DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

 Cuentos y Leyendas. Estab. tip. de P. Nuñez, 1875, pp. 107-160.

Acontecimientos
Caída de Rodrigo Calderón, secretario del rey, ajusticiamiento
Personajes
Rodrigo Calderón
Enlaces
L. Vargas

LOCALIZACIÓN

MADRID

Valoración Media: / 5

Don Rodrigo Calderón. Leyenda biográfica-anecdótica

I.

 

Cuando se preparaba la corte a partir a Lisboa a la jura del príncipe de Asturias, en los primeros días del año 1619, mandó su padre Felipe III prender a D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete-iglesias, conde de la Oliva, que había sido anteriormente ministro, o como entonces se decía, secretario del duque de Lerma, quien desde su paje le había levantado hasta aquella altura.

D. Rodrigo, creyendo ser más prudente que su protector, que para burlar a sus enemigos se hizo cardenal de la Santa Iglesia romana, dando ocasión a que el pueblo le captase aquella insolente copla:

El ladrón más afamado, por no morir degollado

se vistió de colorado;

 D. Rodrigo, declaramos, al perder la privanza, se había retirado a Valladolid, ocultando a la vista de todo el mundo sus riquezas, que eran verdaderamente fabulosas, y arrancando de paso a Felipe III una cédula en que le daba por buen servidor; pero las intrigas palaciegas y -108- acaso la justicia divina pudieron más que sus precauciones.

El 20 de febrero de 1619, a la una de la noche, hallándose en su retiro acostado con su esposa, oyó grandes rumores cercanos, y como se incorporase en el lecho para poner más atención, vio entrar con una luz a su paje de alcoba, seguido de D. Fernando Ramírez Fariña, consejero de Castilla, y de D: Francisco de Irazábal, caballero del hábito de Santiago, los dos con buen golpe de soldados y gentes de justicia. Al punto D. Rodrigo, que esperaba la visita desde mucho tiempo atrás, comprendió su ocasión, y en buen talante y voz segura lo dijo así a los mensajeros.

?Tiene razón vuecelencia, respondió Fariña. Venimos a prenderle por mandato de su majestad.

 

Al oír estas palabras se desmayó la esposa del caído secretario de Felipe III.

?Cúmplase la voluntad del rey, murmuro éste con tranquilidad.

Vistióle el paje apresuradamente, sin que diera D. Rodrigo muestras de temor alguno, aunque afirma un biógrafo de poca cuenta que no acertaba a calzarse, lo que a ser verdad, no su propia fortaleza, sino la del, pajecillo amenguaría; y habiéndose apoderado Fariña de su persona, la puso con las formalidades de la ley debajo de la guarda de Irazábal, quien -109- a aquella misma hora en un coche cerrado y custodiado, lo condujo a la casa llamada del Cordón, propia del marqués de Ávila-fuente, desde donde se trasladó pocos días después al castillo de Montánchez, que está en tierras de Extremadura, y a la orden de Alcántara pertenecía.

El señor licenciado D. García Pérez de Araciel, fiscal de S. M. en esta causa, acusaba a D. Rodrigo Calderón - De culpado en la muerte de la señora reina doña Margarita de Austria.

De haber dado hechizos al señor rey D. Felipe III, para ganar sus voluntades.

De haber envenenado al padre maestro fray Luis de Aliaga, inquisidor general y confesor del rey.

De haber hecho matar a D. Alonso Carvajal, caballero del hábito de Santiago, al padre Cristóbal Suarez, de la compañía de Jesús, y Pedro Caballero y a Alonso del Camino.

Esta parte de la acusación no se pudo probar, y los jueces la desestimaron.

Era además, en casi todos sus puntos, infundada:

La reina Margarita había muerto naturalmente de sobreparto, en 1611, asistida de enemigos de Calderón, como el patriarca de las Indias, D. Diego de Guzmán, arzobispo de Tiro, que después escribió su historia.

-110- Felipe III no necesitaba de hechizos para ser un rey a la buena de Dios.

El padre Aliaga ni había muerto, ni murió sino mucho tiempo después, desterrado por el conde-duque de Olivares.

Por lo que toca a Carvajal, Suarez, Caballero y Camino, no hemos podido hallar rastro de su vida ni de su muerte.

La que resulta del proceso plenamente probada y justificó la sentencia atroz de D. Rodrigo, fue la de Agustín de Ávila, alguacil de Corte, muerto en la cárcel, después que intentaron envenenarle por orden del Secretario; y la de Francisco de Juara, asesinado por el sargento mayor D. Juan de Guzmán, a quien pagó el marqués de Siete - Iglesias liberalmente su hazaña.

De estos dos personajes se conservan muy pocas noticias; pero convienen casi todas en que Francisco de Juara era un truhán devoto de D. Rodrigo, a quien servía como de corredor para allegar pretendientes y desplumarlos. Cuando la reina Margarita comenzó a minar el poder del secretario, puso los ojos en Juara, que podía ser muy útil a sus planes, como depositario de muchos secretos del valido; pero exigían las artes de la intriga que primero se le amedrentara, y al presentarse a prenderle por orden de la reina el famoso licenciado Gregorio López (a quien tanto debe la jurisprudencia -111- española, hijo natural del no menos famoso generalísimo de Lepanto), halló que Juara, sin saber por dónde ni cómo, había partido al extranjero con el oro y la ayuda de D. Rodrigo. Poco tiempo después, mal hallado en la emigración, volvióse a España, y tan resuelto y descarado, que quería morar en la misma posada del ministro, con que puso a éste en el extremo de hacerle salir para Portugal, en tan buena sazón que ya acudía a prenderle Gregorio López.

Llegaba Juara apenas a Hornachuelos, cuando D. Juan de Guzmán, sargento mayor, a quien conocía por allegado al ministro, se le reunió cabalgando en un poderoso alazán con el hierro y la corona del marqués de Siete Iglesias. Cenaron juntos en un mesón, y al día siguiente amaneció Francisco de Juara asesinado.

 

De Agustín de Ávila, o sea Avililla, el alguacil, como le llama Quevedo en sus Anales de quince días, se sabe solamente que estando preso en la cárcel de Corte, salió a una ventana dando gritos lastimeros, y poco después pareció ahogado en su mismo calabozo.

El cui prodest que tantos delitos ha descubierto, atribuyó este al Secretario. Todo Madrid lo aseguraba como artículo de fe.

A estos crímenes se juntó su avaricia insaciable, su vanidad extremada, o su torpe manejo de los  -112-negocios públicos, que si no sé tenía por el mayor crimen en aquellos tiempos, debe de serlo en los presentes, por lo mismo que esta gangrena social nunca se cura.

Amasar palacios y caudales con el sudor del pueblo, es en los que le gobiernan el más imperdonable delito. A fabulosos extremos llegó en este punto el conde de la Oliva

Sobre sus títulos, empleos y preeminencias, gozaba de los siguientes gajes y regalías.

Un regimiento con voz y voto en Valladolid.

Un maravedí de cada bula de la Cruzada, que se imprimía en aquella ciudad

Un balcón perpetuo en su casa de ayuntamiento.

Un aposento perpetuo en el corral del príncipe de Madrid.[1]

Otro aposento perpetuo en su casa de comedias.

Dos regimientos con voz y voto, en la ciudad de Plasencia.

 La mitad de los hallazgos del buzo. (Que es lo que se saca del mar cuando naufraga una embarcación. En aquellos tiempos, en que tantas flotas de América, mal gobernadas, perecían -113-en los mares, este derecho valía muchos miles de ducados.)

Pagábale también derecho el palo del Brasil, llamado campeche.

Pagábanselo también las piedras de tahona y de afilar, que se exportaban a América.

En suma, sus rentas ascendían a doscientos mil ducados; y sobre esto dicen las memorias secretas de aquel tiempo, que sacaba a los pretendientes..... ¡para guantes!

Escondidas en una casa de Valladolid halláronse, cuando le prendieron, tales y tantas alhajas, que los diamantes por sí solos montaban a dos mil cuatrocientos once.

