DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las Familias, tomo VII. 25 de noviembre de 1849,  253-260;  y 25 de diciembre de 1849.

Acontecimientos
Pliego de la Unión
Personajes
Pedro IV, Sibila Forcia, conde de Palas, Doña Violante
Enlaces

Mariana, Juan de.  Historia General De Espana,  1790. vol. 6, cp. III.

LOCALIZACIÓN

CALLE NUESTRA SEÑORA DE CILLAS

Valoración Media: / 5

 

Sibila Forcia. Mujer de Pedro IV de Aragón (El del Puñal)

1386

 

En una hermosa mañana del mes de marzo de 1380, volvía de las montañas de Montserrat, adonde había ido a distraer sus penas en una cacería, el rey don Pedro el IV de Aragón, que a sus títulos de rey de este reino, de los de Valencia, de Cerdeña y de Córcega, reunía el de conde de Barcelona.

Fatales habían sido las primicias de su reinado, porque su carácter era duro y violento. Hijo rebelde de Alfonso IV, las pesadumbres que le causara abreviaron el término de la vida de su padre. Secuestró todas las rentas que la reina su madrastra disfrutaba en los estados de Aragón por la prodigalidad de Alfonso, arrebatándola además la ciudad de Játiva, que este le había dado en señorío. Volvió después sus armas contra su cuñado don Jaime, rey de Mallorca, cuyo trono le usurpó, y abolió el derecho de la Unión en las famosas cortes de Zaragoza, rasgando con su puñal en presencia de aquella misma asamblea, el pergamino en que se contenían los fueros santos de aquel libre país.

Aunque de avanzada edad de setenta años, se hallaba casado en segundas nupcias con Sibila Forcia[1], joven hermosas, de una noble familia de Ampurdán, de quien había tenido un hijo llamado Carlos, al cual aquella alma incontrastable y fuerte, amaba con la mayor ternura. Sibila, que había sido madre a los quince años, apenas contaba ahora el doble de esta edad, pareciendo aún mucho más joven; brillaba en aquella época con todo el brillo de su hermosura, la que habían celebrado todos los trovadores del país, y que era la admiración de los pueblos de Cataluña y Francia.

Sibila era una delicada y frágil flor que se complacía en vivir en la soledad y el silencio, y que encerraba en su corazón grandes tesoros de amor, que no podía ciertamente inspirar un príncipe envejecido por la edad, y más que por la edad, por las arrugas que habían impreso en su adusta frente las continuas guerras y los terribles sucesos y emociones de su agitadísima vida.

Acompañaba a don Pedro en su cacería una lucida comitiva, empero él se había adelantado un poco con el conde de Tortosa, su hijo Carlos, el objeto de sus afecciones, y el conde de Palas, joven que había adoptado como hijo, de quien nunca se separaba, y a quien miraba con el más tierno afecto en memoria de los grandes servicios que había debido a su padre, pariente suyo muerto en su defensa durante las guerras civiles. Meditaba el engrandecimiento de este joven, a quien miraba como su propio hijo, y en quien tenía necesidad de depositar su afecto, porque el infante don Juan, heredero de la corona e hijo de su primer matrimonio, por una ley de expiación providencial, se había declarado contra él, había levantado parciales, y amenazaba privarle del trono si antes no sucumbía como su padre Alfonso IV a los tormentos de la ingratitud filial.

Dirigiéndose al conde de Tortosa, y procurando dar a su aspecto, naturalmente serio y sombrío, un aire de amabilidad, le preguntó a quién destinaba la mano de su sobrina Leonor, que debía un día heredar sus estados.

—Señor, contestó el conde, mi sobrina ha empeñado su fe con un joven cuya elección no rechazareis; es el hijo de don Bernardo de Cabrera, uno de vuestro mejores generales, e iba a suplicaros muy pronto que dierais vuestro permiso para esta unión que colma todos sus deseos.

—Esa elección no es buena para tu sobrina, el hijo de Cabrera es demasiado joven, débil y adamado.

—Le ama con todo su corazón.

—No puede amarle, apenas tiene diez y ocho años, y no es el marido que la conviene.

—Señor, lo he meditado bien, y crea V. A. que es un partido muy conveniente.

—Para ti, no para mí, que soy tu soberano; replicó altivamente Pedro IV; yo sé mejor que tú y que ella lo que os conviene; el condado de Tortosa y la defensa de su plaza debe de reposar en manos fuertes que sepan bien guardarlos: ven acá, conde de Palas.

El joven, interpelado tan bruscamente, palideció, titubeando un momento.

Continuó el rey:

—Tú no te aguardabas tan alta fortuna; te reservaba esta sorpresa. No temas. Palas, no, que la magnitud del beneficio cause dudas en su realización, tuyo será el condado de Tortosa.

—Señor, respondió el conde de Palas, no tengo expresiones con que agradecer a V. A. tanto honor, empero temo que la heredera de Tortosa...

—La heredera de Tortosa es mi vasalla; ya he dicho mi voluntad, interrumpió el rey.

—Temo, señor, dijo el conde de Tortosa, que esa niña no prefiera mejor renunciar a su condado.

—Si renuncia, enhorabuena, contestó el rey; el feudo pasará al pariente más inmediato.

—Señor, contestó tímidamente el conde de Palas, ¿pensareis despojar a la huérfana cuyo padre fue tan bueno y tan leal servidor vuestro? Además, señor, yo nunca podré amarla

—¿Y por qué? preguntó el rey sorprendido: ¿no me has dicho ayer que tenías libre el corazón, que a ninguna amabas? De propósito te hice esa pregunta. ¡Ah, Palas! —254 — ¿con que tú también, tú, mi hijo adoptivo rehúsas mi confianza y me engañas?

Marcóse una extraña expresión de amargura en la voz del anciano monarca al pronunciar estas palabras:

—Ayerme has mentido, continuó cada vez más irritado, o mientes hoy; de una manera o de otra has incurrido en mi desgracia, y te haré sentir lodo su peso.

Al ver tan irritado a Pedro el IV, todos permanecieron inmóviles y silenciosos, aguardando la violenta explosión de su terrible cólera. Palas con la frente baja apenas osaba alzar la vista ni pronunciar una palabra; empero su continente no tenía nada de tímido ni de humillado.

—Aléjate de mi presencia, le dijo el rey, no vuelvas a parecer ante ella; otro tendrá el feudo, y se casará con la hermosa joven.

El conde de Tortosa quiso pronunciar algunas palabras a media voz, pero fue interrumpido por el rey, quien con la mayor violencia le dijo:

—Yo soy amo y señor, y lo soy también tuyo, porque eres mi vasallo; a todos os haré cumplir con vuestro deber.

¿Quién será tan osado que se atreva a poner obstáculos a mí voluntad?

—Yo, señor, dijo el príncipe don Carlos, inclinándose respetuosamente ante su padre; yo me atreveré a suplicaros que perdonéis a Palas. Habéis repelido tantas veces que le amabais como un hijo, yo le amo como un hermano; es tan bueno, tan valiente caballero...

Al acento de aquella melodiosa voz que vibraba tan poderosamente en el corazón del anciano monarca, se ablandó su cólera, pero rugía sordamente en su pecho.

—No, contestó, no puedo, no quiero, se ha atrevido a contradecirme, empero Carlos ¿por qué me pides su gracia?

Don Carlos, inclinándose sobre su caballo, cogió la mano de su padre y la besó con el más tierno cariño.

Triunfante el príncipe don Carlos se volvió a su amigo, a su hermano adoptivo Palas, y le dijo: da las gracias a mi padre que te devuelve su favor.

—Carlos, Carlos, dijo el rey sonriendo, mucho abusa de mi debilidad de padre; pero en fin, no te desmiento.

