DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Leyendas y tradiciones, 1889. S.l.] [s.n.] Madrid Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos,pp.37-63.

Acontecimientos
Personajes
Garci Ximenez, Voto, Félix
Enlaces
Pico de la Maladeta
Armillas Vicente, José Antonio. "La creación del mito de San Juan de la Peña. Los tiempos modernos (1494/1794)." San Juan de la Peña: suma de estudios I. 2000.
Briz Martínez, Juan. "Historia de la fundación y antigüedades de San Juan de la Peña." Zaragoza 1620.
Canellas López, Ángel. San Juan de la Peña, crisol y legado de Aragón. Diputación Provincial, Institución Fernando el Católico, 1981.
Ubieto Arteta, Agustín. "San Juan de la Peña es tanto realidad como leyenda." San Juan de la Peña: suma de estudios I. 2000.
 

LOCALIZACIÓN

A-1603

Valoración Media: / 5

San Juan de la Peña

II

Caído el imperio godo a orillas del Guadalete[1], fueron los moros internándose y avanzando hasta apoderarse casi de todas las regiones españolas.

Como tantas otras plazas y ciudades, Cesaraugusta, la que más tarde debía ser nuestra insigne Zaragoza, hubo de caer en manos de los invasores.

Aquellos de sus hijos que pudieron escapar a la matanza y cuantos se negaron a someterse o aceptar la ley del vencedor, fueron a buscar un asilo en los Pirineos. Allí se refugiaron, y allí, desparcidos por sus fragosidades y sus bosques, se procuraban un asilo en las cuevas de los montes o se amparaban de miserables chozas junto a enriscadas peñas.

Así vivían fugitivos y proscritos.

Llegó un día en que, agrupando sus familias y despertando su ánimo, decidieron reunirse en un sitio común y levantar un pueblo que servirles pudiera de hogar, asilo y fortaleza.

Escogido el sitio, ancianos, mancebos, mujeres y niños, congregaron todos sus esfuerzos, y en la explanada de un monte comenzaron  —38— a labrar una fortaleza, a que dieron el nombre de Pano, tomándolo del monte.

Ya estaba algo avanzada, próximas a terminar sus primeras torres, de pie algunos lienzos de muralla, ahondándose los fosos cuando cierta tarde, al encontrarse dos gallardos mancebos, que iban y venían ocupados en sus faenas, díjole uno al otro:

— Félix, ¿viste a nuestro padre?

— No ha vuelto aún — contestó Félix —¿Por qué lo dices, Oto?

— Porque me inquieta su tardanza y quiero salir a su encuentro.

Diciendo esto, soltó el azadón que llevaba al hombro, ciñóse sobre la enmallada cota el cinturón de cuero de que pendía su scrarna, puñal muy agudo de los godos, cubrió su frente con el morrión o capacete, que había soltado a fin de estar más libre para el trabajo, y dispúsose a salir de la zanja.

— Espérame, Oto. Yo te acompaño—dijo Félix.

En aquel momento sonó una voz a oídos de los jóvenes. Era la de uno de sus compañeros, que trabajaba en lo alto de la zanja.

— ¡Ah! Ya está aquí el viejo de los cabellos blancos.

Ambos jóvenes se detuvieron. El anciano de los cabellos blancos era su padre, de aquel modo llamado por los proscritos cristianos  —39 — que se dedicaban a levantar la ciudad de Pano.

En efecto, un anciano de venerable figura se adelantaba lentamente, apoyado en su báculo y seguido de varios hombres, con quienes había salido por la mañana a cortar pinos y robles del vecino monte.

Acudieron solícitos sus dos hijos ofreciéndole sus brazos, que el anciano aceptó, sonriendo con gratitud, pero con tristeza.

— Padre — le dijo Oto mientras le acompañaba a un vasto cobertizo, cubierto por groseras telas colgadas de los árboles, que servía de refugio y casa a las mujeres, ancianos y niños, ínterin los hombres trabajaban en levantar la fortaleza. —Padre, tu rostro está más sombrío que de costumbre. ¡Estás triste, padre!

—¡Triste! ¿Fáltame acaso motivo? Nos arrojaron de nuestra ciudad como a un tropel de siervos, y, para borrar todo recuerdo, hasta han cambiado su nombre llamándola Saracusta. Hijos míos, tiempos bien infelices hemos alcanzado. En era bien desgraciada vinimos.