La almoneda pública que se hizo por mandato del tribunal, importó setecientos sesenta mil ducados, sin contar la ropa blanca, que ascendió a doce mil, ni las pinturas, coches y caballerizas, que tasadas en doscientos sesenta y cuatro mil setecientos ocho ducados, no llegaron a venderse.

 

II.

 

Fue una lección tan notable a los ambiciosos políticos la vida y la muerte del marqués de Siete-Iglesias, que no parece fuera de propósito el relatarlas aquí, con la posible brevedad.

Flamenco D. Rodrigo, como nacido en Amberes del Capitán D. Francisco Calderón -114-y de una doncella alemana, después mujer de su padre, vínose con éste a Valladolid para entrar al servicio del vice-canciller de Aragón, servicio que trocaba poco después, esperanzado de mejor fortuna, al de D. Francisco de Rojas, marqués de Denia, que había de ser, andando los tiempos, ministro, duque de Lerma y cardenal.

 

Al principio de su favor con Rojas, era tan torpe D. Rodrigo, que los demás pajes se burlaban de él grandemente, por lo que se vio obligado a no dejar un punto la compañía de su señor, con que fue introduciéndose y afirmándose aquella amistad que tan alto le había de subir. El buen marqués de Denia tomaba por afición lo que era en D. Rodrigo necesidad, del miedo a los pajes originada, y así se complacía en prodigarle mercedes y adelantos. El rey a sus instancias hízole ayuda de su cámara, con el hábito de Santiago y la encomienda de Ocaña, y luego marqués de Siete-Iglesias y conde de la Oliva, señorío de doña Inés de Vargas, dama principal de Cáceres, con quien se había casado.

A la salida de D. Pedro Franqueza, conde de Villalonga, de la secretaría de Estado, alcanzó D. Rodrigo Calderón este empleo, poniéndose ya al igual del duque de Lerma en el favor del rey, que era el dominio de toda España y sus Indias. -115-

Que abusó de su poder el secretario y favorito, está fuera de duda. Siguiendo el ejemplo de su protector y de casi todos los servidores del Estado en aquellos tiempos calamitosos, en que perdida la grandeza moral de nuestro carácter, comenzaba para España una era de decadencia, que parece menor porque la contemplamos desde otra era de envilecimiento, diríase que D. Rodrigo hizo punto de honra el eclipsarlos. Sus trenes[2] eran los más fastuosos de España, su orgullo el más desmedido, su descaro intolerable. Trataba con menosprecio a los más altos señores, hablaba con desdén de la real familia, y de sí propio con una petulancia que la escasez de su talento descubría. El recibir a los pretendientes, para humillarlos era; a los caballeros, para darse aires de igual; y a los desvalidos, para desahogo de su atrabiliario humor, común proceder ruin de hombres indignos del poderío. Necesidad y conveniencia eran los únicos lazos que ligaban a las gentes con él, triste castigo para almas bien templadas, y aquellos que ni conveniencia ni necesidad tenían de acercársele, en público o en secreto, y solo por el temor de llegar a tenerlas, fueron sus irreconciliables enemigos.

A la hora del despacho de los negocios, parecía su antecámara un teatro donde se representasen esas comedias que el vulgo tiene porciones de la -116- cortesana poesía, y son las más veces pálido reflejo de la realidad. Arrellanado Calderón junto a su bufete, iban uno a uno los pretendientes acercándosele. Traje, nombre y títulos nobiliarios indicaban siempre cómo serían recibidos. Tal vez ni con una leve inclinación de cabeza; tal vez con una mirada de alto abajo, más que la indiferencia misma afrentosa; pero si acertaba a presentarse algún señor de valimiento, corría a estrechar su mano, y le prodigaba cuantas muestras de afecto, pueden caber en un alma aduladora.

Gil Blas de Santillana, que en puntos de historia secreta de aquellos tiempos debe ser alegado como testigo de mayor excepción, refiere a este propósito una advertencia del cielo que recibió cierto día el arrogante secretario de Estado.

«Habiéndose llegado a Calderón un hombre vestido llanamente, y que no aparentaba lo que era, le habló de cierto memorial que decía haber presentado al duque de Lerma. Don Rodrigo no solo no miró al caballero, sino que  le dijo ásperamente:

» ¿Cómo se llama vuesa merced, amigo?

» En mi niñez me llamaban Frasquito, le respondió con serenidad el tal, después me han llamado D. Francisco de Zúñiga, y hoy me llamo el conde de Pedrosa.

» Sorprendido de esto Calderón, y viendo que -117- trataba con un hombre de la primera distinción, quiso disculparse y dijo:

 »Señor, perdone vuecelencia, si no conociéndole.....

»Yo no necesito de tus excusas, interrumpió con altivez Frasquito; las desprecio tanto como tus modales groseros.»

 

Para que más clara se viese aquí la mano de la Providencia, este Zúñiga era deudo de aquel D. Baltasar, que a la muerte de Calderón compartía con Olivares, su sobrino, el valimiento de Felipe IV, heredado de Lerma y D. Rodrigo. Frasquito pertenecía a aquella ilustre raza de los Stúñigas de Béjar y Plasencia, que antes de la consolidación de la monarquía disputaban su poder a los reyes, y después de la conquista de Granada fueron en la corte, en los consejos y en los campos de batalla, sus más próximos amigos.

¡Pobre y bastardo, como nacido de una mujer soltera, atrevíase Calderón a humillar a los herederos de la gloria de Carlos V!

Hasta el populacho le aborreció de muerte, y eso que está propicio siempre a perdonar al que escupe al cielo.

Como ministro de un rey todavía poderoso, apenas puede juzgarse a D. Rodrigo Calderón.

Atento no más a sus creces, dejaba al duque de Lerma los principales asuntos del Estado, -118-reservándose los de menor cuantía, que pudieran traerle algún medro o algún bien. Para hablar hoy en términos perceptibles habremos de decir que corrían, al parecer, los negocios políticos a cargo del duque, y los administrativos por cuenta del marqués.

Tiene, sin embargo, el historiador del siglo XIX con sus lectores, un deber muy sagrado, no conocido de los antiguos, que es penetrar en el corazón humano con ayuda de la fisiología, y descubrir los raros fenómenos morales de que es teatro sempiterno. Alta empresa y consoladora, que disminuye lo horrible de la verdad, es sin duda alguna desenterrar los cráneos históricos, para sujetarlos al reconocimiento de la frenología. El bien y el mal se tienen de tal marera repartido el mundo, que en todos los hombres su influjo se equilibra cuando menos. El rasgo más pronunciado del carácter del hombre es una contradicción sempiterna, una como flaqueza de espíritu, que oscila entre los dos polos morales, sin inclinarse, tal vez, a ninguno definitivamente.

Llena está la humanidad de ejemplares como D. Rodrigo Calderón, que por contradictorios en el carácter, con el trascurso de los siglos han llegado a parecer inverosímiles.

¿Quién creería que aquel mismo hombre orgulloso, desnaturalizado y egoísta, era a par caritativo con extremo, y no por la vanagloria de -119- oírse alabar de los extraños, sino privada y secretamente, para satisfacción íntima de su alma? ¿Quién creería que era devoto sin afectación y buen cristiano a carta cabal, aquel hombre que ordenaba asesinatos y alevosías?

Pruebas dejó de todo.

El autor de una historia manuscrita de su proceso y muerte, que tenemos a la vista, autor bien enterado, y que fue quizás uno de los jueces que le llevaron al patíbulo, se admira cándidamente muy a menudo de estas contradicciones tan comunes en la historia de la humanidad.

Nerón, el verdugo de su propia madre, que deseaba que todos sus vasallos tuviesen una sola cabeza para poder cortársela de una sola vez, afanosamente anhelaba por la gloria civil, por la gloria del poeta y del artista, esa gloria instinto común a las almas buenas, como que redunda en pro de la perfección moral del hombre. El que por distraerse pegaba fuego a Roma, quería ser el mejor poeta y el mejor músico de Roma.

