DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las familias, segunda serie, año XII, núm.3 1864, pp.20-23 y núm. 6, pp. 43-45.

Acontecimientos
Pacto demoniaco
Personajes
Flora y el diablo
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Foto: Bene Riobo

LOCALIZACIÓN

AS ACHAS

Valoración Media: / 5

EL CASTILLO DEL OTERO.  [1]

(CUENTO.)

 

Sobre una pequeña eminencia, o colina, situada en el sitio denominado de las Achas, en la aldea de este nombre, se alzan aun los derruidos muros de una antigua fortaleza castillo.

Mirando hacia oriente, consérvase intacto un medio ángulo, que debió ser el cuerpo principal del edificio.

En su centro vése una puerta ojival, cuyo arco desvencijado amenaza desplomarse a la más ligera conmoción.

Encima de aquella puerta se divisa una piedra de armas, dividida en tres cuarteles, cuya significación no comprendería el más entendido en heráldica.

 Sobre el escudo el tiempo ha querido respetar, por uno de sus singulares caprichos, los fragmentos de una corona verdaderamente indefinible. He aquí lo que con alguna claridad se distingue de aquellas informes ruinas. La maleza y la yedra completan su conjunto melancólico.

Los vecinos de las Achas nada saben a punto fijo sobre lo que debieron ser en su tiempo los citados escombros, ni a qué personajes pertenecieron en su remota antigüedad.

Sin embargo, corren como válidas acerca del castillo mil extrañas versiones y leyendas, y se le designa por el nombre de Castillo del Otero.

Si este nombre tiene su etimología legal, es cosa que no podremos asegurar nosotros; pues nada de cuanto hemos oído concurre a justificar la opinión más común, y que entre todas las demás parece tener visos de algún racional fundamento.

 

Al pie mismo de la colina deslizase una especie de río, cuyo caudal crece y se ensancha a medida que numerosos manantiales y saltos de agua se confunden espumosos en sus verdes márgenes, guardadas a ambos lados por álamos corpulentos.

 

II

 

Entre las raras y curiosas costumbres de aquellos campesinos, vamos a mencionar al paso una, digna de ser conocida. Casi en toda Galicia es común, pero varía notablemente según el espíritu de las localidades.

 

Las labores del campo cesan casi en su totalidad al aproximarse el mes de noviembre. La presencia constante de las lluvias, llega muchas veces al extremo de incomunicar a las gentes de los lugares; no siéndoles por tanto posible muchas veces, por las avenidas e inundaciones, hacer harina de su maíz en el cercano molino, para alimentarse con el indigesto pan que cuecen de ocho en ocho días en sus propios hogares.

 

Cuando el rigor de la estación cede algún tanto en aquellas solitarias comarcas, bien pronto conciertan las gentes de dos o tres lugares a la redonda el medio de pasar lo mas agradablemente posible esas inmensas noches que empiezan a las tres de la tarde y concluyen a las ocho de nebulosísimas y bien tristes madrugadas. -21-

 

En esas noches, y alternando, como acontece entre las familias principales de una ciudad, cada casa verifica, en fechas determinadas, sus reuniones, en las cuales son admitidos todos los mozos y mozas que desean pasar el rato alegremente.

Hacia la parte de Pontevedra y en Orense llaman a dichas reuniones seranes. En otros puntos, como en los lugares próximos a Betanzos se denominan tascas.

Generalmente, y esto es muy común en las provincias de la Coruña y de Lugo, se conocen por el nombre de filadas (hiladas), Los primeros nombres no tienen para nosotros derivación posible; pero el último, el de filadas, se explica y justifica muy fácilmente con decir que las mujeres de todas edades concurrentes a las susodichas reuniones, se ocupan en hilar, bien el lino, bien la estopa o cáñamo, que respectivamente trabajan para la venta, o para sus ropas interiores. Estos seranes o hiladas, tienen mucho de curioso, y aun diríamos de poético; si no hubiera caído en desuso una parte que, como esta y otras semejantes, no es corriente entre la sociedad positivista de este siglo, tan materializado por su fortuna o por su desgracia; que bien pueden ser ambas cosas.

A semejanza de las sociedades cultas, no faltan allí sus the danzants, sus bouffes, etc.—Únicamente bajo este punto de vista dejan de ser poéticos los seranes.—Las viandas y los líquidos de que se componen tales banquetes, son groseros por demás.

