DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Diario de Murcia: Periódico para todos: Año X, núm. 3306, 8 de mayo de 1888, p. 2, núm. 3307, 9 de mayo de 1888, p. 1-2.

Acontecimientos
Amores trágicos
Personajes
Sultana Zaida
Enlaces
Castillo de Monteagudo

LOCALIZACIÓN

MONTEAGUDO

Valoración Media: / 5

La leyenda de la sultana Zaida.

Dicen que llamóse Zaida, nombre que entre los árabes quiere decir dichosa; pero no lo fue ciertamente la heroína de esta leyenda. Dicen también que Zaida tuvo las veinte perfecciones que en la mujer desea el árabe[1]y es lo cierto que sobrevivió la fama de su hermosura y, en algunos recontamientos, se dice que era una blanca hurí que por equivocación había nacido fuera del Edén: mejor se la habría comparado con un ángel, porque Zaida era cristiana, y su verdadero nombre el de María.

Hija de un noble anciano, alcaide por el Rey de Castilla de un lugar fuerte de la frontera; prometida en matrimonio, y próximo su enlace, a otro alcaide joven y apuesto, de un castillo aragonés; en una noche de horrores, la hermosa María fue arrancada a su padre, a su casa y a su país, reducida al castillo de Monteagudo, y arrojada, con cadenas todavía, sobre el lecho del alcaide moro a quien la leyenda titula Sultán, pero cuyo nombre no dice, quizás porque no inventóle.

Sultán y Sultana vivían en el empinado castillo, si en Zaida era vivir languidecer entre los recuerdos y las aspiraciones un pasado que veía alejarse de ella más y más  aprisa a cada instante, y que, cuanto más lejano e imposible, le parecía más hermoso y le era más querido. Entre aquellos jirones del castillo que aún se defienden del tiempo, a la parte de S. O., en una torre medio derruida, vese todavía una ventana que pudo ser en otro tiempo un ajimez o mirador: el de Zaida.

Cuando, seiscientos y más años hace, ese montón de ruinas era un castillo poderoso; cuando en la hora del crespúsculo, propicia para los tristes recuerdos y las aspiraciones imposibles, el sol, como pesaroso de abandonar el límpido  cielo y el riente paisaje de Murcia, enviaba el último beso de su luz a las alturas de los montes; cuando en el valle empezaba a ser de noche y aún era de día en el castillo, y en su entonces erguido torreón (el S. O. y en el adornado mirador de la sultana hoy derruido, se dibujaba un blanco bulto de mujer, el soldado que hacía su centinela en el adarve[2], el moro cultivador que regresaba a su hogar, si caminante que marchaba por las vías no lejanas del castillo, cuantos al levantar hacia él  la vista percibieran la soñadora poética figura de la sultana Zaida, debieron sentir pasaba sobre las sequedades de su espíritu ese aura fresca de sentimientos dulces e indefinidos deseos que despierta siempre la vista de una mujer que se sabe joven y hermosa, aunque se la vea lejana; y debió acudir a  los labios de casi todos ellos ese hermoso piropo árabe, que no se dice sino cuando la mujer no puede oírle:

-Sebahan Allah li jeloh ha! (Alabanzas a Dios que la ha creado.)

 

II.

 Era una tarde de mes y año que la leyenda no dice. Desde la atalaya más alta del Monteagudo, se había divisado en el remoto confín del horizonte, polvareda o nubecilla, una pequeña mancha que creció, avanzó, aproximóse, cruzó el río y adelantó rápidamente en dirección al castillo de Monteagudo. Después, las aclamaciones y lelilíes de paisanaje, rumor confuso al principio y más  distinto a  cada momento, subieron a la altura envueltas en el ronco redoble de los atabales[3] y los agudos sonidos de las chillonas trompetas; luego, apiñada multitud de guerreros empezó a subir el Monteagudo siguiendo el camino que rodeaba la falda hasta llegar a la cumbre; entre los guerreros iban cautivos que al perder su libertad habían perdido también sus bienes, y llevaban los de más precio a hombros o sobre su cabeza como botín cogido en aquella algara[4]; entre los cautivos, el alcaide de la fortaleza y pueblo asaltados y que, hecho prisionero después de mal herido, era trasportado a hombros de los que fueron antes sus soldados y eran ya únicamente sus compañeros de infortunio; después de todos, el Sultán jamás vencido, el Sultán siempre victorioso, el padre de los creyentes, el terror de los idólatras, ese marido de Zaida, cuyo nombre no sabe la leyenda.

