalia?...

—¿Y Víctor?...

—En cuanto a estos, dicen que aquí mismo van a sufrir el último suplicio

—Habla.... habla

—Víctor será atado a una gran piedra de molino hasta que sean desmenuzados todos sus miembros: Eulalia será quemada viva.

 

 

XVII

 

¿Qué había pasado la noche anterior en los calabozos del Pretorio?

Lo que se decía en los grupos que llenaban la plaza, aunque desfigurado por la fama como suele acontecer, tenía sin embargo mucho de verdad.

Instruidos por Víctor los tres soldados en los principales misterios de la nueva religión que iba recibirlos en su seno, y no habiendo a las manos agua con que fueran bautizados, salieron de la prisión, y abriéndose ante ellos todas las puertas como si un ángel las tocase con una vara misteriosa, se dirigieron a las afueras de la ciudad, y llegando ante un manantial que allí brotaba, dejó caer Víctor sobre las cabezas de los tres soldados el agua salutífera que les abría las hermosas puertas del cristianismo.

Hecho esto, volviéronse de nuevo a la ciudad y al Pretorio.

En cuanto a Escipión y Luciano, fueron desatados por Feliciano, e inútil será decir que ya no pensaron en arrancar de la prisión a la virgen Eulalia.

Aterrados primero con la visión y luego con los cánticos angélicos y la conversión de los tres soldados, huyeron de –272-aquel recinto; y sin manifestar el motivo que los había llevado aquella noche a las prisiones del Pretorio, refirieron cuanto había pasado.

Calfurniano, deseando acabar cuanto antes con aquellos dos héroes que así atraían a los mismos gentiles a su religión, firmó el decreto de muerte de los cinco, de este modo.

Feliciano, Longino y Alejandro serian decapitados; Víctor perecería destrozado por una piedra de molino; Eulalia moriría abrasada.

 

 

XVIII.

 

—Ahí vienen, ahí vienen; gritaron de uno de los grupos.

—Paso, paso....

—Vedlos; ya se acercan.

Los soldados abrieron sitio a través de la muchedumbre que se agolpaba a ellos para ver a los mártires.

Calfurniano cerraba la comitiva.

Al llegar al centro de la plaza, dio el tirano orden de detenerse.

Los tres nuevos soldados de Cristo iban a ser el objeto de su saña en aquellos instantes.

—Feliciano, Longino, Alejandro, ¿continuáis firmes en vuestra insensata determinación?

—Sí: respondieron con levantado acento.

—Pues preparaos a morir.

—Moriremos por Cristo; él nos dará valor para arrostrar la muerte gloriosa que nos preparas: pronunció Feliciano alzando los ojos al cielo.

—¡Ved que la ignominia caerá sobre vuestras frentes! -273-

—Feliz ignominia la que nos eleva a la altura de mártires de la fe cristiana: repuso Longino.

—Vuestros nombres se pronunciarán en el ejército como nombres de fanáticos, enemigos del emperador.

—Pero también serán escritos por Dios en el libro de la vida, y el día del juicio aparecerán brillando en la altura de los cielos al pie de la cruz, cuando el Señor viniere á residenciar al mundo por fuego: aseguró con valentía Alejandro.

—¿Qué estás ahí diciendo, necio?

—Lo que tus ojos han de ver y tus oídos han de escuchar en aquel día terrible: continuó Feliciano.

—¿Quién os ha enseñado ese conjunto de disparates que estáis profiriendo?

—Estos que tú crees disparates, pero que son verdades de que tendrás algún día tristísima experiencia, lo ha revelado a nuestras almas quien vino a redimir al mundo perdido por el error y el pecado: dijo Longino.

—Siempre sacáis a cuento al malhechor: ¿cuándo os convenceréis de que no fue más que un impostor? Así lo reconoció el mismo pueblo hebreo de cuyo seno se levantó vuestro Jesús, y así lo dice la posteridad entera.