En el centro de aquellos monumentales fogones (lareiras, que allí dicen), se alimentan enormes hogueras con tojo seco y gruesos pedazos de roble.

Con las ascuas y las cenizas hacen una especie de cama, de forma circular, y en ella sumergen una o  dos fanegas de castañas; fruto abundantísimo de aquel fértil país.—A esto llaman hacer un magosto. He aquí también otra frase que, aunque originarios de aquel país y conocedores de su dialecto, no nos explicamos sino en su aplicación material y exclusiva: pero esto no hace al caso.

En estas campesinas tertulias, o seranes, como se ve, no se omiten los banquetes; y a falta de suculentos manjares y sin consultar a la cocina francesa e italiana, se sirve el farináceo fruto, plato universalmente exclusivo, único, aislado, pero no desabrido para estómagos y paladares que tan felices ha hecho la pródiga y previsora naturaleza. Comúnmente son las gentes viejas quienes cuidan de remover y hacer saltar las consabidas castalias.

Ni de oídas conocen nuestras sencillas gentes el bourdeaux, el Rhin, ni menos el champagne; pero el agujeta cunde en enormes cuencos de madera; y este vino especial, goza de cierta reputación y un privilegio que nosotros impugnaríamos de todas veras.

A esto llaman refrescar, y sobre todo en invierno se explica la frase.

Es costumbre entre las mozas y mozos solteros galantearse y requerirse de amores en tales sitios; y por esto vienen a ser los seranes como centro de contratación matrimonial.

Creemos que los curas de las parroquias no tendrán razón alguna que desmienta nuestro aserto.

Úsase entre aquellos sencillísimos labradores un modo bien singular de enamorarse; cosa indefinible en cierto modo, porque no tiene ejemplo y es exclusiva en aquel país donde nada es exótico, y donde por el contrario todo, hasta el especial celaje, tiene su sabor y color local.

Consiste en un complicado requiebro, mezcla de Ininteligible castellano y peor gallego, en que dos novios se llevan tres largas horas hablando en confusa jerga; bien diciéndose sus cuitas, o bien pidiéndose celos.—A vueltas de largos párrafos, que ni aun ellos mismos comprenden (y esto podemos asegurarlo) se preguntan y se responden tan sin reposo y con tal precipitación, que muchas veces se hace su respiración fatigosa.

Suele acontecer, sin embargo, que a veces se lo dice todo el galán; y ella responde con cierta gazmoñería que se traduce en los gestos y en las miradas al soslayo. Esta es la inocente coquetería de los campos. Nos faltaba un detalle: la parte mímica o de acción. Es imitada, pero fuerte.

Ambos enamorados enlazan los dedos índices de sus respectivas diestras, y según el piano o el crescendo de la pasión, así se los retuercen mutuamente, con más o menos  fuerza. —De esta elocuencia digital, si se nos permite la frase, suelen sacar partido los galanes del país. El más sabio entre todos, es aquel que más párrafos ensarta y más estruja los dedos de su tórtola: esto es lo culminante, lo volcánico de un amor verdadero.

A este género de enamoramiento, llaman los campesinos enchoyar; equivalente de requebrar, de decir galanteos.

Las gentes bruscas, poco finas, son aquellas que no enchoyan, que no requiebran.

Hemos demostrado ya que en los seranes o reuniones se refresca y se galantea. Réstanos decir que con gran frecuencia se baila.

La consabida gaita, los panderos y las castañuelas constituyen la orquesta.

La muiñeira es el baile preferido; mas por una extraña anomalía, también se hace el gasto a la jota y a un wals sui generis, que las gentes de las ciudades debieron importar en sus estancias de verano. Por último, réstanos decir, que los molinos son los lugares donde con más frecuencia se celebran estos seranes o hiladas; principalmente cuando llega la sazón de preparar el pan necesario para el consumo de los consabidos ocho días.

 

 

III.

 

En el molino de la parroquia de las Achas se celebraba uno de los más animados seranes. Casi todos los concurrentes acababan de regresar de la misa del gallo, pues era nada menos que la Noche-buena; y los campesinos gallegos son bastante religiosos para no celebrar ruidosamente un tan extraordinario acontecimiento, cual es el Natalicio del Redentor.

Por espacio de una hora el bailoteo y el bullicio fueron estrepitosos.

El que hacia los honores a la reunión, era el molinero, hombre muy anciano y mucho más decidor.

Sin duda el estrépito hubo de descomponerle la cabeza; pues cuando menos se esperaba, terció resueltamente y propuso que se esperase al día, contando cuentos.