Esta misma Pano, que hoy levantamos en las entrañas del bosque, oculta entre las peñas y malezas como una guarida de lobos; esta Pano, nuestro último refugio, nuestra única esperanza, ¡quién sabe si existirá mañana! ¡quién sabe si esta misma noche caerá  —40— sobre ella un torrente de moros, y cuando amanezca el sol habrá ya quedado solitario y olvidado el sitio en que unos pobres proscritos quisieron con loca temeridad elevar un alcázar!

El anciano, al decir esto, enjugó una lágrima y se volvió hacia Pano, que mostraba sus dos primeras torres bañadas por los postreros rayos de un sol purpúreo, que parecía enviarle en aquel beso de la tarde su triste despedida.

—¡Pano, Pano! — murmuraba el anciano.

— ¿Estás quizá condenada a morir antes de nacer? Ese sol que tiñe de color de sangre tus nacientes torreones, ¿es acaso el último que te alumbra? ¿Será también tu suelo inhospitalario para los hijos de Cesaraugusta? Las torres que sus manos elevaron, ¿han de caer sobre sus cadáveres insepultos?... Pano, Pano, tu existencia está marcada por el dedo del Eterno. ¡Dios quiera que en lugar de refugio de fugitivos no seas asilo de muertos!

—¡No te decía yo, padre!—exclamó con voz melancólicamente dulce el joven Oto; —tus palabras brotan hoy tristes de tus labios. El dolor vive en tu alma.

—Dejadme sentar aquí, hijos míos — dijo el anciano señalando una piedra al pie de uno de los pinos que sostenían la tienda; — desde aquí puedo ver entera a nuestra Pano, y quiero —41— contemplarla, quiero acariciarla con mi mirada, como la acaricia ahora el sol que parte.

El anciano se sentó en la piedra. Sus hijos permanecieron de pie a su lado. Hubo un largo rato de silencio. En el ínterin, el sol fue perezosamente recogiendo sus rayos, y el crepúsculo, con su incierta luz, derramó un tinte pálido sobre la naciente fortaleza, como si la envolviera con un sudario.

—Escucha, Oto — dijo de pronto el anciano con voz trémula; — escucha tú también, Félix. Acercaos a mí para que el rumor de mis palabras no llegue a más oídos que los vuestros.

Oto y Félix se arrodillaron cada uno al lado de su viejo padre, que puso sus manos sobre sus cabezas y las acercó a su pecho con un tierno abrazo.

— Oíd — les dijo en voz baja. — Esta tarde, al retirarnos del monte, terminada que fue nuestra tarea, y al cruzar por delante del pico del Mediodía, esa cumbre de los Pirineos que parece querer agujerear las nubes, un gemido lúgubre, un grito inexplicable de agonía sonó tristemente en mis oídos. Detuve mi paso y escuché. El grito se volvió a repetir, semejante al quejido que lanzaría una mujer llorosa, y en seguida sonó una especie de melodía fúnebre que se ha prolongado por largo espacio.

Oto se estremeció. El anciano, qué sintió  —42— aquel estremecimiento, adivinó sin duda el motivo que le causaba, porque se volvió hacia su hijo mayor y le dijo como si contestara a una pregunta que no se le había hecho, pero que había adivinado:

—Sí, Oto, sí, hijo mío, era la Maladeta, la peña en la cual suena prodigiosamente una lúgubre armonía cuando va a ocurrir alguna gran desgracia. Es una reunión de voces clamorosas, como el rumor que pudiera dejar oír a lo lejos todo un pueblo llorando. Mi corazón se ha entristecido; y cuando el prodigio cesó, volví a continuar mi camino con los ojos bañados en lágrimas. Un triste presentimiento me asaltó. Pero esto no era nada todavía...

Y aquí el anciano estrechó aún más a sus hijos contra su corazón y su voz tomó un tinte sombrío.

— Nada todavía. Juzgad de mi sorpresa cuando al doblar la senda vi la cumbre del Cúculo, cumbre fatal, coronada de nieblas más negras que la noche, enroscándose a su picacho como un turbante. Entonces ya no cabía duda. El prodigio era evidente, comprensible, claro, y mi corazón se rasgó de pena. He ahí por qué estoy triste, ¡hijos míos! He ahí por qué tiemblo por vosotros, por nosotros todos, por Pano. Vosotros lo sabéis; es tradición que jamás se ha desmentido. Cuando la Maladeta lanza su fúnebre  —43 — armonía y el Cúculo se corona de nieblas negras como la noche, una gran desgracia sucede en el monte o en el valle.

Así dijo el anciano, y dejándose caer de hinojos entre Oto y Félix, añadió:

— De rodillas, hijos míos. Oremos, y ¡que el Señor nos halle prontos si acaso!...

