DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

 El Museo universal, núm. 33, 15 agosto de 1869, p. 203.  

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Don Juan de Rivera
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El caballero de Olmedo

LOCALIZACIÓN

MEDINA DEL CAMPO

Valoración Media: / 5

Tradiciones castellanas. El caballero de Olmedo

I.

Apuesto paladín del ejército de los Reyes Católicos, don Juan Rivera, noble hidalgo de solar en la villa de Olmedo, alcanzó gran fama de valiente combatiendo en los muros de Granada, y de galante y bizarro caballero en los saraos y justas con que celebraban los monarcas cristianos su victoria en Medina del Campo; que grandes de corazón los ínclitos reyes, apenas hicieron públicas demostraciones de júbilo en la ciudad de la Alhambra por no aumentar el dolor de su vencimiento a los rendidos granadinos. La fama del esforzado campeón llegó a tan alto, que para más engrandecerle apenas le designaban por su nombre, llamándole las damas con ternura, y los guerreros con admiración, el Caballero de Olmedo.

Su hermosa presencia no dejaba presentir que más de treinta y cinco veces hubiesen brotado las flores desde su nacimiento; y por mancebo le tomaban las damas, que no por hombre cercano al otoño de su existencia. Muchas habían sido las que por él sintieron amores, amén de algunas intriguillas de menor importancia, que cuando más joven tuvo en la villa, y que apenas dejaran rastro en la memoria del caballero, ahogado su recuerdo con el tropel de galantes aventuras que por do quiera le cercaban. Pero como es achaque muy común de quien se ve querido, dar por buena moneda de verdadero cariño el falso sentimiento del orgullo halagado, don Juan tenía su corazón libre de esa carcoma del alma, que llaman amor.

Sin embargo, llegó un día en que prendió el fuego de una pasión verdadera en aquel pecho que con tanta indiferencia había visto pasar ante sí como hechiceras visiones de un sueño, el cariño de tantas hermosas, y amó don Juan; pero amó con delirio creciente, con esa fuerza poderosa del corazón, que llega sin haber sentido su abrasadora llama cerca del estío de la vida. Esta pasión que, participando de la ternura del niño, tiene la intensidad abrasadora que le presta un corazón virgen de sus celestes emociones durante treinta y cinco años; esa pasión que no será el perfumado, pero pasajero jazmín de la primavera, pero sí, el aunque inodoro, brillante y poderoso cactus que abre sus duras y permanentes hojas en el vigoroso otoño.

Don Juan amó por la primera vez a los treinta y cinco años, y el amor a esa edad decide de la existencia. Pero si como aquella última mujer que había inspirado tan intensa pasión a su corazón de héroe, debiese vengar todas las lágrimas que el inconstante amor del caballero había hecho verter, el valiente paladín de la justa, el indomable guerrero del combate, el afortunado galanteador de las damas, vióse por la primera vez rechazado, cuando hizo llegar a los oídos de doña María su apasionado amor.

Esta señora, viuda, de veinte y siete años, hermosa entre las bellas, y halagada por inmensa fortuna, era donde quiera la envidia de las damas y la desesperación de los galanes, que en vano trataban de hacer llegar a su oído un solo mensaje de amor por conducto de su paje Ferrán, hermoso adolescente de quince años. La repulsa de doña María avivó más, como acontece siempre, los amantes deseos de don Juan; y no pudiendo resistir por más tiempo a la pasión que le destrozaba el pecho, pidióla un día de rodillas le arrancase la existencia, o pusiese a prueba la intensidad de su cariño, mandándole acometer tan colosal empresa, que pusiera miedo en el ánimo más esforzado.

O porque tanto amor la obligase,  o por alejar hasta la última esperanza del pecho del caballero, doña María le hizo solemne promesa de entregarle su mano, el día en que fuera tan poderoso, que venciendo a la misma naturaleza, hiciese pasar las aguas del Adaja por debajo de las ventanas de su casa de Medina del Campo. Cuando el enamorado don Juan escuchó la condición de la dama, preguntóle si se afirmaba en lo ofrecido, y doña Mana ratificóle su promesa: con lo que don Juan se ausentó de Medina, sin que durante un año se tuviese la menor noticia del caballero de Olmedo, creyendo algunos que quizá despechado por las constantes negativas de doña María, se habría partido en busca de muerte gloriosa a la India occidental, como entonces se llamaba al mundo de Colón.