Adelantóse después con el conde de Tortosa, dejando muy atrás a su hijo y al conde de Palas, satisfechos todos de ver desvanecida la tempestad que se había formado sobre sus cabezas.

Cuando el rey y el anciano conde se hallaban ya a bastante distancia para no ser oídos de nadie

—Cabalga a mi lado, dijo al conde, y hablemos familiarmente como en aquellos tiempos en que éramos jóvenes. Tengo pesares, mi buen conde, y necesitaba un amigo probado en quien desahogar mi corazón; a propósito te ha hecho el cielo venir a Barcelona, y bendigo la buena casualidad que me ha hecho encontrarte esta mañana cerca de Montserrat....

—No es casualidad, señor, sabía que debíais venir aquí. Además, en todas partes se habla de la cacería que habíais estado disponiendo.... El pueblo sabe siempre lo que van a hacer sus reyes....

—Lo sé, conde; pero háblame sin disfraz. ¿Qué decían?

—Nada que valga la pena; y os incomodaríais.

—No por cierto. Dímelo; quiero saberla.

—Decían que venís a estas cacerías, repetidas tan a menudo, para buscar una distracción a los disgustos que tenéis en vuestro palacio con la reina.

—Verdad es, conde. ¿Tú no te acuerdas del día que nos separamos, y cuál fue el motivo? Yo lo tengo tan presente como si hubiera sido ayer, a pesar de ir transcurridos diez y seis años.

—Y yo, señor, respondió el conde, tengo muy buena memoria; pero no quería tocar el motivo de nuestra querella.... Me acuerdo muy bien. Fue en Mallent, al volver de Zaragoza, en la guerra civil, cuando abolisteis el derecho de la unión de los aragoneses, después de haber corrido abundantemente la sangre, en que triunfaron los sublevados, y presentándoos como pretendiente en las cortes de Zaragoza para abolir el derecho de la Unión, por el cual siempre que el rey quebrantaba sus Fueros era el pueblo libre de elegir otro monarca, lograsteis que las cortes accediesen a vuestros deseos, y quisisteis romper materialmente lo que ya habíais conseguido hacer por la fuerza moral; cogisteis el pergamino de la Unión, y al rasgarlo con vuestro puñal os heristeis la mano diciendo estas palabras:

“¡Tal fuero, y fuero de poder elegir rey los vasallos, sangre de rey había de costar!” acción que entusiasmó tanto a los aragoneses, que os mandaron erigir una estatua en la sala de cortes, representándoos con el privilegio en una mano y el puñal en la otra; apellidándoos desde entonces don Pedro el del puñal; y en verdad, señor, que por la severidad con que han sido castigados vuestro hermano don Fernando, y otros de sus parciales, habéis hecho temible vuestro renombre. Me confiasteis también un día vuestro proyecto de casaros con la hermosa Sibila Forcia, la bella — hija de los condes del Ampurdán; en vano hice lodo lo posible por apartaros de esta alianza, que vuestra edad hacia desproporcionada.

Estabais tan enamorados de la hermosa Sibila....

—Ah, conde, le interrumpió el rey con un profundo suspiro, lo estoy más ahora que nunca; te lo aseguro, amo perdidamente a esa mujer.... Lo que tú objetabas entonces era como hoy la desproporción de nuestras edades; en efecto, yo estaba muy avanzado en la vida, y Sibila apenas contaba quince años. He aquí el origen de mis pesares hoy, y no la maldad de mi hermano; por quien tú tenías un odio ciego, y cuya muerte me acabas de echar en cara...

—Señor, es que aun cuando fue rebelde contra su soberano era de vuestra misma sangre, era vuestro hermano, y además, ¡al morir él murieron tantos!....

—Conde, todos esos hechos tú los has visto con la poca talla de un simple noble, de un hidalgo, yo los miro desde la elevación en que me ha colocado el cielo, y los veo de un modo diverso que tú; mi hermano don Fernando se rebeló contra mí, aspiraba a mi trono, y reunió parciales; debí vencerlos y castigarlos.

—Sí, replicó el conde con fuerza; pero ¿ignoráis que entre los medios de vencer los hay de aquellos que reprueban el honor y la religión, que son vergonzosos, criminales, abominables, y que...

—Dejemos eso, contestó el rey con impaciencia; no olvides que los reyes de la tierra son la imagen de Dios; y que blasfemar contra ellos es repetir esas vagas acusaciones, desnudas de pruebas...

—¿Y si yo las tuviera?

—Basta; replicó el rey; no me hagas arrepentirme del placer de haberte visto. Eres terco; pero con todos tus defectos eres mi amigo, y quiero que no volvamos a hablar más de este capítulo; bastantes penas tengo, sin contar con la que acabo de declararte, con la que me preocupa más, y esta data desde el día de mi segundo matrimonio. Yo idolatro a Sibila, empero ella no me ama; mientras que cada año añade un nuevo encanto a su hermosura, tan perfecta y tan celebrada, que es el objeto de las trovas de los poetas de Cataluña y Francia, cada año añade también profundas arrugas que afean mi frente. Sin embargo, el corazón no envejece como el rostro; lejos de eso, mi pasión a Sibila aumenta cada día; antes ese amor se estrellaba contra su indiferencia, pero hoy creo que resiste hasta el odio que ella me tiene...

— ¡Odio, aversión...! señor, no es posible. — 255 —

— ¡Tu amistad te engaña!

—De ninguna manera vuestros ojos tiene el mismo fuego que antes; vuestra frente, cuando os sonreís llamándome vuestro buen amigo el conde de Tortosa, está tan lisa como cuando teníais treinta años.

—Tal vez; pero mis cabellos han encanecido.

—Dan así más dulzura a la expresión de vuestra noble fisonomía. Os lo digo con sinceridad; estáis tal como el día que triunfasteis en Zaragoza de las cortes de la Unión; no veo en vos ninguna diferencia; no hallo motivo para vuestro recelo, pero yo sabía una cosa secreta...

— ¿Qué cosa?

—No me atreví a explicárosla cuando os vi hace diez y seis años la última vez; me impusisteis un silencio tan absoluto...

—Quiero saber qué cosa...

—Señor, ahora no tiene importancia ninguna.

—No importa; dila, lo mando.

—No es más que para vos solo un secreto. Quiero hablar de que Sibila antes que vos la vieseis y os prendaseis de ella, el conde del Ampurdán pensaba destinarla a vuestro hermano menor Don Jaime.

¿A mi hermano Jaime?

—Sí, señor, se habían visto, se habían hablado

— ¡Se amaban! Contestó el rey muy conmovido. ¿Estás cierto de eso, conde? ¿Quién te lo ha contado?

Yo he sabido que se querían: pero era a la vista de su madre, de sus hermanos, honradamente.

¿Pero estás seguro de que se amaban?

Sólo puedo deciros que cuando Sibila abandonó el Ampurdán para venir a Barcelona para participar de vuestro lecho real, lloraba; podía ser por la separación de sus padres.

—  No tengo duda, ama a otro, dijo el rey. Has destrozado la venda que cubría mis ojos y ese amor criminal que tenía a mi hermano, es el que me cierra acceso al corazón de mi mujer; he ahí la única causa de su tristeza habitual. Sin embargo, mi hermano hace años que está ausente, y parecía haberse amortiguado este terrible fuego; pero hace cuatros años que su recuerdo es más vivo… Ahora recuerdo también que varias veces sorprendí a mi hermano Jaime hablando con Sibila, en mucha animación los dos, y que callaban con mi presencia. Yo entonces daba poca importancia a estos hechos ¿Cómo he podido cegarme hasta ese punto?

Calló el rey, y sumido en la más profunda meditación, continuó su camino.

 

II

De vuelta a su palacio el anciano monarca, se encerró en su cámara agitando en su cabeza los medios de apoderarse de su hermano don Jaime, que se hallaba en Urgel, fiando en las treguas en que se había visto precisado a consentir el rey en aquella época de tan frecuentes revueltas y perjurios.