Olvidábamos decir que este es otro de los entretenimientos que amenizan los seranes.

A falta de espectáculos o de asuntos políticos sobre qué tratar, aquellas sencillas gentes cuentan cuentos e historias, en cuya materia como en la de enchoyar son contados los sobresalientes. -22-

Uno de estos, en punto a historia, era el molinero.

Su proposición fue acogida por unanimidad, y aun el que tiene el honor de escribir estas líneas, se interesó con  su voto.   

El molinero tomó asiento sobre dos costales de maíz,  y alrededor suyo formaron corro más de cincuenta curiosos.

Contra su costumbre, no habló aquella noche de la memorable  guerra de la independencia, en que el orador, según  su cuenta, mató, o más bien cazó, oculto por unas matas, exactamente ochenta y cuatro franceses.

El asunto de que se ocupó era más oportuno, y aun de actualidad, de época.

Tosió, según su hábito de comenzar, tres o cuatro veces, impuso silencio otras tantas, y por último empezó su cuento.

Versaba el asunto sobre una remotísima y veraz leyenda del Castillo del Otero.

Con esto era el orador una especie de genio, más que un  cronista, que un historiador; porque casi se le escuchaba con la misma fe que si se tratara de un testigo ocular.

El asunto databa del año 1391. El molinero había sido un mozo de los más templados, por lo que él mismo contaba, que contribuyeron en Puente San Payo, a las órdenes del célebre guerrillero, a causar una espantosa derrota en las huestes imperiales, que tan mal libradas salieron en el territorio gallego.

He aquí la historia del Castillo del Otero, tal como la hemos oído de sus propios labios.

 

 

IV.

 

«Hoy—dijo—hace cuatrocientas cincuenta y nueve Noches-buenas, que ocurrió en este mismo lugar uno de los sucesos más espantosos de que pueden hacer memoria los  siglos.

No era una gran ciudad, pero tampoco era entonces un lugarejo la parroquia de las Achas.

—Era una hermosa villa, ganada por un gran caudillo a los moros, quienes la tenían convertida en un verdadero edén, tan florido y fresco y ameno como el que a esos perros infieles ha prometido en el otro mundo su engañoso profeta.

Esas ruinas, señores, que nosotros llamamos el Castillo del Otero, eran nada menos que un soberbio palacio, donde habitaban los dueños conquistadores de esta comarca.

Su último dominador, de quien dicen se llamaba don Iñigo, contaba el año mismo en que acaeció su fallecimiento los setenta y cuatro de su edad.  

Tenía una hija, que a su vez frisaba en las veinte primaveras, y cuyo rostro era una maravilla del poderoso Criador, que tan raras bellezas se complace en crear para admiración y culto de los hombres.

Habían la puesto por nombre Flora; y si no me engaño, parece que este nombre concordaba singularmente con la  divinidad que debió venir al mundo con el solo fin de reinar  como diosa en el jardín más florido.

Desde muy tierna edad había perdido a la autora de sus  días, y el desconsolado don Iñigo, a falta de un heredero varón,  concentró en aquella hija única todo su mayor cariño, todos  sus afanes y desvelos. Cuando el cielo concedió al castellano  una heredera, ya no era ni con mucho un joven, pues  cincuenta y cuatro eneros de su vida quedaban en pos de él,  revoloteando perdidos entre la bruma de su pasado, como las  hojas del árbol arremolinadas por el viento.

Sólo en el castillo con su vástago, consagró el resto de su  vida a hacer de Flora una especie de ídolo, a quien prodigaba  una existencia verdaderamente regia.

Aquel amante padre llegó a creer, en la ceguedad de su  cariño, que la mucha superficie de la tierra, era sobrado mezquina  para formar con ella un imperio a su hija idolatrada; y  lamentó profundamente no haber nacido monarca poderoso, para ceñir las sienes de Flora con una corona más grande aun que la que siglos después ciñó la magnánima Isabel I.

Pero en el limitado círculo de su poder y de su riqueza,  nada omitió para rendir un culto debido a su inapreciable  señor. Así es que Flora creció y se desarrolló, sin traspasar el  recinto del palacio feudal, como Venus debió formarse dentro  de su divina concha en los vastos dominios de Neptuno.

Salones suntuosos, ricas galas, numerosa servidumbre,  todo esto y mucho más aun acompañó a la bella hija de don  Iñigo desde su ilustre y afortunada cuna.