Los tres balbucearon entonces una plegaria que debió de subir al cielo envuelto en las últimas luces del crepúsculo de la tarde.

Cuando se levantaron, ya las sombras inundaban el valle y Pano había desaparecido como tragada por las tinieblas.

— ¡Obscura es la noche! —dijo Félix ayudando a entrar a su padre en la tienda.

— Pero no tardará en asomar la luna — contestó el viejo.

Entraron en el vasto cobertizo, donde se habían ya recogido todos los futuros habitantes de Pano. Allí estaban, tendidos en el duro suelo, descansando la cabeza sobre el acerado morrión[2] que les servía de almohada, todos aquellos hombres valerosos, sin más refugio ni asilo que la enriscada sierra y la soledad de los bosques. Las mujeres, abrazadas a sus hijos, que temblaban estremecidos por el cierzo frío de la noche, velaban el sueño de sus esposos, derramando en silencio amargas lágrimas, inspiradas por el recuerdo de la patria.

Algunas hogueras colocadas de trecho en  —44— trecho alumbraban con siniestros resplandores aquellos rostros macilentos, postrados por las angustias de la desesperación, del dolor y del hambre.

Era ya bien entrada la noche, cuando, como un pabellón izado repentinamente en el aire, asomó en el espacio la pálida luna.

El anciano de los cabellos blancos, que estaba tendido en el suelo, se incorporó y tocó con su báculo a Oto, que descansaba, pero sin dormir, a pocos pasos de distancia.

Éste se puso en pie y ofreció el brazo a su padre, que se levantó penosamente y salió de la tienda guiado por su hijo.

— Oto, hijo mío, extrañas ideas me asaltan, lúgubres presentimientos ruedan por mi mente prensándome el corazón.

El joven bajó la cabeza sin contestar.

— Oto, hijo mío, subamos a la torre. La luna te permitirá llevar tu mirada a lo más profundo del valle.

Oto, sin replicar una sola palabra, subió con su padre hasta la plataforma del torreón.

Trepó el mancebo hasta alcanzar el parapeto, y desde allí tendió una mirada sobre el valle que se extendía a sus pies, y por el cual cruzaba, serpenteando como una cinta de plata, el río Aragón.

— ¿Qué es lo que ves, Oto?—gritó el anciano.—45—

— Padre, veo un cuervo, negro como una maldición, batir sus alas sobre el pinar que está a espaldas de la tienda.

— Y ¿qué más ves, hijo mío?

— Aguardad; veo allá, en el fondo del valle, una línea blanca junto al río. Parece como que el río se hubiese dividido en dos brazos.

— Observa bien.

— Es extraño, padre. De en medio de esa línea blanca brotan chispas, como si la luna arrancara rayos de unas láminas de plata.

— Observa mejor.

— ¡Padre! ¡Padre! ¡Esa línea blanca es una hueste de moros!

— ¡Misericordia de Dios! —gritó el anciano cayendo de rodillas.

— Sus blancos turbantes lucen a los rayos de la luna como el brazo de un río, y las chispas que brotan son las que despiden sus armas.

¡Dios mío, es un ejército numeroso! Va introduciéndose en la garganta de la sierra, como si tratara de encaminarse hacia aquí.

— Hacia aquí se encamina, hijo mío. El corazón me lo dice. ¡Baja!

Oto descendió de la almena. El anciano lo recibió en sus brazos.

— Padre— dijo el arrojado mancebo, — voy a dar el grito de alarma. Si vienen a buscarnos hasta nuestro último refugio, el combate será sangriento; nos defenderemos como leones. —46—

El anciano de los cabellos blancos puso una mano, trémula, sobre la cabeza del gallardo mancebo.

— Oto— le dijo,— el momento es solemne. Dentro de pocas horas ya no existiremos y nuestras almas habrán volado al seno del Dios de las misericordias, mientras que ni uno de nosotros quedará, tal vez, para derramar un puñado de tierra y una lágrima de dolor sobre nuestros cadáveres insepultos. Oto, hijo mío, tu eres valiente y joven, y acaso por milagro de Dios puedas salvarte. Si lo consigues, no olvides entonces mis últimos consejos. Desprecia el lujo y la afeminación que ha perdido a la corte de Rodrigo y que a todos nos envolvió en su pérdida. Arroja lejos de ti la copa de oro realzada con piedras en que bebían los cortesanos, y no perfumes ni acicales tu cabello ante la plancha de acero a que se asoman las mujeres; vive para Dios y para San Juan Bautista, nuestro particular abogado; y si algún día te sientes con fuerza en el corazón, con fuego en la sangre, con vida en el alma, abandona el hueco de la peña en que te hayas refugiado, y uno a uno habla a todos los hermanos que encuentres, uno a uno recógelos, uno a uno llévalos contigo, y morid entonces como hoy moriremos nosotros, peleando por la religión y la patria.