Entró don Carlos, y su padre le habló de que pronto sería menester partir a la guerra, antes de expirar las treguas que habían dado un corto reposo a sus pueblos. Lamentóse con él de que tenía adversarios a todos sus parientes, a su hermano don Jaime en Urgel, a su hijo primogénito en Gerona y a su misma mujer dentro de su palacio.

—Me detestan, dijo lleno de ira el rey, tanto como yo los aborrezco.

—No todos, contestó el joven Carlos, yo os garantizo al menos la amistad de vuestro hermano, de mi tío Jaime

— ¡Jaime! repitió el rey inflamados sus ojos de cólera.

—Desengáñate, Carlos, ese es el más encarnizado enemigo de nuestra casa.

—No tal, padre mío, replicó el joven príncipe. Jaime es tan bueno, tan amable, tal vez ha tomado parte contra vos por ceder a los bandos en que está dividido Aragón pero se someterá a vos; yo le he visto hablar secretamente con mi madre en la mayor amistad.

— ¿Tú lo has visto, Carlos? dijo el rey dominando su cólera,

— ¡Oh! Muchas veces, y no creáis que no fuesen sinceras sus palabras, le cogía la mano, alguna vez se la besaba.

— ¿En tu presencia, Carlos?

—Fue un día en que yo entré sin anunciarme en el cuarto de mi madre que estaba sola con él.

En aquel momento el conde de Palas entró en la regia estancia. Don Pedro, furioso, maldijo en su interior aquella visita, que interrumpía una conversación que tan poderosamente excitaba su atención. Salió don Carlos, y el rey paseándose agitado a grandes pasos dijo después de un momento de silencio.

—Tenía proyecto de poner fin a las guerras interminables, que hace tantos años ensangrientan mis pueblos.

Las treguas debían expirar dentro de un año. Esperaba que antes de este término mis rebeldes parientes me harían proposiciones de acomodamiento, y que todo terminaría en paz…. Hoy Palas, he mudado de pensamiento. Quiero la guerra, y guerra a muerte con esos pérfidos enemigos, que aborrezco más que nunca… Esta mañana me has mentido, y no sé qué confianza debo dar a tus informes sobre el objeto de mi continuo Señor, respondió el conde de Palas, os he dicho la verdad. Me habíais encargado de velar sobre las acciones de mi reina y mi asistencia continua en palacio me ponen en caso de aseguraros, por la salvación de mi alma, que doña Sibila corresponde a la fe que os ha jurado.

—Te creo; en sus acciones, pero sus pensamientos, Palas, sus pensamientos no son solo para mí.

El conde bajó los ojos y permaneció mudo.

—Tú has visto, continuó el rey, su frío desdén, y después de cuatro años que vives con nosotros has podido observar su desvío. Después de cuatro años, la fecha es notable, Palas.

— ¡Notable! repitió el conde turbado, ¿y por qué?

—Yo ignoraba, conde, esta mañana la razón. Todo me lo han revelado. Conozco el objeto de su adúltera pasión.

—Señor, dijo casi desfallecido Palas, si la reina no ha podido resistir a un sentimiento de amor, os juro que al menos el que lo ha inspirado no lo ha pronunciado con su boca.

—Te engañas, interrumpió el rey con vehemencia ha hecho esa confesión.

—Os han mentido

—Te digo que sí, y que el infame besaba su mano.

— ¿Quién lo ha dicho?

—Mi hijo, mi hijo Carlos los ha visto.

El conde Palas quedó inmóvil, pálido, confundido.

Iba a venderse él mismo.

—No temas, dijo, mi venganza caerá sobre el execrable seductor, venganza terrible... ¡Tú has podido ver, tú conoces al infame!

El conde Palas permanecía siempre como herido de un rayo.

— ¡El infame, al que ama, es mi hermano Jaime!

— ¡El príncipe don Jaime! contestó estupefacto Palas.

— ¡El mismo! replicó apretando los diéntese! rey. Se amaban antes de conocerla yo; ella tenía entonces quince años, él veinte. ¡Ah Palas!, ¡cuánto aborrezco a Jaime! —256 —

¡Pero está en Urgel! ¡vive Dios! que permanezca allí diez días, y mi venganza será completa. ¡Amigo Palas, escucha y compadece mis penas, porque sufro mucho, mucho! Algunas palabras de Carlos, cuyo sentido y extensión no calculaba, me han revelado que fue testigo de una entrevista secreta con mi hermano y mi mujer.

Tú conoces que yo no puedo sondear al niño sobre esta conversación que por acaso tuvo conmigo; tú podrías hacerle hablar y saber... gracias a vuestra intimidad.

Hasta que aclare esta horrible duda, no gozaré un instante de reposo. Yo lo quiero, lo mando, Palas, no me repliques, y guarda en el fondo de tu corazón la confianza que os hago.

Apoyóse en el brazo del joven conde de Palas y salió de su aposento el anciano monarca a dar las órdenes de aprestar una nueva campaña, con el corazón lleno de odio y destrozado de celos.

 

III.

 

Mientras que don Pedro IV se abrasaba en celos de su hermano don Jaime, la hermosa Sibila no conservaba sino un vago y dulce recuerdo de sus antiguas relaciones con este príncipe aragonés. Cuando tenía quince años, y su padre propuso casarla con él, el corazón de la joven no se conmovió, su vanidad sola se lisonjeó, porque el príncipe don Jaime era un hermoso caballero, de los más apuestos y afamados de su edad, y digno por todos títulos de aspirar a la mano de una princesa real. El rey Pedro IV había enviudado, y cuando con su frente calva y severa, su rostro curtido por los tiempos y cubierto de cicatrices, su barba espesa y cana, se había presentado aspirando a su mano, fue forzoso sonreír a su amor, y resignarse a entregarle su mano, partido que hubieran codiciado las hijas de los reyes más poderosos; empero ni que Sibila hubiera preferido cualquiera otro más humilde siendo de su elección. Sibila no amaba tampoco al príncipe don Jaime: pensaba en un ser ideal que su joven y acalorada imaginación había concebido y embellecido a su placer con todas las perfecciones ideales. Coronada reina de Aragón, sus pensamientos no tuvieron tampoco ningún objeto determinado, eran como un culto secreto a un dios ignorado, cuya potencia oprimía su seno y cubría sus ojos con un velo de tristeza.

Bien pronto las delicias de la maternidad dieron tregua a este tormento, y el padre de su hijo, del joven Carlos, ocupó más lugar en sus pensamientos; empero un fuego ardiente se ocultaba en su corazón y la devoraba.

Sus hermosas facciones encantaban las miradas de todos; la expresión melancólica de su rostro tenía un encanto irresistible.

Tal era Sibila Forcia cuando el rey don Pedro la presentó el conde, de Palas, unido a él con vínculos, aunque lejanos, de familia, e hijo de uno de los más valientes caballeros aragoneses, que había muerto peleando por la causa de su soberano.

—Os presento al conde de Palas, dijo el rey a su esposa; amadle, señora, corno a uno de nuestros deudos, como al hijo de uno de mis mejores amigos.

El conde de Palas quedó en éxtasis ante la encantadora belleza de Sibila, como bajo la fascinación de un encanto.

Al oír Sibila las palabras de su esposo, que le mandaba amar a aquel joven, echó una mirada sobre él, y encontró la mirada del joven inflamada respirando amor. Bajó los ojos turbada; empero ya no era tiempo; de los de Palas había salido la chispa eléctrica que penetrando hasta el corazón de Sibila debía abrasarla con el ardiente fuego que ocultaba, y que ella misma ignoraba.

El conde de Palas estaba en todo el brillo de la juventud.