Por eso Flora, muy semejante a la diosa citada, se alzó  sobre la villa señorial de las Achas deslumbradora y esplendente  como un lucero, causando la admiración de sus futuros  vasallos; cosa que complacía extremadamente al orgulloso  viejo guardador avaro de tan rica joya.

 

 

V.

 

El viejo castellano, tan ganoso de hacer de su cara hija  una divinidad, de adornar y enaltecer su privilegiada hermosura,  descuidó lamentablemente la parte moral... No se  había hecho cargo que la primer belleza de una mujer está  en el corazón y en las virtudes de su alma.

La hermosura de Flora brilló, con efecto; mas también  sobresalieron como dos feos lunares en el cielo de su frente los defectos negros de la ambición y la soberbia.

Esto, que don Iñigo debió combatir, fue precisamente lo que más satisfecho le dejó de su obra... ¡Pobre padre.!—Su obcecación o su amor delirante no le permitió leer en el porvenir que Dios, en sus altos designios, reservaba a la hija de su corazón.

De este modo se explica cómo los antiguos moradores de  la villa de las Achas, si admiraban con la mayor sinceridad  tanta belleza, también sentían hacia Flora y su soberbia un temor tal, que solo es comparable al que sufre el cordero  indefenso bajo la desgarradora zarpa de un hambriento  labo...

Flora, pues, era un ángel en el cuerpo, los que tal decían  y creían, murmuraban por lo bajo:

—¡Lástima grande que Luzbel hubiese sido arrastrado al abismo por el pecado de la soberbia! ¡Era tan hermoso!...

Uno de los oyentes interrumpió al molinero, al llegar a esta parte de su narración.

Era este una joven labradora, que con la ingenuidad  y candidez mayores, preguntó al narrador:

—¿Pues ese Luzbel, no es el mismo demonio que tienta y  pierde a los cristianos?

—Claro está que es el mismo, respondió el molinero.

—Entonces ¿cómo dice vd. que era tan hermoso?

—Y tanto, que no tenía igual entre los querubines. -23-

—Pero ¿se olvida vd., señor Juan, de que el demonio, además de ser feo, tiene cara de ratón, cuernos de ciervo, alas de murciélago y patas de cabra?... Así es como lo pinta el señor cura, y el señor cura sabe muy bien lo que se dice.

El molinero, sorprendido por la argumentación de la  muchacha, se rascó una oreja, y respondió:

—Tienes razón, Marta, no se me había ocurrido, y a la verdad no sé cómo puede ser eso.

Un murmullo de aprobación hizo comprender a Marta  que acababa de hablar como un libro, costando gran trabajo al que escribe estos renglones el contener la risa por tanta sencillez.

El molinero continuó:

 

VI.

 

—«Había llegado Flora a los veinte años...

El anciano y afanoso padre, que tenía ya un pie dentro del sepulcro y miraba extinguirse su raza, buscó entre los caballeros más principales de aquellos contornos, un marido para su hija.

Los más apuestos, gallardos y poderosos corrieron a  besar los pies de la beldad encantadora.

¡Cosa extraña, y que parece imposible! Ninguno consiguió  agradar a la impasible Flora.

¿En qué consistía pues?

Don Iñigo hizo a su hija esta misma pregunta, no sin  sentir cierta contrariedad, por la primera vez de su vida.

Flora le respondió con extremada energía:

—No se canse vd.,padre mío: si no es a un hombre más poderoso que el mismo rey, a nadie entregaré mi mano.

Don Iñigo temió por un momento que su hija se había vuelto loca; pero recogiéndose en el fondo de su conciencia, no tardó mucho en comprender la causa de tan singular proposición.

El mismo, con su desacertada y perniciosa educación,  había hecho a Flora soñar con imperios desconocidos, sobrenaturales.

Más de una vez tendió la vista por esta comarca; pero a pesar de sus años distinguió, no sin tristeza, los cercanos límites de su corto dominio.

Las Achas podía ser una buena villa; pero no llegaba,  ni con mucho, para levantar un imperio... Desde entonces comenzó a mostrarse abatido y pesaroso.

Flora, ni siquiera se cuidó de preguntar a su padre la  causa de tal tristeza.

Era que su mente vagaba por espacios desconocidos buscando un algo superior a aquel decrépito y miserable anciano.

 

VII.

 

El viejo don Iñigo, era ya un vaso deteriorado, roto, por  cuyos poros y hendiduras se evaporaba muy velozmente el ligero éter de la vida.