Dijo el anciano, y el joven Oto besó su —47— mano, regándola al propio tiempo con sus lágrimas.

— Da ahora el grito de alarma, hijo mío.

Toda aquella población, que dormía pacífica, despertó sobresaltada. Oto les enteró en breves palabras del accidente que ocurría. Un momento bastó para que se juntasen sus caudillos, poniéndose de acuerdo.

Las mujeres y ancianos quedaron como en depósito en el torreón de Pano, que era donde mejor podían abrigarse de las flechas de los moros, y los pocos hombres con quienes se podía contar fueron distribuidos por las murallas comenzadas y tras las almenas, que empezaban sólo a mostrar sus dientes.

Colocados ya todos en sus puestos, esperaron.

No fue por mucho tiempo.

Aparecieron de repente los moros, lanzando alaridos salvajes.

Lucharon los cristianos como buenos, pero como buenos sucumbieron.

En aquel último altar de la religión y la patria, en aquel postrer baluarte de los godos, cayeron una tras otra las víctimas, haciéndose matar al pie de la torre que guardaba a sus hijos y mujeres, tratando, ya que más no podían, de cerrar la puerta con sus cadáveres.

En lo más confuso de la pelea, el viejo de los cabellos blancos fue separado de sus hijos, —48— uno de los cuales había ya recibido una herida defendiéndole. El anciano hizo cuanto pudo: peleó mientras tuvo fuerzas, pero sucumbió.

Hubo un momento en que cesó la resistencia; desde entonces todo fue carnicería sólo. Algunos moros fueron recorriendo el campo de batalla para acabar con los heridos, mientras que otros, en el interior del torreón, pasaban a cuchillo a niños y a mujeres. Sólo les faltó a los moros beber sangre.

En seguida, para hacer riza en todo, para no dejar ni huella de los godos, estacadas, murallas, foso, almenas, torreones, todo fue derribado con los mismos instrumentos que habían servido para elevarlo.

Y así acabó, antes destruida que edificada, la nonata Pano.

El crepúsculo matutino asomaba perezoso cuando los moros se retiraron dejando montones de ruinas y de cadáveres.

Una hora hacía, poco más o menos, que partido habían, cuando uno de los cuerpos tendido en el foso empezó a moverse y agitarse.

El aire fresco y puro de la mañana había hallado un germen de vida en aquel hombre, reputado cadáver por los árabes. No tardó en incorporarse. Un alfanje sarraceno había hendido su morrión y abierto un surco sobre su frente. El golpe más bien que la herida le hiciera caer, y de lo alto de la muralla los enemigos  —49— le habían arrojado al foso, donde fue la brisa matutina a encontrarle vivo.

Era Oto.

Levantóse bamboleando y lleno de contusiones; miró a su alrededor y vio sólo cadáveres y ruinas.

Arrastróse por entre aquellas calles de muertos queridos, tropezando con los cuerpos y resbalando en la sangre. Iba buscando al anciano de los cabellos blancos, y fue para esto pasando revista a todos los cadáveres, uno a uno.

Hallóle por fin. Postróse ante él, y oró.

Terminada su plegaria, puso su diestra sobre el cuerpo y pareció prestar un juramento.

En seguida cargó el cadáver sobre sus hombros, dirigióse a la tienda, y en el sitio mismo donde la víspera estuvo sentado el anciano despidiéndose de Pano, fue donde abrió una huesa y le enterró.

Cumplido este penoso deber, fue en busca de su hermano Félix, a quien, con gran sorpresa y fortuna, halló con vida todavía.

Entonces vendó con precaución sus heridas, fue a buscar agua con su casco en un manantial no muy lejano, rocióle con ella el rostro, y lleno de alegría y júbilo viole por fin abrir los ojos.

— ¡Félix, Félix! ¡Hermano mío!

— ¡Oto! — murmuró Félix.—50 —

—Tu hermano, sí, pero no Oto. He olvidado este nombre. Ya no me llamo Oto. Hice un voto, y desde hoy en adelante me llamaré Voto.

 

III

Un año había transcurrido.