Educado en medio de los campos había manifestado un valor, que probó en largas y sangrientas batallas, siendo tan robusto como ágil. El rey lo presentó a su corle, envaneciéndose al verle tan joven de que fuese ya el orgullo de su estirpe.

—Estoy contento de ti, le dijo; no me abandonarás, conde de Palas; para unirte más estrechamente a nosotros te nombro mi mayordomo mayor, lista eminente dignidad de nuestro palacio te hará que estés siempre cerca de mí, y de mi querido Carlos.

Desde este día comenzó una nueva era en la vida de Sibila. Nada la advertía, en efecto, que se defendiese de los sentimientos que producían en ella los elogios que a todos oía del joven conde, de aquel joven sobre quien su vista se detenía con placer, cuya imagen encantaba sus horas de soledad, que era el objeto de sus más encantadores sueños, que era un pariente colocado bajo su protección, que era finalmente un huérfano a quien un deber sagrado le mandaba amar.

El alma leal del conde de Palas permaneció algún tiempo bajo el imperio de semejante alucinación. Como Sibila, alimentó desde luego sin desconfianza la pasión que le subyugaba; pasión a la que daba también nombres puros y sagrados, y que debía influir tan poderosamente en las acciones de su vida.

Sibila en tanto para oponerse a su naciente pasión permanecía muchas veces retirada en su palacio; empero su retiro desesperaba al enamorado rey de Aragón, sin alarmar por eso sus celos, porque la conducta de Sibila, piadosa y timorata, era irreprensible; ningún hombre penetraba en su estancia, sino eran el conde, y su hijo el joven Carlos, y constantemente estaba ocupada en la oración, o en obras de manos.

La pasión, sin embargo, no era menor en uno que en otro; sus ojos se hablaban, y habían logrado comprenderse.

Palas era mirado en el palacio como el hijo del rey; así es que nadie sospechaba el oculto fuego que ardía en sus corazones. Sibila había encontrado el medio de regalar al joven conde una banda verde, que desde entonces usó constantemente este caballero, y la que el confiado rey atribuía a don de alguna dama de su corte o de las provincias vecinas.

Todo se hallaba dispuesto para el ataque de Urgel.

Carlos acababa de despedirse de su madre, para seguir a su padre en esta expedición, cuando entró en la estancia de la reina Sibila el conde de Palas, pálido y temblando los labios.

—Necesito hablaros nombre del rey; necesito hablaros sola.

La reina asombrada hizo una seña sus damas para que se retirasen. En el momento que quedaron solos:

—Habladme, dijo Sibila al conde.

Era en el rigor del invierno; un gran fuego ardía en la inmensa chimenea que había en la regia estancia.

Arrancándose con violencia el conde de Palas la banda verde que ostentaba sobre su pecho la arrojó hecha pedazos en medio de las llamas.

—Así hago con mis juramentos; llévelos el viento, y disípelos en los aires como vano humo. Me los habían arrancado con un engaño, y los rompo, adquiriendo mi libertad. Adiós, señora, cesad de temer por mí, y no temáis tampoco que aunque dueño de vuestro secreto, yo lo descubra, ese secreto que tanto os importaba cuitar, y que otro ha conocido. El rey está instruido de todo, y él mismo me lo ha dicho.

Saliendo entonces con pasos precipitados bajó al patio, antes que Sibila hubiese vuelto en sí del asombro que la causara tan extraño discurso. El conde de Palas salió ligero sobre un hermoso alazán de Andalucía, su caballo de batalla, y se lanzó al galope en pos del rey, que acababa de salir del palacio.

El rey marchaba lentamente. En cada sitio en que — 257 — se detenía se engrosaba su comitiva con numerosos caballeros, que llamados por él acudían de todas partes, ansiosos de pelea, y cansados ya del año que habían durado las treguas.

Deseoso el rey de saber en toda su ostensión el secreto que ocasionaba su desgracia, uno de los días de marcha, separándose solo con el conde de Palas, le preguntó si había cumplido con su encargo.

—Señor, respondió el conde, don Carlos me ha contado lo mismo que a vos: yo no puedo, según el candor de sus respuestas, dudar de la sinceridad de sus palabras; empero todo depone en favor de la inocencia de la reina; todo prueba evidentemente que el cobarde ha intentado deshonrar vuestra casa. Una gracia tengo que pedir a V. A., añadió el conde, abandonándose a toda la fogosidad de su carácter: concededme el favor de, vengar vuestra injuria, ella es mía también. ¿No corre en mis venas vuestra misma sangre? Permitidme que yo cite al infante don Jaime al pie de las murallas de Urgel, y si se atreve a bajar y aceptar el combate a muerte, yo juro a Dios derribarlo bien pronto por el polvo, oprimir con mis pies su garganta; y con la punta de mi daga en ella confesará su crimen, y morirá sabiendo que le inmolo al honor do vuestra casa ultrajada.

—No, conde, respondió el rey con aire sombrío; no morirá tan pronto, ni con tanto honor; quiero tenerle vivo en mi poder.... Apoderarme de él… sí; eso colma mis pensamientos; y para lograrlos no quiero dejar a los sitiados ningún riesgo para que expongan su vida.

Mi hermano es valiente, y sería uno de los primeros; cualquiera otro que yo podría matarle... ese hombre me pertenece, y... quiero, quiero te digo, tenerle vivo.

En efecto, sorprendido don Jaime y las gentes de su bandería, que se hallaban en Urgel tranquilas y liadas en las treguas que debían durar un año, se hallaron de improviso con el ejército del rey a la vista. Cerraron, alarmados, las puertas de la ciudad, y aunque la plaza se hallaba desprovista de víveres, vigilaban constantemente temiendo el asalto; empero el rey se había propuesto una marcha distinta. Hizo cercar cuidadosamente todos los puntos por donde pudieran escapársele; rechazó obstinadamente la propuesta de que doce caballeros, de los del bando de Urgel combatiesen con doce suyos, remitiendo al éxito de esta lucha el resultado de la empresa; y se obstinó por último en aguardar a que el hambre y el cansancio le hicieran entregar la ciudad a discreción. Quince días permaneció firme al pie de las murallas de Urgel. En vano demandaban combate los sitiados; el sitiador fue inexorable; al fin tuvieron que entregarse, obligando el rey a los mismos sitiados a romper un parte de las murallas, haciendo brecha para que no cupiese más que uno de frente.

Don Jaime cayó pues en manos de su hermano el rey don Pedro: los deseos de éste se habían conseguido.

Los prisioneros iban saliendo por la estrecha brecha. El rey con los ojos fijos en la fortaleza vio delante de él uno que con ánimo firme soportaba su infortunio. Joven y gallardo, con los ojos bajos, silencioso aguardaba su sentencia con fría resignación.

Pedro IV se estremeció de cólera: acaba de reconocer a su hermano el infante don Jaime.

—Conde Palas dijo volviéndose bruscamente hacia él; te confío la guarda de este prisionero; condúcele con buena escolta a Berga, en donde será encerrado. No pierdas de vista un solo instante la puerta de su prisión hasta que yo venga en persona a relevarte en este puesto de confianza. Me responderás con tu cabeza del prisionero.

Quiso el infante hablar, pero el rey volvió la espalda no acordándose ya de los demás prisioneros seguro de que tenía en su poder al que era causa de haber emprendido esta expedición.

El conde de Palas marchó a cumplir su comisión con el mayor placer, pues los celos que destrozaban su corazón eran tan terribles, tan punzantes como los que el infante don Jaime causaba a su hermano.