—No, Calfurniano, no pronuncian tus labios la verdad, en ese mismo pueblo hebreo hubo muchos que le reconocieron y reverenciaron, y en cuanto a la posteridad, tiende tus ojos por todo el imperio y por doquiera encontrarás cristianos.... pronunció Feliciano.

—Si algunos restan, bien pronto no quedará uno en los confines del imperio. Diocleciano y Maximiano darán buena cuenta de todos los que, como vosotros, se dejan ilusionar por esa vana y absurda religión.

—Te engañas, Calfurniano; espera un poco más y verás la religión del Crucificado reconocida y adorada en todo el orbe: dijo como inspirando Alejandro.

—No quiero oír más necedades. Verdugos, apoderaos de estos hombres y cercenad sus cabezas, para que sirva de -274-escarmiento su muerte a los soldados del imperio.

Los verdugos se apoderaron de los tres y los llevaron £ un ángulo de la plaza donde estaba preparado el tajo.

Mientras eran conducidos a aquel paraje, Calfurniano llamó a Víctor que silencioso había escuchado la confesión de sus nuevos compañeros, mientras pedía al Señor les comunicase aliento y gracia en el terrible trance que les aguardaba.

 

 

XIX

 

En la plaza habíase levantado un altar y sobre él aparecía la estatua de Júpiter.

—Víctor, gritó el tirano con tono tan terrible y espantoso, que los mismos gentiles se quedaron aterrados; Víctor, ofrece incienso a los dioses.

—No; respondió el santo con una impasibilidad que pasmó a los presentes.

—Mira que el último tormento que te reservo va a exceder a todos los anteriores.

—Lleno de valor lo aguardo; puedes dar principio cuando gustes.

—Adora a nuestros dioses; he aquí su altar; he ahí e incienso, póstrate ante la deidad de Júpiter y quema incienso en su adoración.

—Mira el respeto que merecen tus dioses a los cristianos, dijo Víctor aproximándose al ara.

¿Qué iba a hacer el soldado de Cristo?

Un grito unánime resonó en toda la plaza.

Todos se llevaron las manos a la cabeza espantados de lo que acababa de hacer Víctor.

Este se había acercado al altar, y dándole un puntapié le hizo caer hecho pedazos juntamente con el ídolo. -275-

—Verdugos, cortad a ese impío el miembro que tal ultraje ha inferido a nuestros dioses.

Aquellos se apoderaron de Víctor, y le llevaron al mismo sitio en que acababan de recibir la corona del martirio los tres soldados.

—Eulalia, prosiguió Calfurniano, ha llegado tu hora: morirás en el fuego.

—Mi dulce esposo me prepara lecho de rosas en premio de ese que tu crueldad me ofrece hoy en la tierra.

—Si quieres, aún es tiempo: eres una niña, y como niña te trataré: olvidaré cuanto has dicho ayer y te pondré en libertad al punto.

—Libre he de verme pronto de las ataduras de la carne: mi alma volará a la mansión de la vida hoy mismo. Acaba pues de dejar libre a quien suspira por contemplar el rostro del amado. Él me llama desde la altura: ya veo la corona de puras y delicadas flores que en mis sienes ha de colocar. Ya se abren las mansiones eternas de la gloria: tres almas van penetrando por ellas; son las de Feliciano, Longino y Alejandro: visten purísimas estolas que lavaron y emblanquecieron en la sangre del divino cordero! Allá voy, allá voy Jesús mío!

Así pronunció Eulalia, fijos sus ojos en el cielo, y cual si estuviera contemplando una hermosa visión.

—Verdugos, llevad a la hoguera a esta necia visionaría.

Al apoderarse de Eulalia los verdugos, Víctor apareció de nuevo conducido por dos soldados.

El bárbaro mandato del tirano había sido cumplido.

El pie que osó derribar el altar y el ídolo ya no le pertenecía.

Calfurniano, ciego de furor, y cansado] ya de escuchar la confesión de los cinco mártires que aquel día morían por la fe cristiana, gritó al verle aparecer.

—Ejecútese en él el último tormento; muera bajo la piedra y sean desmenuzados sus miembros para que no -276- quede memoria de ese fanático!