Los dos hermanos labráronse una vivienda en el monte, en sitio apartado, y allí vivían tranquilos esperando a que luciera el sol de la libertad para su opresa patria.

Voto, para distraer su fiebre de actividad y de impaciencia, se entregaba a correrías por la montaña y endurecía su corazón con el ejercicio de la caza.

Cierto día...

Y aquí sí que entramos de lleno en el campo de la leyenda; pero ¡qué hermosa, qué peregrina y qué santa leyenda la que recurre al milagro y al prodigio para que así hubiese de ser maravilloso el descubrimiento de la cueva destinada a ser cuna de la nación aragonesa!

¡Una leyenda, un milagro, un santo! ¡Dios, la religión, la patria! Todo esto, y más, era conveniente para consagrar el sitio donde debía alzarse el templo de las glorias y libertades de Aragón.

Cierto día iba Voto en persecución de un  —51— ciervo que, veloz como una saeta, atravesaba valles y montes. Siguióle Voto con trabajo por la fragosidad del terreno hasta llegar a una llanura, donde el mancebo pudo dar rienda y espuela a su corcel, que salió disparado tras del ciervo. Hallábase ya cerca de su presa e iba a lanzarle el venablo, cuando de pronto, y como por encanto, el ciervo desapareció, precipitándose en un abismo. Reparó Voto en ello, vio el peligro, quiso refrenar el caballo, pero ya no era tiempo.

La leyenda dice que entonces Voto, inspirado en su devoción a San Juan Bautista, se encomendó a su santo patrón, y en el acto el corcel quedó inmóvil en los aires, sobre el abismo, tranquilo y sosegado como en tierra firme.

Asombrado Voto ante el portento, hizo retroceder su caballo, echó pie a tierra, y, por secreto impulso, quiso registrar el precipicio, donde algo creyó que podía existir para ser causa de aquel prodigio.

Comenzó, pues, a descender unas veces, y otras a subir, por entre zarzas, árboles y matorrales, y así llegó hasta el umbral de una cueva, en la que penetró con religioso temor.

Hubo de aumentar su pasmo al encontrar en ella un tosco altar abierto en la peña, con una efigie de San Juan Bautista, a que daban luz los resplandores de una lámpara moribunda —52—  y tendido en el duro suelo el cadáver de un venerable cenobita, respetado por las fieras, que iban a matar su sed en un arroyo que corría por aquel misterioso y retirado sitio.

La cabeza del eremita descansaba sobre una piedra triangular, en la que se veían escritas unas palabras latinas, según las cuales el muerto era Juan[3], del vecino pueblo de Atares, primer ermitaño de aquel lugar, retirado del siglo por el amor de Dios.

Juan era quien había fabricado aquella iglesia en honra de San Juan Bautista, y pedía que se diera sepelio a sus restos en aquel mismo sitio, donde tanto había orado y pedido por la libertad y restauración de la patria esclava.

Postróse Voto ante la imagen del santo e hizo formal promesa de seguir la obra y la misión emprendidas por el difunto anacoreta, yendo luego en busca de su hermano para comunicarle su propósito. Félix no quiso abandonar a Voto, comprometiéndose a realizar la misma penitencia, y entrambos partieron al sitio donde se abría la cueva, sepultaron al muerto anacoreta, colocando como lápida de su huesa la piedra epigráfica, y, vistiendo sayales de humildes eremitas, allí se quedaron a orar en pro de la patria, tan cruelmente flagelada por las huestes del falso Profeta.

Un año transcurrió, y luego otro, y otro, hasta quince.  —53—

Un día, al amanecer, los dos hermanos oyeron lamentos y gemidos cerca de su cueva.

Inmediatamente se dirigieron al sitio de donde partían, que era de entre unas matas, y hallaron desangrándose a un mancebo de gentil continente. Había sido herido por los moros, que fueron persiguiéndole hasta perder sus huellas.

Transportaron ambos hermanos al malparado joven a la cueva, donde solícitos le cuidaron y atendieron.

Por él tuvieron noticia de que en las montañas de Asturias un varón ilustre, llamado Pelayo por los cristianos y Belaij por los árabes, había tremolado el pendón de la independencia y de la cruz, y al frente de un puñado de resueltos astures montañeses había caído sobre numerosa hueste de moros, derrotándola al pie de Covadonga. Esta victoria había dado gran fama a Pelayo, y los reconocidos astures le proclamaron su rey.

Voto sintió arder su sangre al relato de la hazaña de Pelayo y creyó llegado el instante de no aguardar más, decidiéndose a salir de su cueva para cumplir el juramento, prestado un día sobre el cadáver de su padre, de morir o triunfar por la libertad de la patria.