El rey de Aragón fue a visitar a su hermano en la prisión de Berga. Terrible debió haber sido aquella conferencia que pasó sin testigos: solo se oyeron confusas voces que daban los dos hermanos; rivales en poder y en amor, al menos así lo creía el rey. Más sereno pareció el rostro de éste al salir de la prisión, y dio orden al conde de Palas para que dejase penetrar hasta la mansión de su hermano un religioso de la orden de San Francisco, que era confesor de su hermano don Jaime; y a la vez su médico, porque en aquellos tiempos los religiosos curaban a la vez los cuerpos y las almas; mirábanlos los reyes y los pueblos con la mayor consideración, porque en ellos se hallaban reunidos todos los conocimientos de aquella época, y a ellos se debía también que no fuese más terrible la rudeza natural de las costumbres.

Merced al religioso franciscano, bien pronto don Jaime pudo comunicar libremente con cuantas personas quería en el exterior, siendo los mismos religiosos los más seguros conductores de su correspondencia, porque en aquellas épocas de fe religiosa era más respetado el hábito de un monje que la armadura de un guerrero

 

IV

 

Retrocedamos ahora un momento, al instante en que el conde de Palas, dispuesto a marchar al sitio de Urgel, entra en la estancia de Sibila, y persuadido del amor de esta por el infante don Jaime, arroja al fuego desesperado su banda verde, bordada por la misma reina, diciéndola que el rey instruido de todo le había revelado el secreto que tanto trataba de ocultar. Un extraño suceso debía aclarar su amor, e inutilizar las precauciones tomadas por tantos años para ocultarlo.

La reina Sibila acababa de recibir de la reina de Navarra, cartas en que se interesaba fuertemente por la libertad del infante don Jaime, a quien trataba de casar con una parienta inmediata suya. El mismo infante halló también medio de escribir directamente a la reina Sibila, la cual quiso entonces consultar lo que debía hacer en semejante situación, valiéndose del mismo confesor de Pedro IV, religioso sumamente instruido y hombre superior que vivía retirado en un convento a pocas leguas de Barcelona.

A pesar del rigor de la estación, un día muy de mañana, salió la reina como en peregrinación a este convento, cosa que se verificaba con mucha frecuencia en aquella época. Llevaba poca comitiva, que dejó a la puerta de la iglesia, cuya campana tañía lúgubremente el son de la agonía.

En este convento había al mismo tiempo una enfermería: porque, los religiosos, que poseían también los conocimientos de la física, se dedicaban al cuidado y asistencia de los enfermos.

Al entrar la reina en una especie de capilla, vio tendido en tierra sobre una estera de paja, un hombre cubierto con un capuchón de San Francisco, teniendo un crucifijo entre las manos a la altura del pecho, porque en aquellos tiempos se ponía a los moribundos antes de expirar uno de los hábitos de los santos fundadores de las órdenes religiosas. El guardián del convento, de rodillas al lado del moribundo, o inclinado sobre él, recitaba la recomendación que la Iglesia ha establecido para el alma de los muertos. La reina sola era testigo de aquella fúnebre escena; el religioso que se hallaba a la puerta, encargado de prohibir la entrada a todos, — 258 — habiendo reconocido a su soberana, no osó detenerla.

Al verla el padre guardián la saludó:

—Señora, la dijo, ya sabéis nuestra desgracia.

—La sé, respondió la reina, y sin el grave motivo que me trae aquí, no turbaría el ejercicio de vuestro deber, pero acabo de recibir un mensaje del hermano del rey, don Jaime, y nunca he tenido más necesidad de vuestros consejos.

— ¿Y qué os dice, señora?

—Me revela la causa del odio personal del rey, mi marido; una causa, padre, tan extraña, tan poco fundada, que os sorprenderá. Lo peor es, que la reina de Navarra me ruega por la libertad de don Jaime, porque tiene el proyecto de casarle con una de sus sobrinas.

El rey debe llegar muy pronto a Barcelona, tal vez hoy mismo...

Admirado de esta comunicación el guardián, hizo señálala reina de que se aproximase, adonde estaba porque el moribundo le tenía asida fuertemente la mano, y mostrándosela a los ojos de la reina le hizo ver el impedimento que tenía para levantarse a ir a su lado.

—Yo me aproximaré, dijo la reina; no abandonéis a ese infeliz.

En aquel momento el moribundo se agitó violentamente.

—Es su última convulsión, dijo el guardián, no siente nada, empero la naturaleza combate aun, y aun me aprieta en este momento la mano con tal fuerza, que al retirarla, el esfuerzo que hiciese para desasirme de él, le privaría en el acto de la vida.

—Está bien, dijo la reina. Todos debemos acostumbrarnos al espectáculo de la muerte, y yo no soy mujer que me asuste. Escuchadme, porque los instantes son preciosos. El infante don Jaime me ha remitido por un religioso franciscano una carta en que me dice una cosa increíble; que mi trato secreto con el que fue amigo de mi infancia es un amor criminal. Vos mejor que nadie lo sabéis; cuantas veces yo le he escrito ha sido para reducirle a la obediencia de su hermano, y preparar su matrimonio con una infanta de Navarra, lo cual lisonjeaba su ambición y aseguraba su porvenir.

—Pero vos, señora, no tenéis necesidad de justificaros.

—No; pero importa sobretodo el secreto de la negociación del matrimonio del infanta con una infanta de Navarra.

Yo no puedo, además, solicitar la libertad de mi cuñado don Jaime, sin correr el riesgo de agravar sus desgracias. La reina de Navarra me insta diariamente, el mismo infante manda sus mensajes; todo se halla dispuesto para su matrimonio en Pamplona; empero el rey de Navarra no quiere dar la cara, y lo que yo os propongo, padre mío, es que uno de vosotros vaya al lado del rey y le disuada hábilmente de la idea en que se empeña. Yo lo digo delante de Dios, y lo repito, sabéis que es la verdad, padre guardián, mi corazón no ha concebido el menor pesar por no haberse verificado la boda que tenían proyectada, primero que con el rey con el infante don Jaime, porque yo jamás le amé.

En este instante el moribundo dejó escapar la mano del guardián, y exhaló un hondo suspiro.

—Entrega su alma a Dios, dijo el religioso; oremos por él.

La reina y el guardián permanecieron un momento de rodillas Después continuó la reina levantándose:

—Vuestro deber con este desgraciado está cumplido. Ahora compadeceos de mí, e id al encuentro del rey; pero guardaos de dejarle entrever nada del proyecto del matrimonio de su hermano.

—Estad tranquila, replicó el guardián. Yo me valdré oportunamente de ese secreto. Señora, mientras en un momento voy a dar mis disposiciones para marchar, podréis oír la misa que va a celebrarse.

El guardián ordenó que un lego que estaba a la puerta del cuarto trajese un almohadón a la reina para arrodillarse, y un misal, y que avisase a un religioso para que dijese misa por el alma de aquel que acababa de morir.

Fuese el lego a cumplir las órdenes del guardián, y la reina quedó un momento sola, penetrada de un religioso horror, delante de aquel cadáver cubierto con la capucha de San Francisco. De repente ve agitarse convulsivo sobre la estera aquel cuerpo, a iba ya a salir la reina, cuando unos gemidos la detuvieron. Evidentemente aquel hombre no había muerto; podía socorrerle, no había nadie allí, el deber lo mandaba.

La reina, venciendo su repugnancia, se, aproxima, y aquel infeliz pronuncia palabras aun ininteligibles; escucha, coge la mano helada del moribundo.. .

—Valor, valor, le dijo; yo estoy a vuestro lado.

—Sibila... Sibila... tartamudeó el desgraciado...

— ¡Mi nombre! dijo la reina admirada.

El sonido de la voz acabó de, convencerla; descubrió vivamente aquella cabeza, echando atrás la capucha, y llena de sorpresa exclamó:

— ¡El conde de Palas!

Era el mismo. El pobre joven había sido llevado allí muy enfermo; sorprendido por un frío intenso, yendo desde Berga a Barcelona, una aguda fiebre le sobrecogió en el camino, y dos religiosos lo encontraron a punto ya de ser víctima del frío. Lo condujeron al convento donde a pesar del renombre de sabios físicos que tenían los religiosos, sus conocimientos eran muy limitados.