La obstinación de Flora conmovió hasta tal punto aquel  encorvado y exánime cuerpo, que ya su ruina total era visible a todas luces.

Más de una vez quiso insistir y suplicó a la joven, que acudiese a verificar su enlace; pero había ésta llegado a adquirir tanto dominio sobre el autor de sus días, que por último consiguió que no se la hablara más del asunto.

¿Es que aspiraba realmente a la mano de algún monarca  poderoso No se concibe semejante ceguedad.

¿O renunciaba a ser, aunque bilateralmente, la continuadora de su espirante progenie?

He aquí lo que vamos a saber muy pronto.

 

VIII.

 

Cierta noche de otoño, contemplaba desde su cámara,  a través de las celosías, el estrellado manto azul, en  que la luna menguante proyectaba débil resplandor.

Todo dormía en redor de la joven, y tan solo el murmullo  de la brisa formaba un vago concierto con el del cercano  río.

Al mirar al cielo Flora ¿meditaba en la grandeza de  Dios?...

Su corazón lo sabía en aquel momento.

Trascurrió como una media hora.

Al cabo de ella, bajó los ojos la heredera de don Iñigo, y los fijó con vaguedad en las desnudas copas de la próxima arboleda: dos lágrimas, dos perlas, corrieron por sus aterciopeladas mejillas y se anidaron en su seno de nieve.

¡Lloraba!...

¿Era aquel llanto el fruto de una meditación piadosa, o tal vez lo producía la achacosa vejez de su anciano padre?

¡Ah! que también lloró el ángel rebelde después de su  caída; pero aquellas lágrimas no las arrancó el arrepentimiento,  que las hizo brotar la soberbia!

¡Pobre ángel!... ¡pasión desgarradora!

Los delgados labios de Flora, empezaron a murmurar  palabras ininteligibles. Poco a poco estas se acentuaron, y a medida que se animaba tan singular monólogo, el pecho de la joven agitábase con violencia, presa de una emoción poderosísima.

De pronto se incorporó, y sus ojos adquirieron un brillo  terrible. Llevó a su seno palpitante las manos convulsas, y exclamó con frenesí:

—¡Oh! Yo quiero un imperio, si, un imperio; y si no lo hallo en el mundo, lo compraré al demonio en el otro, dándole en precio mi alma!

De pronto y como si brotara del aire o de la tierra, se la  apareció un desconocido.

Varios gritos de espanto volvieron a interrumpir al molinero.

?¡Jesús! ¡María y José! exclamaron algunas viejas, haciendo tres veces consecutivas la señal de la cruz. El señor Juan dijo entonces:

—Si es que se asusta el auditorio, doy por acabado mi cuento.

—¡No no! ¡que siga!—gritaron a la vez más de treinta voces.

Las mismas que se habían santiguado, venciendo su curiosidad  a su terror, manifestaron la misma opinión.

El molinero continuó de esta suerte.

 

 

IX.

—Otra mujer que no la hija de don Iñigo, se hubiese asustado ante el aparecido.

Pero Flora ni siquiera se sobrecogió, y antes por el contrario le miró frente a frente.

— ¿Me has llamado?—la interrogó, con voz que no parecía de este mundo, el sobrenatural personaje.

—Y ¿quién eres tú? preguntó a su vez la joven.

—Quien puede darle un imperio, quien podrá hacerte más poderosa que los monarcas del mundo reunidos.

—Entonces eres...

—Lo has adivinado, pues leo en tu pensamiento: soy Satanás.

Flora contempló con viva curiosidad a su interlocutor.

—¿Qué extrañas? preguntó éste sonriendo de un modo particular.

—Nada; es que te cría horrible.—Dijo Flora.

—Una de tantas calumnias como los hombres me levantan; repuso el diablo sencillamente; así, por ese temor, son todas sus opiniones acerca de mí.

Efectivamente, la hija de don Iñigo creyó encontrarle sobrenaturalmente hermoso.

Era un joven de edad indefinible, cuyas facciones traspasaban los límites de la perfección humana. Sus cabellos negros y la mirada penetrante, dábanle un tinte de pasión, que el más hábil pincel no reproduciría.

Solamente un defecto se notaba en aquel rostro: este defecto consistía en una demacración dolorosa. Dicen que a veces el semblante es el espejo del alma.

Si esto es verdad, en el semblante del diablo se reproducían de un modo cruel sus pasiones, sus vicios, y muy particularmente su orgullo impío y eterno.