—Oye— díjole una tarde al huésped, ya restablecido completamente de sus heridas, —¿conoces tú el camino que guía a las guaridas  —54 — donde se han retirado los más nobles caballeros?

—Sí — le contestó el huésped.

—Pues entonces, mañana, al rayar el día, partiremos.

En efecto, al día siguiente, Voto, dejando encomendada la ermita a su hermano Félix, partía lleno de entusiasmo y esperanza, e iba, como más tarde debía hacerlo Pedro el ermitaño, a buscar uno a uno a los guerreros que, agrupados bajo el pendón de la cruz, dieron comienzo a esa raza de héroes que hubo de asombrar al mundo con sus empresas.

Esta fue la obra del obscuro ermitaño de la cueva de Pano.

Voto vio a todos los guerreros que habían sobrevivido, reanimó el ardor apagado de los unos, atizó el entusiasmo de los otros, alentó a los débiles, conquistó a los fuertes, y a todos dio igual cita para día determinado en su cueva, en la gruta habitada tantos años por el piadoso Juan de Atares.

Todos prometieron asistir.

Concluida su peregrinación, reunidos ya los elementos que debían formar aquella santa cruzada, Voto se dejó caer de rodillas y, cruzadas las manos, de lo íntimo de su alma partió un cántico de gracias para el Señor.  —55—

 

IV

Llegados el día y la hora de la cita, trescientos fueron poco más o menos los que se juntaron en la cueva de Pano, que desde aquel instante pasó a ser, como la de Covadonga, monumento de honor y gloria en los anales de España.

Sólo que la suerte no ha favorecido por igual a entrambas.

Mientras que la cueva de Covadonga, con justicia notoria, sigue realzada y protegida, la de Pano, con injusticia flagrante, se halla en abandono y ruina, por todos y de todos olvidada.

Iba diciendo que trescientos fueron, y más aún, los congregados en la cueva.

Algunas teas alumbraban la soterránea estancia, reflejando su luz misteriosa en aquellos rostros de perfiles severos y marcado carácter.

Casi todos eran hombres jóvenes y robustos, vistiendo trajes formados de pieles los unos, y ostentando los otros la sencilla túnica goda o la cota enmallada que había comenzado a figurar en el reinado del infeliz Rodrigo.

Todos iban también armados: quién con la gruesa maza de hierro, que debía ser más tarde el arma característica de la caballería; —56— quién con la espada de dos cortes llamada spathus; aquel con la pica heredada de los romanos; este con el semina de aguda punta, y la mayor parte con el arco y las flechas de puntas de acero o de betún inflamado, mientras que algunos llevaban enroscada a su brazo la tradicional honda, aquella terrible y poderosa honda que a tan gran distancia llevaba la certera y mortífera piedra.

Mientras se iban reuniendo los citados, los dos eremitas, Voto y Félix, de rodillas ante el altar, elevaban al cielo sus plegarias.

Cuando creyó llegado el momento, levantóse Voto y dirigió la palabra a los que habían acudido a su llamamiento.

Les participó el objeto para que fueron llamados, les habló de Dios, de la religión, de la patria opresa y esclava, y les dijo cómo era ya llegada la hora de su redención y libertad.

Y así, en aquella cueva del milagro patrióticamente hadada por la leyenda, en el silencio de la noche y del desamparo, envuelto en el misterio de las sombras y aguzado por el dolor de la patria, de pie sobre las gradas de aquel altar labrado en las entrañas del monte, inspirado como antigua pitonisa desde su trípode, pisando la sepultura del eremita santo a quien las fieras respetaran, influyendo en los unos con el ejemplo del milagro y la maravillosidad de la leyenda, excitando a los  —57— otros con el encargo y misión que Dios les confiaba, moviendo a todos con el lastimoso cuadro de los duelos y desolación de la patria, así fue como encontró Voto palabras de fuego con que transmitir a los demás el que ardía en su alma.

Las palabras de Voto despertaron el sentimiento y produjeron explosiones de entusiasmo en aquellos corazones, que parecían muertos, indiferentes, duros y fríos para todo espíritu patrio. Así brota el fuego del pedernal cuando éste se siente herido.

— ¡Un caudillo que nos conduzca al combate, y todos le seguiremos!—gritó una voz, y todos en seguida con ella.

— ¡Elegid vosotros mismos el caudillo, y en el acto le rendiremos obediencia y homenaje! — dijo Voto.