Al ver los síntomas terribles de la enfermedad del conde de Palas, juzgáronla ser caso desesperado; pasaron la noche entera junto al lecho del enfermo recitando los salmos sin dejarle dormir, contrariando el trabajo secreto de la naturaleza, que a falta del arte, y mucho mejor que él acudía a reanimar la vida en aquel cuerpo lleno de vigor. Empeorado el enfermo, el guardián ordenó que le vistiesen según la práctica y el uso de aquel siglo, un hábito de un religioso, y que lo trasportasen a una capilla cerca de la iglesia. Allí, después de haberle administrado los Sacramentos, acostado sobre una estera al lado de dos religiosos que con ardiente celo recitaban oraciones, aguardaban la sentencia de Dios.

La enfermedad procedía de un dolor moral que, oprimía, que destrozaba el corazón de este desgraciado amante. El conde de Palas sabía que burlando su vigilancia por medio de unos religiosos, seguía una correspondencia su prisionero con la reina doña Sibila. Creía que, esta le amaba, porque no hay peor consejero que los celos. Demasiado apasionado y generoso para venderla y vengarse, trató o solo de alejarse del que creía su dichoso rival, y morir.

¡Cual no fue, pues, su emoción cuando tendido en la capilla del convento invocaba ardientemente la muerte, al oír al guardián del convento nombrar a la reina! Entonces apretó convulsivamente la mano del religioso. Su corazón palpitó al oír la voz dulce y temblorosa de Sibila murmurando su justificación sin calcular quien la escuchaba.

La reina acababa de descubrir el rostro de Palas y de llamarle en alta voz.

— ¡Sibila, oh Dios mío, mi hermosa reina! dijo el conde, con lánguida voz. ¿Es cierto que estoy a vuestro lado?... ¿no es un sueño? ¿habéis dicho que no le amáis?

—Lo he dicho y es verdad, respondió la reina, y vos, conde, estabais moribundo y yo lo ignoraba, os creía al lado de mi esposo.

—Sí, ayer salí de Berga enfermo próximo a expirar; mi mal se aumentó en el camino, y me trajeron a este santo asilo, pero ahora ya no quiero morir.

En aquel momento llegaba el lego con el almohadón — 259 — y el misal para la reina, y un religioso que debía celebrar la misa.

Por orden de la reina, trasladaron al enfermo a una cuna y a un cuarto abrigado del convento. El guardián volvió ya dispuesto a cumplir su comisión y marchar al encuentro del rey. Viendo al conde vivo, le ordenó una poción calmante, y ordenó que le dejasen en la más completa tranquilidad, hizo salir a todos del cuarto; excepto a la reina, que permaneció silenciosa sentada a la cabecera de la cama. El guardián trajo la medicina, poro Palas se hallaba demasiado débil para poder sentarse sobre el lecho. Fue preciso que Sibila le sostuviese mientras el guardián llegaba la medicina a los labios del enfermo. El enfermo la tomó y se sonrió.

— ¡Ah, estoy mejor!, murmuró el conde, y a vos, señora, a vos sola lo debo

— ¡Basta, conde! ¿no es verdad padre, que no debe de hablar?

El guardián los observaba con viva curiosidad.

—Sí, señora, respondió, pero no os necesario ya que os molestéis en mantenerle en esa postura.

—Es verdad, replicó Sibila ruborizada y confusa al ver que aún aun tenia al conde, apretado contra su pecho apoyada la cabeza sobre su espalda tan blanca como el armiño con que la tenía medio cubierta. Colocó al conde en su primera posición y continuó: Juzgad, padre, cual ha debido ser mi sorpresa al encontrar aquí al conde!...

—No tenéis necesidad de justificaros, señora.

—No me justifico, contestó con toda la altivez de una reina Sibila—  os cuento lo que ha sentido.

Y al mismo tiempo el carmín más vivo coloró sus mejillas y parecía turbada. ¡Dios sabía por qué!

—Voy, señora, dijo el guardián confesor de Pedro IV, a cumplir vuestra misión. Sé por el religioso que os ha traído las cartas de don Jaime que desea vivamente su libertad y que ama a una de las princesas de Navarra, y el religioso que ha traído estas cartas es el confesor de don Jaime. Ved si estaré persuadido de vuestra inocencia.

Estremecióse el conde de Palas al oír estas palabras.

Un rayo de alegría brilló en sus apagados ojos y la apasionada mirada que fijó sobre Sibila, cuya turbación era notable, acabó de convencer al guardián del sentimiento secreto de sus corazones.

Voy, dijo el guardián; el conde creo que estará muy pronto bueno y él se encargará de convencer al rey del funesto error en que estaba.

—Me obligo a ello, contestó el conde, sin notar la ironía que encerraban estas palabras.

El guardián tomó una mula y marchó a buscar a Pedro IV, aquel hombre de temple de acero sobre el que ejercía un poderoso ascendiente porque en aquella época, al través de los más grandes crímenes, se veía el fanatismo más grande en los reyes y en los señores. El guardián cumplió religiosamente su comisión y como hombre entendido, y con el grande, ascendiente que tenía sobre el corazón del rey, dejó a éste plenamente persuadido, y con una alegría cual no esperaba el anciano monarca, después de las terribles penas que había sufrido su celoso corazón. Supo por el guardián la enfermedad del conde de Palas; y antes de mirar en Barcelona se detuvo en el convento donde se hallaba el conde, débil aun de resultas de su enfermedad, empero bastante restablecido para poderle ya seguir.

A caballo al lado del rey, supo de boca de éste el descubrimiento que acababa de hacer de la inocencia de Sibila y el género de sus relaciones secretas con el infante don Jaime, a quien el rey había inmediatamente mandado devolver la libertad bajo juramento de no volver a tomar parte ninguna contra él en las contiendas civiles, consintiendo en su matrimonio con una princesa de Navarra, y constituyéndose en mediador de este enlace a cuyo objeto iba a enviar un negociador con las instrucciones necesarias.

El conde de Palas suplicó al rey que le concediese esta misión

— ¿Quieres aún abandonarme, conde?

—Es preciso, señor, contestó Palas para mi felicidad y la de V. A.

—Mi felicidad, contestó el rey, es tener a mi lado todo lo que amo; y después de mi hijo y mi mujer eres tú en quien reposan todas mis afecciones, quédate al lado de tu anciano amigo, de tu verdadero padre, y no me abandones.

—Grande esfuerzo me cuesta, señor, pero no me rehúse V. A. la gracia que le pido.

—Lo veo; tienes más ambición que reconocimiento y amor hacia mí.

—No lo creáis, señor; pero la causa del doloroso destierro que quiero imponerme es muy natural. Pensad que en vuestros últimos disgustos con la reina doña Sibila, yo he participado del error que os atormenta, yo he creído en su amor con el infante don Jaime, y he osado hasta hablar a la reina de ello...

—Y temes su resentimiento...

—Temo volverla a ver, señor, me ha mandado que no me presente más ante sus ojos.

—Si no es más que eso, conde, déjalo a mi cargo; yo os haré hacer las paces. En fin, quiero que te quedes en mi corle, lo mando: no hablemos más de eso.

El rey se aproximaba a Barcelona de donde había salido para recibirle una multitud inmensa. A la cabeza de esa multitud vio con sorpresa a la reina montada en una hacanea blanca y el príncipe don Carlos a su lado. El rey apenas los vio, mando detener su escolta, lanzó su caballo al galope, y salió solo a su encuentro.

Después de muchos años, esta era la primera vez que la reina daba un testimonio público de su afección a su marido, quien correspondió con los más vivos transportes de alegría, no siéndole posible reprimirlos —delante de todo el pueblo, que saludaba con las mayores aclamaciones a sus soberanos.