—Gracias, Dios mío, gracias… porque voy a entregar en tus manos el aliento de mi espíritu! murmuró Víctor, tendiendo sus manos al cielo.

Y conducido de nuevo al lugar del martirio, empezó a sufrir el último tormento que había de abrirle la mansión eterna.

Ya estaba colocada Eulalia en la hoguera. Un verdugo le acercó una tea y la llama prendió al instante.

Cuando elevándose el fuego iba ya a tocar su rostro, una joven se precipitó en la plaza, y abriéndose paso a través del pueblo se colocó ante Calfurniano diciendo:

—Soy cristiana.

Eulalia escuchó aquella voz, y alzando la suya pronunció con tono dulce y angelical:

—Julia, adiós; ¡nos veremos hoy en el cielo!

La llama cubrió su boca que permanecía abierta, y sofocando a la niña Eulalia, se vio que una blanca paloma brotaba de sus labios y se elevaba a la región de los cielos.

Era el alma inocente y pura de Eulalia.

—Soldados, gritó Calfurniano: no quiero perder el tiempo con esta nueva cristiana, como lo he perdido con esos otros. Ejecutad en Julia el suplicio que disteis a Feliciano y sus compañeros.

—¡Oh! la primera profecía de Eulalia se ha cumplido, exclamó Julia: ella ha recibido su corona, en tanto que yo todavía vivo: cúmplase también su segunda profecía. ¡Dios mío, que yo la vea hoy en el cielo!

Apenas pronunció estas palabras se oyeron estas otras en los cielos:

—¡¡¡Venciste, dichoso Víctor, venciste!!!

Y efectivamente, el santo y glorioso confesor había recibido ya la corona del vencimiento en el rudo combate en que había luchado con el tirano. En cuanto a Julia vio, pocos instantes después, cumplida la segunda profecía de Eulalia. -277-

 

XX

 

La última de las persecuciones fue la de Diocleciano. El infierno desataba todos sus furores.... la presa se le escapaba de las manos.... la humanidad iba por fin a entrar en una nueva faz, y lo que hasta entonces había sido un crimen de estado, pasaría a ser la nueva vida de los pueblos, formando sus costumbres, su constitución y sus leyes... La cruz encerrada en la Boma subterránea durante los tres primeros siglos, iba a pasearse triunfante por las vías de la ciudad de Nerón. Sus misterios, antes velados y ocultos a los ojos de los gentiles, saldrían a la clara luz, y el Obispo de Roma, el vicario de Jesucristo, y representante de su poder en la tierra, subiría lleno de magostad y de esplendor al sólido de los soberbios y divinos Césares, para dominar a todo el orbe desde lo alto del Capitolio, para asentarse en el trono que había de ocupar hasta la consumación de los siglos, en tanto que Constantino se retiraba a fundar su ciudad a orillas del Bósforo, contribuyendo así al plan augusto de los designios del Altísimo, y haciendo, como dice S. León, que la Roma pagana, maestra del error, y la que acogía en su seno a todas las sectas por monstruosas que fuesen, se convirtiera en maestra eterna de la verdad.

Véase por qué el paganismo con todos sus horrores, presintiendo la suerte que le aguardaba, hacia el último y desesperado esfuerzo.

Nunca había desplegado la persecución las armas que en tiempo de Diocleciano.

Este emperador, que por su natural parecía ser el menos apropósito para dar nombre a la décima y última de las -278- persecuciones contra el cristianismo, tuvo la triste gloria de manchar horriblemente la última página de la historia de su imperio, con la más cruel que registraron los siglos, con la que mereció llamarse la Era de los Mártires.

Algunos han querido decir que al decretar el exterminio de los cristianos, obró cediendo a las sugestiones de su compañero Galerio, sin que dejase por eso de lamentar las consecuencias de aquel horrible encarnizamiento.

Pero esto no es más que defender una mala causa. Arbitro de los destinos del mundo Diocleciano, no tenía por qué ceder a las inspiraciones del mismo a quien había levantado del polvo del campo de batalla hasta el esplendor de un trono.