No hay historiador tan imparcial como el pueblo, ni juez tan justo, que con una sola frase pinta a veces una sociedad, una época o un hombre. Todavía se dice entre las gentes, de algunas intolerables, que tienen más orgullo que D. Rodrigo en la horca. Y es que el marqués de Siete Iglesias, tan devoto y tan cristiano, murió -120- como un energúmeno, insultando a la justicia de Dios y a la de los hombres.

De su desprecio a los humildes y de su desvanecimiento en el poder, conserva la tradición una prueba verdaderamente horrorosa.

 

III.

 

Vivía retirado en Valladolid el capitán don Francisco Calderón, su padre; pero al saber las murmuraciones del pueblo, vínose a la corte con gran premura, determinando de apartar a Rodrigo de la senda de su perdición. Era el capitán uno de aquellos españoles, que habían aprendido en las guerras de Italia y Flandes a vivir con honra y a morir con gloria.

A su llegada a Madrid, hallábase el marqués de Siete-Iglesias en su gabinete, entretenido en pláticas con algunos cortesanos principales, y aunque al punto mismo le participaron sus servidores la llegada del anciano, ni se dio por entendido, ni acortó las pláticas. Largas horas pasó D. Francisco en la antecámara de su hijo, creyéndole ocupado en gravísimas tareas políticas, hasta que, marchándose los cortesanos, pudo ser introducido en el gabinete.

Todo al principio fue bien en esta entrevista. Las ternezas y los sollozos del capitán hallaron eco en el corazón -121-del ministro, que se entretuvo amorosamente en pedirle nuevas de la salud y la familia; pero cuando el anciano tocó la fibra delicada de su valimiento, y de las murmuraciones que iba provocando, oscurecióse la faz del marqués y se traslucía su disgusto en lo severo de sus miradas.

?Dícese, hijo del alma, que el poder os desvanece, exclamó el pobre capitán, mirándole de hito en hito.

?¿Vos lo creéis, padre y señor? le preguntó el marqués.

?Cuando llegué a vuestra casa, y me hicieron los pajes esperar casi dos horas, íbamelo ya creyendo.

? Bien vísteis que tenía a la sazón visita.

?¡Visita! ¿no tratábais negocios del Estado?

?No, por cierto.

? Visita por visita, yo también..... Y el capitán entrecortado bajó los ojos, mientras mojaba una lágrima su bigote encanecido en servicio de Dios y del rey.

?¡Si yo supiera quién murmura de mí!.... balbuceó D. Rodrigo con voz sorda, sin notar el estado de su padre.

?-¿Qué haríais? exclamó éste, levantando la cabeza.

?No me lo preguntéis, señor.

?¿Qué haríais?

?Tened en cuenta que en España ofende al rey quien a mí me ofende.-122-

?Habéis de decirme, exclamó resuelto el capitán, qué suerte espera a quien murmure de vos.

?¿Por qué? repuso D. Rodrigo, admirado de aquel empeño.

? Porque yo murmuro y murmuraré..... porque yo he ganado en Flandes, a poder de cuchilladas, mucha honra, para que así me la deje mancillar por quien debía acrecentármela. Si habéis medrado tanto para mengua de nuestro nombre, ¡mal haya yo que os le di! ¡mal haya vuestra madre que os concibió!

Miraba D. Rodrigo al afligido anciano con un ceño irónico, que daba a su fisonomía aspecto horrible de ver.

?¡Mal hayáis! murmuró al fin sordamente, con turbada voz, como si a sus propios pensamientos respondiera; ¡mal hayáis, que ahorrárame yo de muchas humillaciones, con ser otra persona!....

?¡Ira de Dios! dijo el capitán irguiéndose y con los ojos como ascuas. ¡Maldecís de vuestro padre! ¡Renegáis de vuestro origen! ¡Ah! ¡qué bien penetro a ese corazón ruin! Vos quisiérais llamaros Bazán, Toledo, Rojas, Girón, Zúñiga, Lacerda, Mendoza, Enríquez, Pacheco, Téllez o Haro; ¿no es verdad que quisiérais llamaros eso, antes que Calderón, nombre que por ser el nuestro os parece de nonada? Pues sabed que es tan limpio como el mejor, -123-y que a no ser yo quien soy, le empañara por solo afrentaros.

? ¡Señor padre!

?¡Voto a mis canas, que no habéis de volver a verme!

?Haced lo que más os plazca.

?No digáis a persona alguna del mundo, que el capitán D. Francisco Calderón ha peleado en Flandes.

?¿Por qué? preguntó el ministro con extrañeza.

?Porque en Flandes hemos ganado mucha honra, y no creerán que sois hijo mío.

¡Insulto horrible! ¡Providencial expiación!

El marqués, sin embargo, se encogió de hombros, reclinándose meditabundo en su sillón, mientras el anciano salía de la casa resolviendo en su entereza de no volver a pisar sus umbrales.

Entonces se vio en la corte de Castilla el más horrible caso que registran los anales de la degradación humana. El poderoso ministro de Felipe III, diose a buscar un padre de alta alcurnia, y hubo de poner los ojos, según lo dejan traslucir los papeles de aquel tiempo, primeramente en el anciano duque de Alba, a quien tan horrible figura han pintado las historias flamencas, y después en el mismo duque de Lerma, a quien debía su elevación.

Este plan de D. Rodrigo, no iba mal encaminado, aunque -124-pecase de insuficiente. Como a todo el mundo sorprendía el amor del duque a su paje y los dones que sin cesar le prodigaba, con facilidad se diera crédito a una mentira de tal naturaleza, puesto que en modo alguno borrase la mayor tacha que a Calderón ponían los cortesanos, que era lo ilegítimo de su nacimiento. Aunque Lerma accediera a tan extraña pretensión, no sería sino en términos que el marqués apareciese como hijo natural o adulterino, pues los suyos propios, el duque de Uceda y la condesa de Lemos, eran sobrado altivos para consentir que su padre los deshonrara.

 

Esto sin contar que el de Uceda, símbolo del rebajamiento político y moral de aquella época de decadencia, andaba enemistado con el autor de sus días, poniéndole en la precisión de aliarse con hombres que aborrecía, para contrarrestar e impedir las intrigas de su propio hijo... ¡efectos crueles de la ambición desordenada!

En lo malo seguía maravillosamente D. Rodrigo Calderón las huellas de su patrono.

Sin duda la Providencia divulgó el suceso, para castigar juntamente a aquel hijo desnaturalizado en su orgullo y en su fama. El pueblo español, siempre poeta y mordaz, aprovechó la ocasión para componer al odiado ministro esta copla: -125-

 

Un señor busca padre,

aunque lo tiene,

pero como es tan bueno

nadie lo quiere.

 

El capitán D. Francisco arrastraba en Madrid, entre tanto, una vida oscura, amarga y miserable.

Los impulsos del corazón le traían a su pesar a la calle Ancha de San Bernardo, donde moraba su hijo; pero gracias a esfuerzos desesperados, aunque con lágrimas en los ojos, se volvía sin verle ni traspasar sus umbrales.

Para colmo de aflicción murió por aquel tiempo su segunda mujer, madrastra a quien aborrecía Siete-Iglesias y el capitán adoraba. Quizás esta muerte venció al hijo ingrato, quizás su conciencia propia, quizás las hablillas de la corte, que parece lo más probable.

Ello fue que un día al despertarse el anciano halló a un mensajero del ministro, que le rogaba encarecidamente se dejase conducir a su presencia.

Que no resistió mucho el capitán, fácil es de concebirlo.

Calderón al verle se arrojó a sus brazos deshecho en lágrimas, y con humildad al parecer sincera, le pedía su bendición, pugnando por arrodillarse.

D. Francisco lloraba también a lágrima viva, alabando a Dios en muy altas voces. -126-

? Ved ahora, señor padre, dijo luego D. Rodrigo alargándole un papel, lo que os pruebe si nace del corazón mi arrepentimiento.