El genio del mal preguntó a Flora:

—¿Deseas dominar, poseer estados, vasallos, riquezas sin cuento?

—Sí, contestó la joven con resolución espantosa.

—¿Y el precio?

—Ya lo sabes: te daré mi alma.

—Quiero que me concedas algo más.

—Habla, y veré si me conviene.

—Debemos firmar ambos un contrato; dijo el diablo con cierto aire de logrero[2] desconfiado.

—Lo firmaré, aseguró Flora.

—Pero ¿ignoras la tinta en que debes mojar la pluma, para que sea válida tu firma?

—¿Qué tinta es?

—La sangre de tu padre.

La hija de don Iñigo se estremeció al oír esta impía exigencia del diablo, y permaneció indecisa, como turbada. El mal espíritu arrojó sobre aquella alma, con su mirada siniestra, una descarga de tentación.

En seguida repuso, haciendo ademán de irse, y con taimado tono de indiferencia:

—Ya que eso te espanta, no quiero perder un tiempo precioso... abur[3]... Me voy a Tlascala, donde se me prepara un negocio más fácil y productivo.

—¿Qué país es ese? preguntó Flora; serenándose y con curiosidad.

—Uno de mis muchos imperios: está más allá de los mares, voy pues, a conquistarme, por menos precio, toda una población india.

—¿Y cómo?

—Bien sencillamente: son idólatras; les falta, entre sus muchos tutelares, un dios que aún desconocen: voy a colocarlo en su templo, y desde entonces esa nación tan pacífica, no se dará tregua en despedazarse a sí misma.

—¿Qué dios será, pues?

—El decírtelo valdría tanto como hacerte igual a mí; yo no he venido sino a darte un imperio. ¿Aceptas?

—Pero me pides la vida de mi padre.

—Te pido tan solo algunas horas de su vida.

—Es un precio exorbitante, horroroso.

—¿Y el imperio que te doy?... Vamos, no puedo perder el tiempo: tengo que andar antes de dos minutos cerca de dos mil leguas... ¿Aceptas, sí o no?

La hija de don Iñigo vaciló un momento, pero instada por Satanás, contestó resueltamente:

—Pues bien, acepto. ¿Y quién ha de herirle?

—Tú misma.

— ¿En dónde?

—En el corazón.

—¿Cuándo?

—La noche del 24 de diciembre.

—¿A qué hora?

—Después de las doce.

—¡Y entonces... ¡

—Firmarás el contrato, y te daré el imperio.

El diablo, concluido este pacto fatal, tocó con sus manos el corazón de Flora, imponiéndoselas luego sobre la cabeza como en señal de dominio y se despidió hasta el 24 de diciembre; desapareciendo en la misma forma que se había presentado.

Sin duda iba a dar  a los pobres indios su nuevo y terrible  dios. ¡Tristes indios! ¡pobre mundo! -44-

 

 

 

X.

 

El anciano don Iñigo pareció sacar fuerzas de flaqueza, y procuró dominar a su hija para determinarla a tomar un partido. Ella rechazó, pero el castellano insistió hasta tal punto, que exasperada su hija por tan repentino cambio en el carácter del pobre viejo, empezó a abrigar hacia él cierto rencor. Este rencor se convirtió por fin en odio, pero en odio profundo, mortal.

No en vano Satanás había tocado a su corazón y a su cabeza.

De este modo transcurrieron sobre unos veinte días, y llegó el 24 de diciembre.

Que noche ¡oh Dios! ¡Qué noche tan horrorosa la que siguió a aquel día!...»

El molinero al llegar aquí de su narración hizo una prolongada pausa.

Esta vez, sin embargo, nadie alzó su voz para dirigirle una sola pregunta: todos estaban dominados por una fuerte curiosidad, mezclada de cierto pánico.

El señor Juan sacó los avíos de fumar y lió un enorme cigarro de tabaco Virginio: dióle fuego, aspiró dos bocanadas de humo y añadió:

 

XI.

 

—«No hay en este mundo plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, como dijo el otro; y así es que después de un día bastante nublado, llegó la noche del 24 de diciembre, con más agua que lleva el Miño al acercarse al lado de Oporto.

En la casa más humilde de las Achas reinaba mayor alegría que en el castillo del Otero.

Eran las once de la noche, y don Iñigo y su hija se hallaban colocados ante una mesa, servidos por un solo criado. Ni el anciano ni Flora podían atravesar bocado de la colación[4]: el pesar había robado el apetito al primero, y la perversa joven era presa de una emoción más fuerte que su orgullo mismo.