Y mal que pese a sus defensores, la historia consignará siempre en sus páginas la Era de los Mártires decretada por el Dálmata Diocleciano.

El paganismo, como hemos dicho, iba a lanzar su último aliento.

Diez años después la cruz aparecía a Constantino en la altura de los cielos orlada con las palabras In hoc signo vinces,-279- Magencio huía, completamente derrotado por el lábaro[1] del hijo de Constancio Cloro.

Roma abrió sus puertas al vencedor. El paganismo había recibido el golpe de muerte. El cristianismo se posesionaba de los altos poderes del estado.

Constantino, aunque educado en la religión pagana, había recibido sin embargo cristianas emociones de su santa madre, y durante su permanencia en la corte de Nicomedia había tenido ocasión de conocer a fondo y admirar los sentimientos de nobleza y heroicidad que abrigaban los fieles de una religión que no era  en que se había educado.

La aparición de la cruz cuando iba a pelear con Magencio, acabó de inclinar su ánimo a establecer el nuevo orden de cosas que surgió en el imperio por el edicto de tolerancia que promulgó en Milán en el año 313; y al erigirle el senado en el Foro una estatua por su victoria sobre

Magencio, dio orden de colocar en su mano, en vez del cetro imperial, la victoriosa cruz, grabándose en el pedestal la siguiente inscripción: «Merced a esta saludable insignia, símbolo de verdadera fe, he librado a Roma del yugo de los tiranos, y devuelto al senado y al pueblo romano su esplendor antiguo.»

Era este el primer triunfo oficial de la religión cristiana sobre el paganismo.

El signo de la redención que hasta entonces no había sido, según la expresión de S. Pablo, sino objeto de burla para los gentiles, pasó a ser, a contar desde aquel día, signo de esplendor y de gloria, apareciendo sobre las coronas de los emperadores y los reyes.

El paganismo había terminado su existencia.

Había sonado la hora marcada en los decretos de la Providencia para comenzar la era de paz para la Iglesia.

Cumplida fue la profecía que momentos antes de morir habían proferido los labios del soldado y nuevo mártir Alejandro, movido por el espíritu del Señor, que. Según su divina promesa, hablaba por boca de sus mártires-

 

 

 

 

FUENTE: León y Domínguez, José María. Leyendas históricas y morales,  [s.n.], 1866, pp. 236-279.

 

NOTA 1. (I) En esta leyenda se ha observado, en cuanto ha sido posible, la unidad de lugar y tiempo, de modo que enlazando los diálogos de que consta, puedo ser ejecutada en los colegios, como si fuera un drama. A su final se indicarán los diálogos que deben unirse y de qué manera. En cuanto a reunir en un mismo lugar a Eulalia de Marida y a Víctor de Marsella, nos hemos aprovechado de la misma libertad que se tomó el inolvidable señor Wiseman en su Fabiola.

 

En los Colegios y Seminarios que quieran representar esta leyenda, deberá observarse lo siguiente. Entran en juego Víctor, Eulalia, Julia, Feliciano, Longino, Alejandro, Calfurniano, Escipión y Luciano; pueblo, verdugos y soldados: estos últimos no hablan. Debe dividirse en cuatro actos: el primero y el segundo tienen lugar en la sala del Pretorio donde está el tribunal; el tercero en una galería en cuyo fondo deben aparecer las puertas de los dos calabozos que a su tiempo se abrirán; el cuarto en una plaza. El acto primero comprende los diálogos que se encuentran en los números I, III, V, VI y VII. El segundo acto los que se hallan en los VIII^ IX y X. El tercero los XI, XII, XIII, XIV y XV. El último los XVI, XVII, XVIII y XIX. El tormento de Eulalia debe verificarse en un extremo de la sala, de manera que quede oculta aquella por el pueblo, oyéndose lo que hable, pero sin que el público la vea. Lo mismo se cuidará en la plaza al morir los mártires.

 

 

 

[1] Lábaro: .Estandarte que usaban los romanos.  (Diccionario de la lengua española, RAE).