?¿Qué papel es este? repuso el capitán, que de gozo no veía.

?El príncipe Filiberto de Saboya, gran prior de la orden de San Juan, os concede a ruego mío el hábito y la alcaidía de Consuegra. D. Francisco no acertaba a responder.

? Ved ahora este segundo papel, añadió el ministro.

?¡Del rey Felipe III!

?No os engañáis. Os hace merced de una tenencia de la guardia alemana con el hábito de Santiago.

Al parecer, era efectivamente sincero este cambio de D. Rodrigo, que siguió colmando a su padre de distinciones y amor; pero cuando un año después le otorgó el rey la comendaduría mayor de Aragón, las primeras palabras del valido en presencia de muchos cortesanos, fueron estas:

?Padre y señor, ya tenéis señoría.

Frase estúpida, que revelaba lo grosero y torpe de su amor filial.

Aunque D. Francisco nada entonces respondió, retiróse a poco tiempo a Valladolid, desde donde escribía a su hijo cartas amarguísimas y tiernas, con buenos consejos y tristes vaticinios, que no tardaron en realizarse. -127-

 

IV.

 

Que el alma de Calderón era un abismo insondable de contradicciones, lo prueba también el siguiente suceso que verifican las memorias de la época.

Hallábase D. Rodrigo cierta vez enamorado de una joven, tan notable en la hermosura como en el estado humilde y en los instintos hidalga. Ni medianeros, ni terceras, ni dádivas de ninguna clase habían sido recibidas, a pesar de la estrechez en que vivía la pobre doncella, cuando cierta mujercilla, zurcidora de voluntades y alacrán de honras, como llaman sus autores a la Celestina, prometió al enamorado magnate introducirle en su cuarto a media noche.

El cómo esta mujer tenía entrada a tales horas en la casa de la doncella, a quien su padre además celaba mucho, no lo dice el manuscrito de que copiamos esta relación; pero sí dice que a la hora convenida se apeó D. Rodrigo de su carruaje a la puerta de la Almudena, y encargando que le esperara en el mismo sitio, echó a más andar arrebozado hasta los ojos por la calle del Sacramento, no sin santiguarse y destocarse devotamente al pasar junto a la iglesia del mismo nombre.

La joven vivía en la misma calle. Estaba -128- la noche oscurísima y el lugar por consiguiente, pues hasta muchos años después no introdujo en Madrid D. Juan de Austria el segundo, la buena costumbre francesa de alumbrar las calles.

Los señores que no gastaban carruaje en la época a que nos referimos, iban por la noche precedidos de sus pajes con hachas encendidas.

"En la calle del Sacramento, cerca de la del Rollo, había en la pared una Virgen alumbrada por un devoto farolillo, que con su vacilante luz acrecía lo medroso de las tinieblas.

De la portería de la iglesia se deslizó a su paso un hombre. Empuñó D. Rodrigo su espada, y con ademán resuelto avanzó hacia él; pero apecibiéndose de que era un anciano venerable por sus canas y por su aspecto lastimoso, a los desvanecidos rayos del farolillo, iba a seguir su camino tranquilamente, cuando el aparecido se le colgó de la capa, diciéndole:

?Señor, caballero, señor caballero, dígame vuecelencia una palabra.

?¿Qué me queréis? exclamó el ministro de mal talante.

?¡Ay Dios!

?Acabemos.

?Señor, yo soy un hidalgo honrado, que no tenía en el mundo sino las esperanzas de un pleito con cuya ocasión vine a la corte..... He -129-perdido el pleito..... y me voy a morir de hambre.

Calló el desconocido como de bochorno y pesar; mas viendo que el caballero nada respondía, prosiguió diciendo:

?Yo sabré morir de hambre, señor; pero tengo una hija hermosa y joven.

?¡Una hija! balbuceó D. Rodrigo.

?Si no me da vuecelencia una lim..... os..... un socorro por el amor de Dios.....

?¿Qué haréis, desdichado?

?¡Dios me lo perdone!

-¿Qué haréis?

?La llevaré mañana a la tarde a las gradas de San Felipe, o a la noche al prado de San Fermín.[3]

?¿Seréis capaz?

Ya el anciano de afrentado y conmovido ocultó el rostro, y apenas pudo balbucear en voz muy débil:

?No... ¡jamás!... nos moriremos de hambre, señor caballero.

Y volviendo la espalda, dio un paso para internarse en la calle del Sacramento.-130-

?¿Dónde vivís? le preguntó meditabundo D. Rodrigo, asiéndole de un brazo.

?Déjeme vuecelencia, que estoy loco.

?No será sin que me respondáis.

?En esta calle vivo

?¡En esta misma!

?Si vuecelencia quiere honrar.....

?¿Allí, enfrente de la virgen del farolillo? añadió el Secretario, tendiendo en la oscuridad su mano temblorosa en dirección a la santa imagen.

?Sí, señor.

?¿En una casa que tiene sobre la puerta un escapulario de piedra?

?Sí, señor.

?¡Dios mío!

?¿Me conoce vuecelencia?

?No, no:.... tomad, buen hombre.

Y esto diciendo, Calderón desencajado le alargaba una bolsa llena.

?Tomad......cien doblones...... iban aparejados para una mala acción; pero la Providencia los tuerce el camino. ¡Tomad pronto!

?¡Señor, tanto dinero! murmuró el hidalgo vergonzante. ¡Mala y muy mala debía de ser la acción!

Sin esperar las gracias, como quien huye una ocasión o un remordimiento, volvió el ministro enseguida a donde le esperaba su carruaje.

Desde aquella noche dejó de tentar a la hija del pobre anciano.

Únicamente del caballero Bayardo cuentan las crónicas un caso parecido, que con ser el amor la más sublime de las pasiones es también la que más ciega, con el fuego que enciende -131-en los sentidos corporales, los ojos del alma, para hundirla en los abismos de su eterna perdición.

Llegó, pues, como íbamos diciendo, el día en que, preso el marqués de Siete-Iglesias, iba a pagar todas sus culpas.

Del castillo de Montánchez, trasladado a la fortaleza de San Torcaz, inmediata a Madrid, comenzó a activarse la causa por los consejeros de Castilla D. Francisco de Contreras, don Diego del Corral y D. Luis de Salcedo, a quienes S. M. encomendó este cargo.

Todos los que ya se han apuntado aquí, aparecieron contra D. Rodrigo a las primeras actuaciones. Para que con más premura se anduviese el camino de las diligencias jurídicas, trasladáronle otra vez de San Torcaz a su casa de la calle Ancha de San Bernardo, donde permaneció incomunicado cerca de dos años, hasta el día de su muerte, bajo de la guarda de diez y ocho soldados, cuyo cabo era D. Manuel de la Hinojosa, del hábito de Santiago.

En todo este tiempo ni una sola vez le venció la flaqueza de la carne mortal, ni dio pruebas de otra cosa que de un cumplidísimo cristiano y caballero.

La sala de su prisión era tan oscura y tan grande, que a todas horas necesitaba de luz artificial, para leer las obras de Santa Teresa de Jesús, de quien era muy devoto.

Como estaba negativo en las cosas sustanciales (frase jurídica, sacramental de aquella época), el día 7 de enero de 1620 se le puso a cuestión de tormento, donde a pesar de haber dado varias vueltas en el potro, las resistió con notable entereza, sin abrir sus labios a lamentos de dolor, sino más bien a los de la resignación. Junto el destrozo del tormento con la gota ocasionada por la falta de ejercicio, parte fue a que necesitase muleta para andar, y una venda al brazo izquierdo, y aun así apenas podía salir a las dos habitaciones inmediatas, que una era su tribunal, y otra su oratorio, ni moverse de la cama tal vez en muchas ocasiones.

Notemos de paso otra rarísima contradicción.