Alargóse la cabeza de la columna por la falda del monte rodeándole, como monstruosa serpiente que se alarga extendiendo sus anillos; llegó a la cumbre y a abandonó el pie, desapareciendo poco a poco  tras la terrada poterna[5]; cargóse a los esclavos de cadenas conforme fueron entrando, y almacenóse el botín; entró el último el Sultán, apuró entonces sus mayores estruendos la música militar, y dominó a los de la música el de las aclamaciones de los guerreros que habían quedado en la fortaleza; pero el Sultán no tuvo oídos más que para un saludo hecho con débil voz, tenue como un sollozo, por la Sultana Zaida, que, envuelta en un blanco riquísimo jaik, había bajado a recibir a su marido y señor al último de los escalones abiertos en la roca entre el primero y segundo recinto.

— Hoy ha sido un gran día para los creyentes, Zaida, dijo el Sultán. Pero Zaida no le oyó siquiera; sus ojos negros y profundos, única cosa de su rostro que dejaba ver el velo, expresaban una ansiedad suprema y volvíanse con frecuencia hacia donde, sobre un mísero zarzo de cañas, yacía mal herido el valiente alcaide prisionero; para fin, señalando con dedo tembloroso, preguntó con voz apenas perceptible:

—Cómo se llama ese herido...

Pronunció un nombre el Sultán y Zaida cayó más bien que apoyóse en la roca, murmurando en un suspiro:

 —¡No me engañaban mis ojos!

 Aquel moribundo era su prometido de otro tiempo, aquel noble alcaide aragonés con quien debió casarse; y aquel nombre pronunciado con orgullosa indiferencia por el Sultán vencedor, era el nombre que se grababa cada día más profundo en el pensamiento de Zaida, el nombre que acudía a sus labios en sus meditaciones del crepúsculo, cuando, asomada a su ajimez, solo podían oírla aquellas aves del cielo que subían, revoloteaban algunos segundos casi al alcance de su mano de su mano, piaban y partían,  como si confidentes de sus perdidos amores y de sus secretos deseos, le trajeran mensajes de esperanza y se llevaran la contestación de sus ardientes suspiros.

 

III.

Las heridas que no son mortales se curan y se olvidan, y no eran heridas mortales las del valiente caudillo aragonés.

Las mujeres de los musulmanes españoles no fueron, por lo regular, tan cuidadosamente guardadas, como siguen siéndolo en Oriente.

Y los nobles cautivos, sobre todo los que podían pagar un buen rescate, gozaban de una libertad casi completa dentro del castillo que les servía de prisión. Y sentadas estas premisas; ¿qué puedo añadir que no hayan previsto, anticipadamente, mis lectores?

Conmovedor reconocimiento, amargos reproches, justificación cumplida, dulce reconciliación…  luego, entrevistas cuyo encanto hacía mayor el misterio, placeres que centuplicaba su peligro.., luego también las inevitables imprudencias, pensar que nadie mira, haber muchos que vean, y luego, finalmente.. una noche, el moro sorprendió a Zaida en los brazos del cristiano.

 

IV.

 —¡Traidores! rugió el Sultán lanzándose espada en mano sobre los dos amantes. El Aragonés se apresuró a interponerse, pero, más rápida todavía, se le adelantó su amada, y el moro no tuvo el valor de herirla.

 —¡Traidora, no! exclamó Zaida, yo soy tu esclava, es cierto; pero yo no consentí nunca en ser tu mujer. El brazo levantado para herir cayó a lo largo del cuerpo, quedó inmóvil el moro, como si a su gran arrebato hubiese sucedido el estupor más grande, y murmuró con un acento indefinible.

—Es verdad.. eres mi esclava... mi esclava a quien pude vender... a quien he hecho mujer mía... por quien repudié todas mis demás mujeres... ¡mi esclava!

Una idea cruzó al oír esto por la mente del aragonés y brilló en sus ojos con el resplandor de una esperanza.

—Moro, exclamó, yo no te he quitado lo tuyo, tú fuiste quien me quitó lo mío; porque yo amaba a María e iba a casarme con ella, cuando tus gentes la cautivaron. Sé justo, devuélvemela, yo te daré por tu esclava doble rescate que por mí. Pasaron algunos segundos, durante los que oyóse únicamente la fatigosa respiración de aquellas tres personas. Después el moro empezó a hablar con acento tranquilo, demasiado tranquilo, al parecer.