Sin embargo, un día en que recostada la noble castellana en el alféizar de la ojival ventana de su estancia, contemplaba el risueño paisaje que desde ella se descubría, mientras, halagaba sus oídos una trova de amor que tiernamente modulaba Ferrán, acompañado de una morisca guzla, creyó oír confusa gritería hacia el lado de Arévalo y Valdestillas. Prestó atento oído, y notó que de todas partes repetían los ecos de las vecinas sierras, voces de admiración y de entusiasmo.

Picada su curiosidad, despertó la del pajecillo, que asomado igualmente a la ventana, abandonó su comenzado cantar de amores ; y ya se preparaba a descender al valle para conocer la causa de aquel alboroto, cuando vieron llegar hasta sus ventanas crecido golpe de gente , todos gritando a un tiempo :

— ¡Milagro, milagro!

Fijó entonces la dama castellana su vista en las cercanas rocas, y como si su mirada hubiese sido el eco de un conjuro mágico, rompiéronse en ancho cauce, precipitándose por él impetuoso, rugiente, blanco de espuma, como una inmensa catarata, el Adaja, que extendiéndose por el valle vino a lamer galano y acariciador los pardos murallones de la torre en que se hallaba doña María.

La castellana no pudo reprimir un grito de agradable sorpresa. Apenas recordaba la exigencia que hiciera al caballero, pues juzgó, cuando le hubo perdido de vista, que olvidado de su insensata pasión, habría buscado en nuevos amores, consuelo a sus pesares. A repetir iba también en la voz de los labriegos, atribuyéndole al milagro de la Virgen, cuando de un bosquecillo frontero a la ventana, cuyos árboles bañaba el nuevo río, gallardo y apuesto como nunca, jinete en un negro potro cordobés apareció el caballero de Olmedo, que atravesando las aguas, rizando su huella con la espuma que levantaba el trole de su corcel, se adelantó hasta el píe de la ventana donde doña María le contemplaba atónita. Al llegar junto a ella, obediente a una diestra señal de su amo, dobló el potro las manos, arrodillándose; y el caballero con voz sonora, pero trémula de amor y de ternura, dijo a la hermosa ama:

—Señora, la  más cumplida hermosura de la corte de doña Isabel. Un año es pasado desde que el caballero que por vos de amores sufría oyó de vuestros labios una promesa, que hoy viene a reclamar. Pareciéndoos exagerado el fuego del amor que os pintaba, y considerando, y con justicia, que no era digna ni bastante hazaña para alcanzaros el vencimiento en el combate de los mayores guerreros, le impusisteis una lucha temeraria con la misma naturaleza.

Las aguas del Adaja quiso Dios que naciesen en la sierra de Ávila, y que dejando a Medina, pasasen por aquella ciudad, Arévalo y Valdestillas, hasta confundirse en el Duero cerca de Aniago, distante de esta villa dos leguas en su parte más cercana. Los montes y las duras rocas se oponían a torcer su curso; pero vos lo quisisteis, y el amor ha vencido. Las aguas del Adaja corren a vuestros pies. A vuestros pies también espera el rendido caballero, una mirada de amor.

Los campesinos habían hecho gran cerco presenciando aquella escena, y hubo alguno que juzgó endemoniado al apuesto guerrero,  o que, obra del mismo Satanás la que acababan de ver, enviaba a aquel mancebo para tentar la fe de la noble castellana. Esta, sin embargo, menos tímida, dejó caer de sus manos una rosa que sujetaba en su cinturón, y acompañó a la muda respuesta tal mirada de agradecimiento  o de cariño, que el bueno del caballero, saltando de la silla al suelo, en breve arrodillado ante la dama, besaba loco de amor, la mano que ella le presentaba en cumplimiento de su promesa.