Este hombre, desengañado del mundo, puesta en Dios, la esperanza solamente, y toda la imaginación en su mujer y sus hijos; este hombre, a quien fray Gabriel del Espíritu Santo, carmelita descalzo, tuvo que corregir en las mortificaciones y silicios[4], con que a la vida eterna humildemente se preparaba; este hombre, en fin, de quien dijo su confesor que en treinta años que llevaba de ministerio, no había hallado un solo penitente más penitente, dormía en una camilla de damasco azul guarnecida -133- de plata, con muchas riquezas y primores, que bien puede valer hasta quinientos ducados.

La vanidad exterior del cuerpo luchaba y tendía la humildad interior del alma.

A 9 de julio de 1621, Lázaro de los Ríos, secretario de ambas causas, la civil y la criminal, notificó dos sentencias a D. Rodrigo Calderón. Por la civil se le condenaba: -al perdimiento de la mitad de sus bienes con aplicación al fisco ; y por la criminal, a-que- -de- la prisión en que está, sea sacado en una mula, ensillada y enfrenada, con voz de pregonero que publique su delito, y sea traído por las calles públicas y acostumbradas de esta villa, y llevado a la Plaza  Mayor de ella, donde, para este efecto, esté hecho un cadalso, y en él sea degollado por la garganta, hasta que muera.

Esta justicia de los tiempos antiguos, degollando por la garganta, da ocasión a reflexiones muy graves. ¿Era el refinamiento de la crueldad, que llega hasta indicar al verdugo cómo y en qué manera debe de ejercer su oficio? (Per troppo variar, otras veces decían los magistrados-por el pescuezo—como se puede ver en la sentencia de Gonzalo Pizarro, ajusticiado en el Perú en 1548).

 

Oyó el marqués ambas sentencias con admirable serenidad, y desde aquel momento comenzó a apercibirse para la muerte, que tenía por segura, aunque su defensor apelara, y sus -134- amigos intentasen ablandar al rey. Aquella misma noche, escondiéndose detrás de la cama para no ser visto de nadie, volvió a ponerse los cilicios, que por consejo de fray Gabriel se había quitado.

Apelaron con efecto sus defensores, y su majestad nombró nueve jueces, consiguiéndose únicamente que le declararan pobre, y le absolvieran del pago de doce mil maravedises; pues en cuanto a la sentencia de muerte, fue confirmada en revista.[5]

Felipe III acababa de morir en 31 de marzo de aquel año, y de la cédula de perdón que en otro tiempo diera a su favorito, decía la sentencia que era nula, como alcanzada con malas artes.

Maestro en las cortesanas, D. Rodrigo conocía muy bien lo imposible de su salvación.

Con su muerte, el nuevo rey se libraba de un testigo de sus locuras juveniles, y el nuevo omnipotente valido, el conde de Olivares, hacía ver al pueblo que su primer cuidado en la privanza, eran la justicia y el castigo de los prevaricadores.

Tampoco nos parece que van descaminados los que presumen que cierta antigua rivalidad amorosa, atizaba en el corazón de Felipe IV un odio secreto a D. Rodrigo. Lo da a entender su empeño en perderle, al paso que salvaba de las iras de su favorito a los -135-antiguos de su padre, el duque de Lerma y el de Uceda.

Baste decir a este propósito, que porque no le importunaran pidiéndole el perdón del conde de la Oliva, se fue el rey al Campillo, casa de recreo de los monjes del Escorial, de donde no volvió hasta una semana después de la justicia.

Fue con tanto extremo infeliz Calderón con sus hechuras, y dejó tan mal sembrados sus favores entre los cortesanos, tierra estéril de suyo que solo malezas cría, que ni una voz amiga se levantó en su defensa viéndole caído: común desengaño a las grandezas inmerecidas. Tiénese en poco lo que dan, y hasta por indigno de gratitud y recompensa.

Un hombre solo, una alta dignidad de la iglesia romana y española, había querido satisfacer a Calderón por tantos desengaños; pero le puso el rey una mordaza a la boca.

He aquí lo que aconteció.

Cuando llovían las acusaciones sobre el reo, cuando menudeaban los testigos, verdaderos o falsos, y cuando el público rumor iba subiendo de punto en su contra, súpose en Madrid que un cardenal del sacro colegio romano, muy estimado del Papa, y en su Curia prepotente, se había embarcado con gran prisa en Civitta Vechia para España.

No necesitaba de menos lo perdido de la causa, ni el pueblo para ponerse un tanto de parte -136- de aquel a quien ya creía defendido por la justicia divina.  Con efecto, el cardenal D. Gabriel de Trejo, pariente cercano de doña Inés de Vargas, esposa de Calderón, precipitadamente se dirigía a la -corte con tan buenos propósitos; pero a dos jornadas de ella, un capitán de caballos rodeó con su gente el carruaje del viajero, y apeándose con aire respetivo se adelantó a su eminencia, que asomaba en la portezuela del coche su rostro asombrado.

?¡Señor capitán! murmuró Trejo: ¿qué demasías son estas?

?No, monseñor, respondió el capitán, no demasías, sino cumplir órdenes de S. M,

?¿Del rey?!

 El capitán se inclinó.

? ¿Qué me ordena S. M.?

?Que no vaya su eminencia a Madrid.

?Tengo permiso del Papa.

?El rey lo quiere.

?Voy a defender a un desdichado.

?¡Al marqués de Siete-Iglesias!

?¿S. M. lo sabe?

 ?Sí, monseñor.

?¿Y me lo impide?

?No puedo contestar a su eminencia.

El cardenal reflexionó un momento.

?¿Tenéis orden de prenderme también a mí? -137-

?No, monseñor.

?¿Y si continuara mi camino?

?Acompañaría a su eminencia.

?¿Hasta Madrid?

?No, hasta Burgohondo, en tierras de Ávila.

?Luego, ¡sois mi guardián?

?Soy vuestro custodio.

?¡Ah! porque viaje seguro..... ¡Que amable es S. M.! Dios le guarde muchos años.

Marchó con efecto, el cardenal a Burgohondo, donde permaneció vigilado y como preso, hasta que a la muerte del Papa, en el año 1621, se le mandó volver a Roma, para asistir al cónclave.

Entonces los que no querían mal a D. Rodrigo, que eran pocos e incapaces de participar de su ruina, tuviéronle justamente por hombre muerto. Mientras el cardenal permaneció en su retiro, esperaban que alguna estratagema o la fuga le trajese a Madrid, donde acaso conseguiría ablandar a S. M.

Supo el reo en su prisión este último golpe, y volviéndose a los frailes que le rodeaban, dijo con semblante sereno:

?Hágase la voluntad de Dios.

?Amen, respondieron los frailes.

 Desde entonces no había vuelto Calderón a hablar de la vida, sino como de cosa pasada. -138-

 

VI.

 

La víspera de la justicia por la noche, hallándose en la prisión varios religiosos que habían acudido a confortarle, introdujeron pláticas de la resignación cristiana con que se deben sufrir los males de esta vida, que no es sino crisol donde se purifica el alma para la eterna. Oyólos D. Rodrigo, como siempre, con atención y tranquilidad, tantas que la tenía pasmada; y como uno de ellos le preguntase si no temía a la muerte, dando un suspiro el reo le contestó:

?¡Ay padre! temerla sí; pero no me sorprende.

?¿Podía esperar vuecelencia un fin tan desastroso?

?Sí, padre

?¿Y cómo no se apartó vuecelencia de toda ocasión pecaminosa?

?¡Ay reverendo padre! El hombre vive sin saber que vive, y sólo al morir conoce que muere.

?Pero el alma, añadió Gregorio Pedrosa, predicador del rey, siempre en muerte y en vida vela en nosotros como luz divina, aconsejándonos y alumbrándonos el camino.

?Sí, padre, tenéis razón. Yo de mi propio lo puedo decir. Nunca la voz del alma deja de -139- oírse, aunque por nuestra torpe condición no la escuchemos. ¡Cuántas veces yo presentí y adiviné!..... no diré qué cosas, ni sabría decirlo, sino que eran amarguras, desdichas sin cuento y trances horribles. ¡Cuántas veces he visto luto en las paredes de mi casa, lágrimas en los semblantes de los míos! Ni una sola he pasado por la Plaza Mayor a pie o en carroza sin que me pintara la fantasía un cadalso en el comedio, y un hacha y un verdugo.