El príncipe don Carlos, al ver su amigo Palas en la comitiva del rey, marchó a darle un abrazo, manifestando a su padre cuánto sentía que la reina no le hubiera querido llevar consigo a visitar a su noble y buen amigo mientras permaneció enfermo en aquel solitario convento.

El nombre de Palas recordó al rey la conversación que en el camino había tenido con éste, y aprovechó aquella primera ocasión para obtener el perdón del enojo que suponía tener Ia reina por la parte que aquel había lomado en sus querellas.

—No hablemos más de lo pasado, respondió la reina; yo perdono al conde de Palas, pues que lo queréis; pero tengo que pediros una gracia.

— Concedida, Sibila, dijo el rey; mandad, y aunque me pidáis la vida estoy dispuesto a sacrificárosla por la gracia y dulzura con que la pedís. ¿Qué queréis?

—Que el conde de Palas no vuelva a presentarse jamás ante mi vista.

—Señora, dijo el rey dando un triste suspiro; os he concedido de antemano lo que me habéis pedido, más por qué os obstináis en turbar mis placeres con vuestro odio y repugnancia recíproca cuando empezaba ahora mismo a ser feliz? ¿Por qué aborrecéis a ese joven tan amable, tan hermoso, y tan bueno? Su vista; que os es odiosa, encanta la mía; vuestra presencia, que extasía mi alma, es insoportable a él; él me insta, me apremia, como vos me instáis y me apremiáis, con el — 260 — mayor ardor a alejarse de aquí, y quiere que yo le envié a Navarra de embajador...

—Y yo también os lo suplico, señor, dijo la reina; pero no es por odio, os lo aseguro.

—Se lo diré, Sibila...

—No, no; no le repitáis esas palabras que son solo para vos; dejadle creer en mi odio; ¿qué me importa? Que marche, y no le vuelva yo a ver. ¿No tememos oíros motivos de disgustos?...

— ¿Tú disgustos, amor mío? Confíame tus penas—

—No, Pedro; del cielo solo aguardo el consuelo de mis males; el tiempo hará más que la ciencia de los médicos y  tal vez recobraré la tranquilidad de mi espíritu.

Que el conde marche, y prohibida mi hijo que me esté hablando sin cesar de él.

— Seréis complacida, Sibila; mandaré a mi hijo y obedecerá; todo esto es muy extraño, me aflige mucho, pero lo queréis, Sibila, y basta; vuestras órdenes serán puntualmente cumplidas.

En efecto; antes de terminarse aquel día, el conde de Palas, triste y meditabundo, traspasado el corazón de dolor, se dirigía a la corte de Pamplona, mientras que el corazón de Sibila, no menos herido, experimentaba con aquella ausencia el consuelo de verse libre del terrible peso que la oprimía.

Después del encuentro imprevisto en el convento Sibila había conocido que el conde de Palas no podía vivir bajo el mismo techo que ella, sin verse expuestos a temblar a cada momento a que el secreto de su culpable amor no lo descubriese la penetrante mirada de Pedro IV de Aragón.

La desgraciada Sibila, no tenía ahora más que soportar su propio infortunio, y se sentía con fuerza para resignarse a su desgracia. Mujer honrada, había separado la ocasión, y luchado por no caer en el abismo a que la arrastraba su pasión. Reconcentrada en sí misma gustaba aunque no sin remordimiento, del único consuelo que le es dado a un amante ausente, el de pensar continuamente en el objeto de su pasión.

Museo de las Familias, tomo VII. 25 de noviembre de 1849,  253— 260

Continuación

VI

 

— 274 —

Tres años habían trascurrido desde la separación del conde de Palas y la reina doña Sibila de Forcia.

Tristes habían corrido los días para el enamorado joven, desterrado voluntariamente de la presencia del objeto de su amor por no faltar a lo que debía a su generoso bienhechor.

Más tristes habían pasado aun los días para la desgraciada Sibila, luchando continuamente entre su deber y su pasión, y triunfando de esta a costa de destrozar su corazón, en donde ardía alimentado por la soledad un fuego activo, ardiente, impetuoso.

Pedro IV había caído en accesos frecuentes de melancolía, que le ocasionaban los disgustos que le causaba su hijo rebelde, que, de carácter débil, era dirigido por doña Violante, con quien se había casado a despecho de su padre, que perseguía a todos los amigos de éste, y que hacía a su madrastra doña Sibila, la guerra más cruel y encarnizada, propalando las más atroces calumnias y dándolas un grado, un carácter de certidumbre, mandando que en Gerona, de cuya ciudad se hallaba apoderado hacía tiempo, un juez respetable, procediese a formar causa sobre aquellos mismos rumores. Proceso singular y de que no hay ejemplo en la historia. ¡Una reina ocupando el trono procesada por el que esperaba a la muerte de su padre suceder en él!

Tantos disgustos, tantos sinsabores habían quebrantado el alma de hierro de Pedro IV. Una desgracia terrible vino a hacer más funesta la situación de doña Sibila. Una tarde su hijo don Carlos, en quien reposaban todas sus esperanzas para el porvenir, en quien se reconcentraban todas sus afecciones fue arrojado de un brioso caballo cordobés que montaba con la mayor gallardía, y murió a los dos días…

Este quiso tener a su lado al conde de Palas cuya ausencia se le hizo entonces más penosa; obligó él mismo a Sibila a que le escribiese mandándole su vuelta, y para convencerle le llamaba como el único apoyo, como el escudo que debía parar los terribles golpes que se preparaban contra ella, golpes que no recataban sus poderosos enemigos, el día en que Pedro IV, gastado pulcro.

Sibila tuvo que escribir al conde de Palas a pesar suyo, pues ella sabía a cuanto se exponía, y cuantas luchas había sostenido por tanto tiempo su corazón. Pedro IV era tenaz y quería vencer solo con su imperioso acento el odio y el resentimiento que suponía abrigaba aun Sibila, porque Palas había tomado años antes con demasiado calor una parte en los injustos celos que le causaba su hermano el infante don Jaime.

El conde Palas volvió inmediatamente a Barcelona. Pedro IV halló un consuelo con su presencia, y la desgraciada Sibila Forcia vio redoblarse su pasión, aunque como virtuosa luchó por largo tiempo aun; empero la fatalidad es más fuerte que los esfuerzos de los débiles mortales. Sibila no tenía más apoyo que en sí misma. Su mismo esposo se había conjurado sin conocerlo contra su virtud!...  — 275 —

 

VII.

 

En uno de los más retirados aposentos del palacio real de Barcelona, en la noche del 3 de enero, noche fría y que una continuada lluvia hacia más lóbrega, yacía postrado con una enfermedad mortal el rey de Aragón don Pedro IV, de edad de setenta y cinco años, de los que cincuenta y uno había ocupado el trono, habiendo hecho grandes cosas y sostenido con tanta grandeza y majestad la dignidad del trono. Descansaba en una cama, sobre cuyas cortinas sostenidas por cuatro columnas de ébano, se veía el escudo de las armas de este gran soberano, que a la vez que un gran guerrero fue un prudente legislador.

Pedro IV tenía sobre su rico lecho el pobre hábito de San Francisco, con que quería cubrir su cadáver, para hacer penitencia sin duda del orgullo que había mostrado en su vida tan severa y exigente en la etiqueta real, que le había valido el sobrenombre del Ceremonioso, y para reconocer que era igual al más pobre, al más pequeño de sus vasallos antes de encontrar esta ley escrita en la tumba. Acababa de recibir el sagrado Viático con que la iglesia en su piedad fortalece a los que van a emprender el inevitable viaje de la eternidad; pan de vida y de consuelo que la Iglesia suministra lo mismo al príncipe que al mendigo, porque antes redimió a todos los hombres sin preferencia alguna.