Pero entre tanto que don Juan se cree trasportado al cielo en la amorosa plática que sostiene con doña María, no perdamos de vista al lindo pajecillo de la melena de oro, que inmóvil en el fondo de la ventana clavaba sus azules ojos, brillantes con resplandor siniestro, en el amoroso grupo. Para que no le ordenaran alejarse, aparentaba estar embebido en la contemplación de la corriente cristalina, arpegiando distraído en la guzla, como si tratase de remedar el dulcísimo murmullo del agua.

—Pero decidme, don Juan, ¿cómo habéis conseguido luchar y vencer a la misma naturaleza en tan corto espacio de tiempo?—decía la noble dama al caballero, pasados los primeros trasportes de la violenta pasión de su amado.

—No me lo preguntéis, señora: mis fieles vasallos y todas las gentes de Olmedo acudieron al llamamiento del amor, y trabajando de noche para que permaneciese ignorado mi designio, siendo yo siempre el primero en tomar la pala y el último en dejarla, abrimos un cauce de más de dos leguas, rompiendo montes y elevando valles. Pero os suplico, señora, ya que me habéis otorgado vuestra mano, dejemos esto, y fijéis el día en que pueda decir ante Dios: «Unidos para siempre.»

—En breve,—empezó a decir doña María, subyugada completamente por el inmenso amor del caballero; cuando en el hueco de la ventana percibióse un sonido estridente, agudo como un grito de suprema agonía.

La castellana se volvió rápidamente, y al mirar el rostro del paje, lívido en fuerza de su palidez, bajó los ojos, y un sentimiento que no nos atrevemos a definir, tiñó de subido carmín sus hermosas mejillas …

Bien pronto, sin embargo, se repuso, y

— ¿Qué es eso, Ferrán? —dijo al paje: si de tal modo templas tu laúd morisco, bien pronto no le dará sonido ninguna de sus cuerdas.

—Es verdad, —señora, balbuceó el adolescente. Al quererlo templar ha saltado. Tuve que hacerlo porque la humedad del nuevo río, a que no estaba acostumbrado, ha producido tan mal efecto en mi laúd, que hallo discordes todos sus sonidos. Pero perdonad si os he interrumpido: voy a ver si consigo reanudar la cuerda rota de mi pobre guzla.

La voz del mancebo era insegura. Doña María lo conoció, y volviéndose al caballero, que loco de felicidad ni aun se había apercibido de aquella escena, le dijo reanudando la interrumpida plática.

—En verdad, don Juan, que no creí pudieseis llevar a cabo la empresa que os propuse.

—Estas palabras, que parecían el resultado de la admiración que en la dama había producido el amor del caballero, fueron de dulce consuelo para el paje, que en ellas encontró una disculpa.

—El amor vence imposibles, doña María; y si me pidieses que para alcanzaros emprendiese la conquista del mundo, sin vacilar la acometiera, aunque supiese morir en la demanda. ¡Ah, señora; si vos comprendieseis toda la fuerza de la inmensa pasión que me inspiráis, nada extrañaríais! Pero hoy soy feliz; si no con tanta efusión como yo os amo, habéis al fin correspondido a mi cariño y vuestra mano va a ser la recompensa de mis afanes.

—¡Gracias, señora, gracias! —terminó el caballero volviéndose a arrodillar, y besando con frenesí amoroso la mano, que le tendía para alzarle, la  castellana.

Ronca respiración como de pecho que destroza el estertor de la agonía dejóse oír en el hueco del balconcillo ojivo, al mismo tiempo que las cuerdas todas de la guzla morisca saltaban coma últimos gemidos de doliente que espira. Rápido cual el pensamiento atravesó el pajecillo la estancia, saliendo de ella pálido como un cadáver, con los ojos encendidos como delirante calenturiento; y lanzando una mirada indescriptible al amoroso grupo se alejó a grandes pasos, cual si horrible denuncia trastornase su cerebro ardiente.

El caballero apenas hizo alto de aquella rapidísima escena: la dama debió sufrir mucho, porque al ver la acción del paje pintóse en su semblante indescriptible angustia: pero en breve, los ecos de la antigua estancia solo repelían apasionadas palabras de amor, y la promesa hecha a don Juan por doña María de ser suya para siempre, enlazándose ante el Eterno en el próximo día de San Pedro.