?¡Jesús! exclamó un reverendo, santiguándose y mirando al reo con asombro.

Otro de los circunstantes quiso dar a los presentimientos de D. Rodrigo una causa tan ridícula, como que estaba en armonía con las preocupaciones de la época; pero Calderón repuso:

? No, padre, no: buscar a los fenómenos morales causa peregrina y sobrenatural, es punto menos que una blasfemia. Nuestra organización maravillosa los explica todos claramente, que para eso la hizo Dios de espíritu y de barro. ¡Fenómeno! ¡Misterio! hay ninguno mayor que esta naturaleza humana, toda llena de luz y sombra? Este que en mí advertís, ¿de dónde naciera sino de la conciencia, que es el alma en puridad?

?¡Qué sabios eran los romanos! prosiguió el reo melancólicamente después de una larga pausa. Detrás del carro de triunfo de sus emperadores iba un esclavo, siempre gritándoles: -140- César, acuérdate de que eres mortal; y este esclavo gritaba solamente para advertencia del pueblo, que para advertencia del César habría de seguro en su interior una voz que lo mismo le gritase.

Aquellos frailes, sutiles teólogos, casuistas melifluos, que ya comenzaban a merecer los tremendos golpes que les descargó más tarde Fray Gerundio de Campazas, oían con la boca abierta a D. Rodrigo, asombrados de que pudiera sacar un católico tan buenas lecciones de la erudición pagana.

?¿Qué más? prosiguió el reo, complacido de la atención de su auditorio. Recuerdo perfectamente, como vuesasmércedes recordarán, las fiestas que hubo en la Plaza Mayor, cuando el primer parto de la duquesa de Cea, nuera de mi señor el duque de Lerma, a 7 de mayo de 1609. Vuesasmercedes recordarán aquella pompa nunca vista, que jugaron capas seis cuadrillas de a diez caballeros, todos tan principales y con tal comitiva, que solamente el duque de Osuna llevaba cien lacayos vestidos de azul y plata, cincuenta lacayos el de Feria, y el de Pastrana otros tantos. Pues aquel día, viéndome yo en un brioso caballo, en cuerpo, con bastón de capitán de la guardia alemana, eclipsando a tan poderosos señores a pesar de lo humilde de mi cuna, el primero después de los reyes a la veneración, requerido de las damas, halagado de los cortesanos, victoreado -141- del pueblo que henchía balcones, tendidos, vallas y azoteas... con estas vanidades, digo a vuesasmercedes que me desvanecí tanto, que estuve a dos dedos de perder la razón. Y al punto representóse a mi fantasía un negro cuadro. Representóseme el poco merecimiento que yo tenía, y que era mi poder prestado, y toda humo aquella grandeza, y me vi palpablemente en el comedio de la Plaza Mayor sobre un cadalso afrentoso, olvidado de los reyes, escarnecido de los nobles, y solo requerido del verdugo..... para hacer presa de mí...

?Eso era aviso del cielo, exclamó fray Gabriel del Santísimo Sacramento, general de los franciscanos.

?Luego sucedió una cosa extraña, que hizo temblar mi corazón. Cuando más engreído andaba yo por la plaza fuera de seso, tropezó mi caballo con el teniente de la guardia vieja, D. Francisco Verdugo, y enfurecíme tanto, que a no ser prudente Verdugo, viniéramos a las espadas. Alzóse detrás de mí un rumor sordo, y cuando me volvía entre curioso y airado, oí al insolente conde de Villamediana, que decía a sus compañeros en son de burla:

?¡Pendencia con Verdugo y en la plaza! mala señal, Rodrigo, te amenaza.

?¡Válame Dios! murmuró Pedrosa lleno de espanto.-142-

?Con harta razón llaman profeta a Villamediana, dijo fray Gabriel.

?Ya no supe ver ni oír otra cosa, prosiguió el reo, que al menguado conde y a su dístico. No me parecía sino que una voz del cielo me murmurase al oído constantemente:

?Mala señal, Rodrigo, te amenaza.

?Y era en puridad voz del cielo, tornó a decir fray Pedro de la Concepción.

?Por tal la tuve, que en toda aquella noche pude cerrar los ojos, ni menos apartarme de la quimérica fantasía.

?¿Conque así está vuecelencia resignado a la muerte?

?Solo por los que me aman la siento.

? Dios los consolará, dijo el predicador del rey.

?No más estoy atento que a la salvación de mi alma.

?Vuecelencia la alcanzará, que ese agüero lo notifica.

?Padre, amen.

Durante esta conversación, ni una sola vez se alteró la fisonomía de D. Rodrigo.

A la media noche pidió recado para escribir a su padre, y concluida entre suspiros la carta, se la entregó a su confesor para que la llevase al correo. La posteridad, siempre anhelosa por saber las más insignificantes peripecias -143-de estos sangrientos dramas, debe agradecer a su confesor el haberle conservado esta carta. Así decía:

«Padre y señor de mi alma: » No discurro que las funestas noticias que » por ésta doy a V. S. le asustarán, según lo que »le tengo comunicado en mis antecedentes.

» Triunfó la emulación; pero con tan distinto »modo del que discurrieron sus designios, que »habiendo sido su fin perderme para siempre, » para siempre me ha ganado, asegurándomelo principal, que es mi salvación, según la con>fianza que tengo en la Divina misericordia. En la revista se me ha confirmado la sentencia de » muerte, que padeceré mañana tan gustoso, que deseo por instantes llegue el de entregar mi »garganta al cuchillo, y derramar mi sangre » por la voluntad de mi Señor Jesucristo en descuento de mis pecados, pues el mismo Señor »tan liberalmente derramó por mí la suya, y » porque también place así a la recta justicia «del rey mi señor.

» Mucho me dilato, y el tiempo 'es corto para » lo que tengo que suplicar a V. S.

» Lo primero es que este quebranto lo sacrifique y ofrezca V. s. a Dios. Que luego que »vea ésta me eche su bendición, para que me »sirva de gloria o de alivio en el purgatorio, y »que reciba en su benigna protección a su » hija y nietos, mi mujer e hijos amados, -144-prendas de mi corazón, pues ya no les queda otro » padre; que todo lo espero así de su paternal »amor; y-ya que en este lance me veo sin el » consuelo de V. S., bien podré decir:

—¿Pater  meus, ut quid dereliquisti me? _El mismo Señor » que dijo estas palabras en el árbol santo de »la cruz, me conceda ver a V. Si en la gloria, »y en esta vida, ya que la mía es tan corta, »me guarde V. S. muchos años en su santa »gracia, y le libre de émulos, para amparo de »sus nietos. Adiós, padre mío.

»De mi prisión de Madrid, a 20 de Octubre de 1621.

Rodrigo, señor.»

 

VII.

 

Al amanecer el jueves 21 de octubre de 1621, delante de su confesor y de otros religiosos, leyó de rodillas el condenado una protestación de la fe, que él mismo había escrito, sublime por lo sencilla y lo patética. ¡Triste espectáculo debieron de hacer aquel poderoso tan humillado, aquellos frailes tan poderosos y aquella estancia tan lóbrega, alumbrada apenas del primer rayo del último sol que había de ver su dueño!

Y aunque el sol subía rápidamente a su cénit, él sin embargo no se acongojaba; oró misa, confesó y comulgó serenamente. Pidiendo -145-luego el vestido que había de llevar al cadalso, que era una como sotana larga, capuz y caperuza, todo de bayeta negra, y apercibiéndose de que tenía cuello la sotana, se lo estuvo cortando él mismo con ayuda de un circunstante, porque no quería embarazar al verdugo el cumplimiento de su deber.

Para el mismo efecto advirtió que el cuello de lechuguilla no se almidonara mucho, y que el jubón se hilvanase no más.

¡Admirable serenidad! ¡Raro espíritu, que así descendía a las cosas más bajas de la tierra, en el punto en que estaba más cercano a la contemplación de las del cielo!