Entonces fue cuando se fijaron las miradas de todos, como movidas por secreto impulso, en un varón de arrogante presencia que, apoyado en su formidable espada, permanecía junto a Voto. Era Garci Ximénez, señor de Amezcua y Abarzuza, según antiguas crónicas[4].

— ¡Que sea nuestro rey y nuestro caudillo Garci Ximénez!—gritaron varios a un tiempo.

Y todos asintieron con verdadero frenesí de entusiasmo.  —58 —

— Sea, en efecto—dijo entonces Voto adelantándose, — sea Garci Ximénez nuestro rey, cabeza y caudillo de la empresa; pero que él y cuantos le sucedan no olviden jamás que, como monarcas, han de estar sujetos a las leyes, para cumplirlas y para hacerlas cumplir.

Y pronunciadas estas palabras, antes de proceder a la elección, se asentaron en aquella cueva, perdida en el fondo de los montes, las leyes fundamentales de la monarquía, conocidas con el nombre de fuero de Sobrarbe, códigos admirables destinados a ser, como fueron, ejemplo y modelo para futuras edades.

Voto empuñó una espada, y poniendo su punta sobre el altar, exclamó solemnemente, dirigiéndose a Garci Ximénez:

— Todos los trescientos caballeros aquí presentes os rendirán obediencia como súbditos, Garci Ximénez; y pues que de libre consentimiento os eligen rey y os ceden el dominio de los países que conquistar pudiereis, debéis jurar, ante todo, que mantendréis sus derechos y libertades; que las tierras que se ganen las partiréis entre los ricoshomes[5], infanzones y caballeros; que ni vos ni los vuestros sucesores tendréis corte, juzgaréis ni haréis guerra a otro príncipe sin acuerdo de doce de los más ancianos o sabios de la tierra, quedando en libertad de elegir otro rey, cristiano o pagano, si vos, Garci Ximénez, faltáis a alguno de los pactos hechos.  —59 —

— ¡Lo juro! —dijo Garci Ximénez poniendo su mano sobre el altar.

— Entonces — dijo Voto, — entonces, Garci Ximénez, cada uno de nos, que somos tanto como vos, y juntos más que vos, os hacemos rey, con tal que hagáis observar bien las leyes, y si non, non.

Estas fueron las palabras sacramentales.

Pudieron aquellas palabras pronunciarse allí, en el acto de alzar por rey a Garci Ximénez, según opinión de unos, o más tarde, cuando fue proclamado y jurado Íñigo Arista, en opinión de otros; pero esto es cuestión de poca monta.

Podrán también aquellas palabras no ser exactas de toda exactitud en su letra y forma, como asientan unos pocos apelando a distingos y sofismas; pero ¿en su espíritu? ¿en su fondo? ¿en lo más esencial de su forma?..

¡Ah! Esto no admite duda de ninguna clase.

Ahí están, para demostrarlo, por un lado, la historia toda de Aragón, de sus leyes y sus reyes, y, por otro, el texto del privilegio de la Unión, firmado por Alfonso III, llamado el Liberal o el Franco.

Pronunciadas, pues, aquellas palabras sacramentales por el eremita Voto, adelantóse éste y ciñó la frente del nuevo rey con un tosco yelmo, que hizo veces de corona, puso en sus manos una lanza que era el cetro para regir a aquel pueblo belicoso, y alzado fue por  —60— tres veces sobre un pavés[6] el nuevo monarca, según usanza goda, al grito, también tres veces repetido, de ¡Viva el Rey Garci Ximénez! Tal fue el origen ele las libertades aragonesas consignadas en los célebres privilegios de la Unión.

Varios escritores refieren — y entre ellos el monje Gauberto, el cual no vacila en atribuirlo a santa inspiración de los ermitaños Voto y Félix, — que el mismo día y en la misma cueva fue creada, como garantía de libertad, la singular institución del Justicia Mayor, poder intermedio entre el monarca y los súbditos, guardador de las leyes, columna de hierro en que se estrellaban los caprichos del soberano, y rey del rey, porque era el arca de la ley.

Entonces fue cuando comenzó esa venerada serie de sacerdotes de las leyes, superiores en cierto modo a los monarcas mismos, y que debía terminar cuando la cabeza sangrienta de Juan de Lanuza, el último Justicia, rodó por las gradas del cadalso mandado elevar por Felipe II.

Entonces fue cuando empezó esa otra no menos venerada serie de reyes, héroes y campeones de Aragón, dignos y justicieros monarcas, señores de hombres libres, pues que, según expresión del monje Gauberto Fabricio, era cada aragonés un rey y su soberano un rey de reyes e imagen de Dios, cuya principal  —61 — grandeza es mandar libremente a los que crió libres.