A cada instante que transcurría, vagaba su mirada por el comedor, movida por extremo brillo, y cuando la fijaba era para contemplar con expresión infernal, odiosa, al imprudente autor de sus días.

Este, cargada su cabeza por multitud de penosas ideas y amargos recuerdos, medio dormitaba sobre el blanco mantel de la triste mesa.

Sonaron las once y media, que marcó la campana de ánimas[5] de la iglesia vecina.

Flora entonces se levantó con sigilo y dio orden a sus criados de que se retiraran a descansar.

El silencio llegó a ser tan profundo como el de una tumba, pues en el palacio del Otero tan solo permanecían en pie don Iñigo y su hija.

El tiempo para el criminal se desliza siempre con espantosa velocidad. Así le pareció a Flora, que deseaba y temía la vez fuese llegada la media noche. El anciano continuaba en su sueño, en aquella especie de amodorramiento que le causaban sus muchas penas, tan  fatigosas como sus años.

La campana de las Achas marcó con lúgubre tañido  una hora más misteriosa y triste de la noche. Flora sintió una especie de escalofrió, y miró con insistencia  a la puerta del comedor, como si hubiese de abrirse  para  dar paso a su esperado huésped.

Por espacio de veinte segundos no vio señales de que Satanás cumpliese su palabra.

Pero la campana de ánimas cesó de tañir, y el ángel rebelde de se apareció entonces como una exhalación.

No había hecho uso de la puerta para nada.

Flora se levantó de su asiento como impelida por un resorte.

 

XII.

—Aquí me tienes, dijo el diablo, dispuesto a cumplirte ni promesa.

Y presentó a la joven un pergamino lleno de extraños  caracteres.

—¿Qué haces?—añadió viendo la perplejidad de su víctima.

Esta respondió:

—Es que se me resiste cometer tan espantoso crimen: no tengo valor... ¿Para qué necesitas la sangre de mi padre?

¿No tienes ya mi alma?

—No es bastante,—repuso el diablo;—para que los contratos que yo celebro sean válidos, preciso es que aquellos humanos a quienes protejo cometan una acción que me garantice contra su falsedad: esto suple al juramento que suele emplear la justicia de la tierra.

Flora vaciló aun algunos momentos.

—¿Te decides? ¿sí o no? insistió el diablo.

—Pero esto es horrible, dijo Flora con temblorosa voz, y contemplando con espanto al pobre anciano que dormitaba cerca de ella.

—Pues entonces—observó Satanás—quédate dueña de este miserable pueblo, y renuncia al imperio prometido: vasallos, oro, grandeza, todo, todo lo renuncias, por no arrancar dos horas de vida a un miserable e inútil viejo, que se apaga como una lámpara.

La desventurada joven pareció volver en sí, adquiriendo una energía que tenía mucho de satánico y se parecía en algún modo a la fiebre.

El demonio la señaló con el dedo a su padre dormido.

Flora adelantó hasta don Iñigo, empujada por el gesto y el mirar de su maldito protector.

—¡Hiere! exclamó éste de un modo terrible; pero su voz  fue oída tan solamente por la joven.

Flora sacó de su seno un puñal, cuya aguda hoja brilló de un modo siniestro.

Agitólo en el aire, pero se detuvo indecisa.

—¡Renuncias a tu imperio! volvió a decir Satanás de un modo insinuante.

La mano de Flora, descendió por fin sobre la espalda de su padre, y una lluvia encarnada salpicó los blancos vestidos  de la parricida.

Don Iñigo arrojó un espantoso grito; el puñal había penetrado  hasta su corazón.

Con ojos agonizantes contempló entre la bruma de la muerte; la espantosa actitud de su hija, y una última y suprema  luz le permitió reconocer en ella su asesino.

—¡Maldita seas! pronunció dominando con supremo esfuerzo el estertor de la muerte.-45 –

Y cayó hecho cadáver.

Flora le contemplo con espanto, pero Satanás la arrancó de aquella situación, gritando:

—Ya no es tiempo ¡firma!

Y presentó a su víctima el fatal pergamino y una pluma mojada en la sangre del anciano, que ella rechazó con  horror.

Pero Satanás se apoderó de su mano con fuerza irresistible; y entonces la joven vio que la miraba fijamente el donador de tan caro imperio.