—Palabras de sabiduría, dijo casi deletreando, las palabras, han salido de tu boca... ¿Cuánto crees, cristiano, que vale esta esclava mía?

— ¡Pide! dijo su interlocutor ansiosamente.

—No te parecerán muchas mil doblas.

—¡Zaida, eres mía! gritó el aragonés.

—Poco a poco, interrumpió el moro con su acento tranquilo al parecer. Te he preguntado si no te parecerían muchas mil doblas, pero no me has dejado concluir diciéndote que a mí me parecen pocas.

 —¡Pide! ¡pide de una vez! exclamó el cristiano impaciente.

—Es, dijo el moro, cuya tranquilidad de expresión iba en aumento, que yo taso ¡ni esclava en todo lo que ella vale y alabo mi mercancía. Mírala bien... ¡perro, bien mirada la tienes! exclamó cambiando de tono y moviendo convulsivamente el brazo de la espada. Después, volviendo a su anterior frialdad, mírala, te digo, es... graciosa de lejos, hermosa de cerca, alta como la palma, flexible como el  bau... mírala, te digo, es blanca como la leche, sus mejillas dos rosas, su boca un gran rubí del que se ha hecho un anillo, pequeño, / sus ojos dan la fiebre o refrescan deliciosamente; cuando mira al cielo parece que va a decir a la luna «brilla o brillo», cuando mira a un hombre si está enfermo lo sana, si está sano lo enferma... mírala una vez más ¡perro hijo de perra! tiene las veinte perfecciones de la mujer... veamos ¿cuánto me das por esta esclava...?

—¡Concluyamos! concluyamos! gritó el aragonés fuera de sí, este ajuste es infame. Te doy cuanto tenga por su rescate y el mío; si no te basta, reunirá todos mis deudos que me darán cuanto tengan, se lo tomaré todo a mis vasallos, pediré al Rey;... si todavía no te basta entraré a saco pueblos, robaré conventos... ¡pide, moro! ¡pide cuanto quieras, todo me parecerá poco y cuanto pidas te da r...

Zaida cogió en silencio una mano de su amado, oprimióla fuertemente y la soltó, pero no antes que se apercibiera de ello el Sultán, que hizo un movimiento para lanzarse contra la enamorada pareja. Contúvose y dijo dando a su acento las inflexiones de la más cruel ironía.

—Cristiano, no hay oro en el mundo para pagar un solo cabello de mi esclava. Me he estado burlando de ti. Me la quedo. En cuanto a ti vas a salir en seguida del castillo.

 Y tanto más exaltado, el moro, cuanto más había tenido necesidad de contenerse, llamó en su ayuda.

—A ver, dijo rugiendo de coraje, a dos esclavos negros, coged al perro cristiano y echadle por el mirador.

Hubo una breve lucha, siguióla un solo grito, el grito que lanzó el aragonés al sentirse arrojado desde tan gran altura; pero, como si fuera un eco, sonó casi inmediatamente otro grito más débil, un grito de mujer, de Zaida que había querido morir de la misma muerte que su amante, y, por un movimiento rapidísimo que nadie pudo evitar, se había lanzado tras él en el espacio.

                                                     * * *

Los cadáveres de los dos amantes fueron enterrados juntos.

El Sultán buscó la muerte en la primer algara que hizo por tierra de cristianos.

 

Fuente: Pedro Díaz Cassou. “La leyenda de la sultana Zaida”, El Diario de Murcia: Periódico para todos: Año X, núm. 3306, 8 de mayo de 1888, p. 2, núm. 3307, 9 de mayo de 1888, p. 1-2.

 

[1] Veinte cosas ha de tener la mujer para que su belleza sea cumplida: cuatro negras; cabellos, cejas, párpados y la pupila de los ojos: cuatro blancas; cutis, dientes, uñas y córnea del ojo: cuatro rojas; mejillas, labios, encía y lengua: cuatro grandes; frente, ojos, pecho y caderas: cuatro pequeñas: orejas, boca, manos y pies. DENAL.—LA VIE ARABE. (Nota del autor).

[2] Adarve: muro de la fortaleza.

[3] Atabales: tambor pequeño que se tocaba en situaciones festivas.

[4] Algara: Tropa de a caballo que salía a correr y saquear la tierra del enemigo. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[5] Poterna: En las fortificaciones, puerta menor que cualquiera de las principales, y mayor que un portillo, que da al foso o al extremo de una rampa. (Diccionario de la lengua española, RAE).