Terminada la ceremonia, Garci Ximénez cayó de rodillas, y con él todos sus nuevos súbditos alzaron sus preces al cielo. Sonreía el alba, cuando el rey ungido aquella noche, ansioso de merecer este título, se lanzó fuera de la cueva dando el grito de ¡Dios y libertad Todos le siguieron blandiendo sus armas.

El cielo fue propicio a sus deseos.

Ainsa fue la primera ciudad en caer. Garci Ximénez y los suyos arrojaron de ella a los sarracenos, después de sangrienta lucha, en que los cristianos pendones llevaron la primera y señalada victoria.

El ilustre campeón quiso solemnizar esta hazaña con la gratitud, y, al efecto, mandó restaurar la ermita de los hermanos Voto y Félix; y recordando que en aquella cueva había estado su trono, quiso también que en ella estuviera su tumba, señalándola para su morada y sepulcro.

Garci Ximénez continuó sus victorias ensanchando los límites de sus estados, hasta llegar un día en que se vio cercado de tal multitud de moros, que se creyó irremisiblemente perdido. En tal apuro, levantó García los ojos al cielo demandándole socorro, y vio, sobre una encina, una cruz roja. Semejante prodigio  —dicen las leyendas o dicen las historias, según  —62— el gusto o el estudio — fue la señal de la victoria que alcanzó en aquel momento, y, para perpetuar el hecho, puso la cruz en su pavés y dio a su reino el nombre de Sobrarbe, derivado de sobre arbe o sobre el árbol.

Zurita dice que no se llamó Sobrarbe aquel país por lo de la cruz sobre el árbol, sino por estar sobre la sierra de Arbe. Ínterin sucedíanse los hechos de armas que con caracteres indelebles habían de marcar en el libro de la eternidad el nombre del primer monarca de aquellos países, los dos buenos ermitaños Voto y Félix bajaban al sepulcro, siendo sepultados por los fieles en la primitiva capilla al lado de San Juan de Atares, y afirman las cristianas leyendas que una luz milagrosa señaló el lugar donde yacían. Dos hombres no menos piadosos, Benedicto y Marcelo, fueron a ocupar el lugar que dejó vacante la muerte de Voto y Félix y a constituirse en imitadores de los dos hermanos, al propio tiempo que se hacían guardas de su sepulcro venerado.

De todos puntos empezaron entonces a partir caravanas de romeros y peregrinos, que iban piadosamente a visitar las tumbas de Voto y Félix, los dos hermanos que tuvieron para aquel pueblo naciente el triple carácter de guerreros, sacerdotes y legisladores.

Así es como dio principio la fama y el  —63— esplendor que en tiempos posteriores debía envolver a San Juan de la Peña, cuna de las inmortales libertades de Aragón.

 

FUENTE

Víctor Balaguer. “San Juan de la Peña”. Leyendas y tradiciones, 1889. S.l.] [s.n.] Madrid Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos –pp.37-63.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

 

 

 

[1] Batalla entre las tropas godas y musulmanas en el río Guadalete en el año 711. cfr. Salgueiro, Alberto Bernabé. "La batalla del Guadalete, aproximación a su realidad histórica y arqueológica." Actas del Congreso Internacional" El Estrecho de Gibraltar", Ceuta, 1987. 1988.

[2] Morrión: Armadura en forma de casco, que cubría la parte superior de la cabeza y que en lo alto solía tener un plumaje o adorno. (Diccionario de la lengua española, RAE)

[3] El anacoreta Juan de Atarés que residió en la zona en el siglo IX.

[4] SOBRARBE (Reyes DE): congregados en el monte Uruela, junto a Jaca, en la capilla de San Juan de la Peña los cristianos que se habían refugiado hacia aquella parte de los Pirineos, huyendo de la invasión de los árabes, eligieron por su caudillo a Garci Jimenez, señor de Amescua y Abarzuza, el que habiéndose apoderado de Sobrarbe le tomó por título de su reino, apellidándose él y sus sucesores reyes de Sobrarbe: a este reino se unió el condado de Aragón y ha tenido varias uniones y separaciones con otros estados (Diccionario universal de historia y de geografía, Madrid, Sociedad de Literatos, 1855, vol.7. p. 116)

[5] Ricos hombres: esto es, noble desde la cuna.

[6] Pavés: Especie de escudo oblongo (Diccionario de la Lengua Española, RAE, 1843)