El ángel rebelde se había transformado, y Flora le contempló en todo el infernal esplendor de su majestad y su soberbia.

Estaba quizás más hermoso, pero con una hermosura  resplandeciente, sobrenatural, y tenía alas de fuego y ojos que brillaban como ascuas.

—¡Firma! volvió a gritar el ángel de las tinieblas.

Flora le cobró un repentino terror, pero fascinada, dominada, tomó con mano convulsa aquella pluma impregnada en la sangre paternal.

Iba a completarse el monstruoso parricidio, y Luzbel crujía sus alas con espantoso júbilo.

Pero la campana de la iglesia vecina sonó en aquel supremo instante, convocando a los fieles a la misa del gallo.

— ¡Virgen Santísima! ¡padre mío! perdonadme y amparadme!—exclamó la desgraciada Flora, doblando las rodillas en actitud de orar.

La campana había despertado en su corazón ambicioso la voz del arrepentimiento.

Satanás lanzó un rugido tan espantoso, que más bien parecía un trueno que voz humana, y abandonó con desesperación a su presa.

Pero al querer salir del castillo, sus alas despidieron torbellinos de fuego. Instantáneamente los vecinos que se dirigían a la misa del gallo, contemplaron el más voraz incendio que habían visto en todos los días de su vida. Nadie se apresuró a prestar su socorro, pues todos comprendían que esto era inútil.

Así terminó aquella desgarradora escena.

—Pero, ¿y qué fue de Flora? preguntó la misma que juzgaba a Satanás provisto de alas de murciélago y patas de cabra, interrumpiendo al molinero.

—El Señor—continuó el tío Juan—la impuso una gran penitencia, que tan solo se acabará con el mundo.

—¿Entonces, Dios la habrá perdonado?

—Sí, por intercesión de la Virgen Santísima, cuyo nombre había invocado la desgraciada.

Cuéntase que los vecinos de las Achas, vieron alzarse sobre las llamas del incendio una figura blanca, figura de mujer: se supone que era la arrepentida Flora.

Desde entonces, y cuando llégala Noche-Buena, se aparece la hija de don Iñigo sobre las ruinas del que fue castillo de sus mayores, y pequeño alcázar de su soberbia...

—¿Dícese que es muy hermosa, señor Juan? preguntó una vieja.

—Ciertamente; y yo la he visto en los mejores años de m mocedad, tal noche como esta; respondió con perfecta seriedad el molinero.—Suele vagar en torno a las ruinas del Otero, desde que media la noche hasta que asoma el día.

—¿Y que hace a esa hora?

—¡Quién sabe! se convierte en aire, o se la traga la tierra. Es posible que en este momento pudiese vérsela: es blanca como la nieve, y trasparente como la luna.—¿Quién de entre ístos mozos quiere ir a ver si tropieza en el Otero con la sombra de doña Flora?—añadió con sorna, el tío Juan.

Nadie, sin embargo, encontró aceptable su proposición.

Tan solo uno dijo con ingenuidad:

—Yo no voy, no tanto por que sea un alma del otro mundo, como por el recuerdo de que la soberbia ha sido causa de sus desgracias: que Dios la perdone, señor Juan; pero yo temo más aún a un parricida que a todos los aparecidos que puedan andar por ahí a deshora: será una cobardía, corriente, pero es la verdad.

Renunciamos a los mil comentarios que se hicieron acerca de la salvación más o menos probable del alma de Flora; pero sí diremos que el serán, duró hasta la madrugada, y aun aquellos sencillos campesinos no habían agotado el asunto a que se refiere el tan misterioso como dudoso castillo del Otero.

 

Manuel VÁZQUEZ TABOADA

 

 

 

FUENTE: “El castillo del Otero. Cuento”. Museo de las familias, segunda serie, año XII, núm.3 1864, pp.20-23 y núm. 6, pp. 43-45.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Tomado de una tradición popular. (Nota del autor).

[2] Logrero: Persona que presta dinero cobrando por ello un interés excesivamente alto. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Abur: adiós

[4] Colación: Refacción de dulces, pastas y a veces fiambres, con que se obsequia a un huésped o se celebra algún suceso. (Diccionario de la lengua española, RAE).  Comida más refinada en la vigilia de la Navidad.

[5] Campana de ánimas: toque de la campana en la iglesia del pueblo,  sobre las nueve de la noche, para recordar la costumbre de rezar por las  Almas del Purgatorio. El toque de la campana servía a modo de reloj.