 

VIII.

 

Sesenta alguaciles de a caballo y treinta de a pie, comandados por D. Pedro de Mansilla, alcalde de Corte, desembocaban a las nueve por la plazuela de Santo Domingo, llevando a la guardia del sentenciado la orden de que le sacara a las once en punto...

Las calles de Madrid, inundadas ya de gente, despedían rumores sordos, como un volcán en fermentación. Que el conde-duque temió algún desmán, fácil era de concebirlo por las patrullas numerosas que circulaban.

A las once menos cuarto el confesor, seguido de muchos frailes, penetró en la estancia, y al -136-verle D. Rodrigo, que se había reclinado sobre su lecho como en espera, levantóse resueltamente.

?Señor, dijo el padre Pedrosa cogiéndole entrambas manos: ya dicen que Dios nos llama.

Besó la tierra el desdichado sin turbarse, y contestó al punto:

?Pues Dios nos llama, vamos aprisa.

A la escalera, que bajaba a buen paso, salió a despedirle D. Pedro de Mansilla, y algunos de sus criados con gritos lastimeros.

?Ahora no es tiempo de llorar hijos míos, balbuceó D. Rodrigo, apretándolos a su seno uno tras otro. Vamos a ver a Dios.

 

La mula en que había de ir, que era de su propia caballeriza, esperábale al pie de la escalera, y como la reconociese, no pudo menos de exclamar:

?¡Jesús! ¡mi mula!

« Pero dando el Santochristo a su confesor- según la relación manuscrita que seguimos- «y » tomando la rienda con la mano izquierda, se santiguó con la derecha, puso el pie en el estribo, y teniendo el otro el verdugo, subió a »caballo tan airosamente como si fuera a fiestas; y luego compuso el capuz porque no fuera con desgaire, y se lo echó sobre los hombros, »y tomó el Santochristo besándole muchas veces. »

 que en la sentencia se le degradaba -147-de todos sus empleos, títulos y honores, así el  verdugo como sus acompañantes dábanle tal vez excelencia y cuál señoría, de propósito o por costumbre. Hasta las diez de la mañana estuvo el cadalso enlutado; pero mandó el condeduque a aquella hora que se desnudase.

Tiene el pueblo castellano tal propensión a la bondad, y es su alma tan bien templada, que si con furia ataca al poderoso, con no menor compasión mira al caído. Las gentes que henchían calles, balcones y ventanas, viendo en aquel trance al privado, que habían visto en la segunda grada del trono, estaban tan doloridas que a voces pedían a Dios su salvación, y con lágrimas en los ojos consolaban a D. Rodrigo. Bien que él iba tan sereno que rayaba en arrogante, y el vulgo se deja siempre fascinar de este menosprecio de la vida.

Por un azar desdichado, en la carrera que iba a seguir el reo vivían todos sus jueces. La casa de D. Luis Salcedo estaba junto al monasterio de los Ángeles; la de D. Rodrigo del Corral, en la plazuela de Santa Catalina de los Donados, y la de D. Francisco de Contreras, en la calle de las Fuentes.

Esta circunstancia dio ocasión al vulgo, ya enternecido, para comparar al marqués con nuestro divino Redentor, cuando de la casa de Pilatos iba a la de Caifás.

Por la calle de los Boteros, y no por la de la -148-Amargura, como acostumbraban los reos, entró D. Rodrigo en la Plaza Mayor, que no se cumplió en esto la sentencia, ignorándose la causa. Aquí se torció el símil de la Pasión divina.

El ver sin luto el tablado le sorprendió extremadamente, y volviéndose al padre Pedrosa,

?-Yo no soy traidor, le dijo. ¿Qué me van a degollar por la espalda?

?No, repuso' el fraile. Degollarán a vueseñoría como a caballero y fiel ministro del rey.....

?Pues el cadalso sin luto.....

?Eso es regla general.

Cuando hubo trepado los escalones, se volvió serenamente a Pedrosa y fray Pedro de la Concepción que le acompañaban, diciéndoles:

?Descansemos un poco, si os place.

Y con esto se sentaron los tres en el sobre-tablado de la silla fatal.

Hasta doce religiosos más fueron subiendo y arrodillándose alrededor.

Únicamente quedaba de pie el verdugo, Pedro de Soria, con el cuchillo en la mano.

Los sordos murmullos del pueblo, empapados tal vez en lágrimas y sollozos, iban subiendo de punto, a medida que reparaba el admirable continente del reo. No paseara D. Rodrigo por la muchedumbre que henchía la Plaza Mayor en sus prósperos sucesos -149-una mirada tan tranquila y arrogante, como en aquella ocasión última de su existencia.

Pero cuando llegó a su colmo el entusiasmo, por decirlo así, fue cuando se le oyó leer en voz bien clara él miserere, el credo y la letanía, pronunciando el latín con tanta perfección como el mismo predicador del rey.

Reinaba un silencio sepulcral, présago de la tumba que se abría.

Buen espacio pasó de esta manera, hasta que el verdugo, acercándose a D. Rodrigo, le dijo sencillamente:

?Ya es hora.

?Vamos, amigo, contestó el reo.

Acomodóse en el asiento, ayudado de los religiosos, y arreglándose la túnica para que no hiciera mal ver, ý echándose atrás el capuz, preguntó al verdugo:

?¿Estoy bien así?

?Sí, señor. Y perdóneme por amor de Dios vueseñoría, que bien sabe que soy mandado.

?Sí, amigo; perdonado estás con toda el alma.

El verdugo le iba a sujetar a la silla con una cinta negra.

?Abrázame, le dijo Calderón.

Como permanecían abrazados mucho tiempo, temió el padre Pedrosa que faltasen las fuerzas a D. Rodrigo, y murmuró en voz baja:-150-

?¡Ánimo, señor!

?Nunca lo tuve como ahora, dijo aquel desasiéndose

Luego fue abrazando uno a uno a los catorce frailes que sobre el tablado estaban.

El postrero fue Gregorio Pedrosa, a quien regaló D. Rodrigo en prenda de despedida, la cruz que llevaba en la mano, perteneciente en otro tiempo al emperador Carlos V. En menos de cien años había presenciado aquella cruz los sucesos más venturosos y las mayores catástrofes del mundo. Imagen verdadera de su glorioso dueño, como le había acompañado a conquistar la Europa, le acompañó también a conquistar la paz del alma en un convento de Extremadura, de donde había salido después de su muerte, regalada por un fraile jerónimo a otro, que se la regaló a su vez a D. Rodrigo. Con este dueño iba la cruz a seguir siendo símbolo de las deleznables cosas de la tierra, pues desde un palacio esplendoroso, en que apenas brillaba entre mil alhajas riquísimas, pasó, como vemos, a ser la única que adornara un cadalso desnudo.

Solamente con mirar esta cruz, se ganaba indulgencia plenaria.

?¿Se os acordará el papel? le preguntó don Rodrigo al mismo tiempo, en voz muy baja.

?Muera vuecencia tranquilo, contestó Pedrosa. -151-

En esto el pregonero de la villa de Madrid, que estaba al pie del tablado, gritó por última vez:

?A este hombre, porque mató a otro alevosa y asesinadamente, y por otros delitos, se le sentencia a ser degollado.

? Amen, murmuró el reo en voz bien clara.

Al punto el ejecutor le echó el cuchillo a la garganta una y otra vez, y rebotando su cabeza lívida sobre un mar de sangre, murmuraba:

?¡Jesús!

Así murió D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete-Iglesias, conde de la Oliva, capitán de la guardia alemana, continuo de la casa de los reyes de Aragón, caballero del hábito de Santiago, tercer oidor de la chancillería de Valladolid, alguacil mayor de ella, archivero mayor, correo mayor y alcaide de su cárcel.

Su muerte fue más de presuntuoso que de cristiano. La arrogancia no está bien al que cree en Dios y muere culpable.