II.

Estridente ruido de armas, ayes de dolor, imprecaciones y amenazas escuchábanse en desacorde ruido a la puerta del jardín de la casa de doña María, la noche de San Juan, cercano ya el día en que debiera obtener el enamorado caballero la recompensa de su amo roso afán. La luna que mansamente reflejaba en las tranquilas aguas del Adaja, alumbraba aquella escena de exterminio y de sangre; y largo rato llevaban de lucha los combatientes, sin que se conociese ventaja en ninguno de ellos, cuando de pronto oyóse el sordo ruido de un cuerpo que cae desplomado, a la vez que un grito de

—¡Muerto soy! exhalado con moribunda voz.

Acercóse el que acababa de obtener la victoria a su contrarío, y éste, lanzando con sus escasas palabras los últimos alientos de la vida, le dijo tendiéndole la mano.

Me has muerto... Por primera vez en mi larga serie de combates he sido vencido, y mi  primer vencimiento es mi muerte. Tu brazo de niño ha alcanzado lo que jamás consiguieron los aguerridos árabes...

¿Quién eres? Sepa al menos el nombre, del que ha vencido por vez primera al caballero de Olmedo.

—Soy Ferrán... el paje de doña María. La amaba con tanto amor como vos mismo; y vos, más poderoso, me la ibais a arrebatar. Veníais a gozar esta noche a su lado en agradable plática las delicias que yo iba a perder para siempre... Erais fuerte, y vuestra espada la más temible de los ejércitos de doña Isabel; pero yo necesitaba  o mataros  o morir. Os he acometido... y vos lo dijisteis... el amor vence imposibles.

—Ferrán... muero por tu mano, pero sin embargo te comprendo y te admiro. Te perdono mi muerte; y si fuera dable que volviese a la vida, y que sintiendo por un mismo objeto igual amor pudiésemos vivir sobre la tierra, yo sería tu amigo, y pediría para tu cinto la espada de los caballeros. Pero ya esto es imposible... siento que la muerte se acerca a grandes pasos... Escucha, Ferrán; voy a dejarte un recuerdo que jamás se ha separado de mí, y que quiero vayas a Olmedo, y coloques en la capilla de Nuestra Señora de la Soterraña... Toma este medallón... contiene los rubios cabellos de una mujer que amé cuando era casi niño, y a quien abandoné ciego y enloquecido por mis galantes aventuras , con el fruto de su primer amor... ¡Desgraciada!... ¡Murió de vergüenza y de desesperación !

— ¡Qué estáis diciendo!

—Sí, Ferrán... y ese recuerdo destroza mi conciencia en estos momentos solemnes. Tú eres joven, busca a un niño que deberá tener ahora quince años... que conservará otro medallón con cabellos rubios... ¡ese es mi hijo!... ¡el hijo de mi primer amor, abandonado por su padre!..

—¡Padre mío! gritó con voz desgarradora Forran, abrazando en loco frenesí el cuerpo inanimado del caballero.

—¡Justicia de Dios! estertoró don Juan, y aquella exclamación fue su último aliento de agonía,,,

La apuesta dama, origen de tan lamentable suceso tomó el hábito de las esposas del Señor.

De Ferrán no volvió a tenerse noticia.

Cuentan unos que pasó a América: otros que se precipitó en la corriente del Adaja; y que después, durante mucho tiempo se veía cruzar por las vecinas sierras una forma vaga, que dejaba oír los dulces ecos de una guzla, y una canción de amor interrumpida por tristes salmodias  o por gritos de condenados.

El Adaja dejó de correr por Medina, y su cauce seco quedó como constante recuerdo de la tradición con el nombre de la Cava, mientras la poesía popular, dueña de la trágica historia, la narró en sentidos cantares y romances, haciéndose popular el conocido estribillo de uno de ellos.

Esta noche le mataron al caballero,

La gala de Castilla, la flor de Olmedo

 

FUENTE

Rada y Delgado. Juan de la. "Tradiciones castellanas. El caballero de Olmedo".  El Museo universal, núm. 33, 15 agosto de 1869, p. 203.

Edición: Pilar Vega Rodríguez