La multitud que llenaba la Plaza, prorrumpió en sollozos lastimeros. No sin raza temía un desmán el Conde-duque. Los soldados se vieron en grandísimos apuros.

Terribles fueron las últimas lecciones que dio a la arrogancia la fortuna. Al anochecer fue conducido su cadáver a la iglesia del Carmen Descalzo, con tan humilde cortejo, que una sola luz lo alumbraba; y como hubiese en la nave principal de la iglesia un -152- túmulo elevado sin que se sepa por quién, lo destruyeron los alguaciles, de orden superior, para colocar el cadáver en el suelo.

¡Hasta se atropelló la inmunidad eclesiástica para humillar al vanidoso!

Al bajar la justicia las gradas del templo, las subía jadeante D. Francisco Calderón, que acababa de llegar por la posta de Valladolid. El pobre viejo iba embozado hasta los ojos, porque no le viesen llorar. Toda la noche estuvo acompañando al cadáver, casi solo, que únicamente algún amigo fiel y desconocido o alguna tapada, más curiosa quizás que devota, venía de cuando en cuando a rezarle un Padre Nuestro.

Aunque después se devolvieron sus bienes a la familia, señor tan poderoso fue enterrado de limosna.

Al desnudar el cadáver se le hallaron señales de disciplinazos.

Como entre sus perpetuas contradicciones había sido devoto, que fundó una capilla en el convento de Porta-Cæli, de Valladolid, y otra en el de la Merced, de esta corte, halló ocasión el vulgo para olvidarse de sus delitos, y hasta para darle por inocente. La credulidad religiosa de la época, que fomentaba las preocupaciones, también se hubo de mezclar a las hablillas y consejas populares.

En el mismo convento de la Merced, que -153-estaba en la calle de los Remedios, asegurábase de público, que había sucedido un milagro palpable. Celebrando el oficio divino el comendador del convento, varón ejemplar, a la hora de la muerte de D. Rodrigo, cada vez que se volvía para decir:

? Dominus vobiscum u Orate fratres,-hallaba el misal variado en las hojas, y abierto por la misa de diferentes mártires, entre ellos San Juan Bautista, que también murió degollado.....

¡Crédulas gentes que tales cosas creían! ¡Dichosos tiempos en que la humanidad era tan cándida y el hombre tan bueno, que sobre la tumba del enemigo más aborrecido se dejaban por la fe vendar los ojos!

Un consuelo tuvo la familia de Calderón, que no había de gozar la de su émulo el conde-duque de Olivares. Los mejores poetas de Madrid, en aquel siglo en que Madrid era una corte poética, y de sentido moral bastante escasa, lloraron su muerte, incluso Villamediana el mordaz profeta.

Desgraciadamente fueron sus versos tan malos, aun siendo ellos de los mejores de España, como la secreta pasión que los inspiró, que apuntando a llorar a Calderón, tiraban a su émulo el conde-duque de Olivares, ya más aborrecido que el mismo reo. Así anduvieron sus musas de torpes y rastreras, que las -154- liras del Fénix de los ingenios[6] deshonra son de su nombre, y el soneto de Alarcón, bastardo y ruin hermano parece de la Verdad sospechosa. ¡Llanto de cocodrilos!

La más notable excepción a esta regla, fue D. Francisco de Quevedo, el implacable Juvenal de la decadencia española.

¡Triste cosa es ver a un ingenio tan grande divertir su musa con las agonías de un desgraciado!

¿Exageró quizás el ilustre vengador del duque de Osuna la misión justiciera de su genio satírico?

Pocas por su mérito, las restantes por el de sus autores y porque pintan algunas circunstancias de la muerte de D. Rodrigo y la impresión que causó al pueblo, trasladamos aquí varias de aquellas poesías, que existen en un códice de la Biblioteca Nacional[7]

[…] p. 160

 

X.

 

Años después contaban los noticieros de la villa, que este drama tuvo un singular epilogo.

Entregado el cadáver al brazo seglar, diz que el padre Pedrosa se encaminó a la cárcel de corte, haciendo que el alcaide le introdujese en la prisión del sargento mayor D. Juan de Guzmán, que como ya se ha dicho, estaba preso por complice del marqués de Siete-Iglesias.

Era este sargento un desalmado que en la guerra movida a Italia por el duque de Osuna había aprendido notables lecciones de los bravos italianos. Con ellas supo que un puñal valía más casi siempre que una espada, en las cortes de aquella época particularmente, y vinose a Madrid, donde las mujercillas y el juego completaron su educación de bravo.

Resistíase el alcaide a dejar a solas con el preso al predicador del rey; pero éste le dio razones de tanta monta, que al fin pudo lograr apartarle.

Guzmán ante el religioso llevó la mano a su sombrero, inclinándose un si es no es, que hasta los perillanes en aquella época respetaban a la gente de sotana.

?¿Sabéis que ha muerto D. Rodrigo? le preguntó Pedrosa misteriosamente. -161-

?Dios le perdone, que bien lo habrá menester.

?Yo era su confesor. El sargento abrió tamaños ojos y se rascó la cabeza.

?Me ha dejado una manda para vos.

?¿Para mí? exclamó radiante Guzmán.

?¿Lo dudáis?

? Los grandes señores ni aun al morir se acuerdan de quien padece por ellos.

?Él sí, que era un alma buena.

?¿Conque me ha legado?....

?Ved.....

Y sacó Gregorio Pedrosa de bajo del hábito un papel.

? Pero antes, dijo, habéis me de empeñar palabra.....

?¿De qué?

?De no revelar a nadie que al morir os lo dejó. Haced como que le teníais de antaño, y por olvido.....

?No comprendo.

Desdobló el papel el fraile, y leyó en voz baja:

«Señor D. Juan de Guzmán.

»Importa al servicio de S. M. y al mío, que matéis a Francisco de Juara camino de Portugal. D. Rodrigo Calderón.» -162-

?Con este papel saldréis libre, dijo Pedrosa.

?No será, por vida mía.

Y arrebatándoselo Guzmán lo hizo mil pedazos.

?¿Qué hacéis, infeliz?

?El me pagó mi trabajo, yo maté a Francisco de Juara..... estamos en paz.

?Pero D. Rodrigo quería.....

?Las cuentas son cuentas, padre. Digo que estamos en paz. Yo recibiera con mil amores una manda de dinero o cosa parecida; pero un papel que me absuelve para el mundo, ¿qué me importa a mí para Dios?

FUENTE

 

Barrantes, Vicente.  “Don Rodrigo Calderón. Leyenda biográfica-anecdótica”, Cuentos y Leyendas. Estab. tip. de P. Nuñez, 1875, pp. 107-160.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Todas las historias generales, y el manuscrito que nosotros poseemos, dicen que este corral era el de la Cruz: pero seguimos a Pellicer en su Historia del histrionismo, porque nos parece en cosas teatrales el más digno de crédito. (Nota del autor).

 

[2] Trenes

[3] Es decir, los lugares donde se reúnen maleantes y hampa, por tanto, lugar que frecuentan también las prostitutas.

[4] Cicilios: instrumentos de penitencia.

[5] En revisión, revisada.

[6] Félix Lope de Vega

[7] Creemos que no desagradará al lector una noticia de las poesías que contiene este códice (E. Q. núm. 135.) Soneto anónimo.-Otro de Villamediana:-Otro de don F. López de Zárate.-Otro de D. Antonio López de Vega. Otro de D. Juan de Jáuregui.--Otro del mismo.-Otro de D. A. Puigmarin.-Otro de D, Guillen de Castro, Otro del doctor J. B. Velez.- Liras de Lope de Vega. Otras de D. M. Moreno.-Dos epígramas de D. A. Puigmarin.-Dos epitafios de Andrés de Mendoza. Otro de don Antonio de Mendoza.–Olro de D. Juan de España.-Otro de D. Luis de Góngora.--Dos de D. N. Pimentel.-Roman ce de D. Gabriel de Moncada.-Soneto de D. Juan Ruiz de Alarcon.-(El epitafio de Quevedo corre impreso en otros libros). (Nota del autor).