Las hachas de la triste ceremonia acababan de apagarse; el clero y los ricos hombres del reino que habían asistido a la administración del Sacramento se habían retirado. No quedaban en la regia estancia, iluminada por el vacilante reflejo de una lámpara, cuya luz amortiguaba un cristal labrado de Venecia, más que un sacerdote que murmuraba algunas oraciones, y una mujer joven aun, pálida, y de cuyos ojos se desprendían abundantes lágrimas. Reinaba el más profundo silencio que solo interrumpía el murmullo de las preces del salón azotaba fuertemente las vidrieras de las ojivales ventanas del aposento.

Aquella joven pálida, llorosa, era la reina Sibila Forcia, que se hallaba en el mayor abatimiento. Sus ojos se fijaban en aquella cama donde yacía próximo a la muerte su anciano esposo, cuyo estado era conocido en Barcelona. En medio de la oscuridad de aquella solitaria estancia veía cual una sombra todas las pompas de la cámara real, los escudos de las barras de Aragón y Cataluña, y las coronas.

Al ver aquellos emblemas del poder real medio sumidos en las tinieblas, pensaba Sibila que las grandezas del rey de Aragón bajaban con él a su tumba. Don Pedro IV se hallaba sumergido en la nada, precursora de la muerte. Su esposa veía que para ella la muerte hubiera sido un asilo, pues el poder iba a pasar a manos del infante don Juan su hijastro, que se hallaba en la ciudad de Gerona, que se había mostrado su más cruel enemigo, y que había tomado contra ella las armas, habiéndose hasta atrevido a formarla proceso sobre supuestos y atroces crímenes, cuando aún se hallaba en el trono, cuando aún compartía el tálamo de su padre, rey tan respetado y temido de todos sus pueblos.

Muerto Pedro IV un solo hombre podría interesarse por ella, y ¡ella había luchado tanto tiempo contra el interés que inspiraba a aquel hombre!

La noticia del triste estado en que se hallaba el rey Pedro IV, era conocida de toda Barcelona, haciéndose mil versiones, a cual más absurdas, sobre el carácter de la enfermedad que aquejaba a S. A. y que le tenía postrado en el lecho de la muerte. Era voz general en el pueblo bajo, que al rey le habían dado hechizos, y que al paso que el padre se hallaba agonizando en el palacio de Barcelona, su hijo don Juan se hallaba muy enfermo en el ducado de Gerona. Susurrábase en la ciudad que la esposa de este, doña Violante, había mandado secretamente instruir un proceso contra la reina, su madrastra y que de él resultaba que doña Sibila no solo había hechizado al rey su marido, sino al mismo príncipe don Juan, su hijastro, y este absurdo, que era la convicción de aquel pueblo, se resistiría uno a creerlo si la historia no lo hubiera consignado auténticamente, y si dicho absurdo rumor no hubiese sido el origen de las grandes calamidades que amagaban a Sibila, reina y poderosa en aquel momento, desvalida y perseguida dentro de muy poco. A este rumor se añadía la maligna voz de que el conde de Palas, grande amigo de doña Sibila, era aún algo más... Porque la malicia del pueblo no solo adivina las debilidades de sus señores, sino que las forja y las da cuerpo y vida en su exaltada imaginación, apoyado por algunas personas mal intencionadas que jamás faltan en los palacios de los reyes, aun cuando a ellos deban su poder y subsistencia. Propalaron que el intento de la reina era escapar con todos los suyos apenas muriese Pedro IV, llevándose las alhajas y el dinero que había; y los que esperaban medrar con el nuevo reinado, los que creían hacer un gran servicio al futuro rey ensañándose contra la reina, a quien suponían su enemiga se odio, se hallaban avisados y preparados para cuando llegase el caso, y ponían en sorda fermentación todos los barrios de la ciudad; dieron el proyecto que suponían publicidad que el rey ya había muerto; y cada cual en las circunstancias que se presentaban echó sus cuentas para sacar el partido más ventajoso a sus intereses. Los enemigos de doña Sibila, y los parciales de su hijastro el duque de Gerona, heredero del reino, se alborotaban, y conmovían el pueblo para que sirviese de instrumento a sus ambiciones y a su odio. Los cortesanos de oficio cuidaban poco de las personas, siendo su ocupación únicamente adular al poder, cualesquiera que fuesen las manos en que este estuviese y trataban de congraciarse con el futuro monarca abandonando al moribundo, desfilando sucesivamente, y saliendo del palacio, en que solo había una sombra de rey, y bien pronto habría un cadáver, para ir a conquistar con bajeza la seguridad de seguir ejerciendo su oficio. Los amigos de la reina, pocos en número, temerosos de la suerte que les aguardaba, andaban desalentados inciertos de los medios necesarios para su salvación. Los suntuosos salones del palacio de Barcelona se hallaban solitarios, u ocupados por gente insignificante y criados inferiores, dispuestos a aprovecharse de la general confusión, para saquearlo en cuanto diese su último aliento el rey, a quién hemos visto postrado, débil y moribundo en su cámara real. A su lado se hallaba Sibila, aquella mujer que había resistido con tanto valor a sus propias pasiones, y que veía amontonarse tan terrible tormenta sobre su cabeza: sus suspiros solos eran los que interrumpían el silencio de la lúgubre estancia.  — 276 —

 Salió de ella la reina a las diez y media: llegóse a donde se hallaban sus camareras, y preguntó por el conde de Palas. En aquella ocasión el conde de Palas era más que su amante; era el único hombre de quien esperaba su salvación su augusto esposo que la resistencia que pudieran encontrar.

— Dios mío; ¿qué será de mí? En aquel momento el rey, un poco más recobrado, hizo llamar con instancia a Sibila. Acudió ella con prontitud, y halló al enfermo algún tanto más despejado, pero tan abatido de fuerzas, que apenas podía hacer algún movimiento. Aquella naturaleza de hierro se hallaba ya destruida; la vida se escapaba por momentos de su gastado cuerpo,

— Pocos instantes deben quedarme de vida y necesito aprovecharlos, dijo el rey con voz débil y entrecortada; acaso he tratado a mi hijo con demasiada crueldad y despego. Tú no has tenido la culpa, Sibila, lo sé, pero él te la atribuye a tú, y más que él porque conozco su carácter débil, su mujer que es tu enemiga. Solo debes temerlo de su venganza, cuando yo no exista. Evita su cólera marchando inmediatamente con buena escolta a Francia o a Castilla; el conde de Palas debe acompañarte...

 — Yo no os abandono en semejante situación, exclamó la reina hincándose de rodillas y besando llena de lágrimas aquella mano arrugada por la edad, y abrasadora como un ascua por la fiebre.

 — Es preciso, replicó el rey, y tú debes conocerlo; ¡no he visto al conde de Palas!...

Un hombre completamente armado, excepto la cabeza, entró en aquel momento en la regia estancia, parándose en la puerta de la cámara. Conoció lo el rey a pesar de su estado: llámale por su nombre, y el joven conde fijó sus ojos en su rey contemplándolo con doloroso éxtasis. El rey a fuerza de grandes esfuerzos logó incorporarse un poco sobre la cama, y dejó caer una tierna mirada sobre Sibila, que permanecía arrodillada, y sobre el joven que se presentaba en aquel momento como el único salvador de la esposa que iba a abandonar sobre la tierra. Una viva emoción agitó el alma del rey, empero la edad y la enfermedad habían helado su sangre; ningún signo de alteración se notó en su fisonomía.

 — Dios te envía, dijo con una voz sorda, para velar sobre mi esposa.

Los ojos de Palas se arrasaron de lágrimas. ¡Cuántos pensamientos y de cuan distinta naturaleza debieron atravesar en aquel momento por su cabeza!

— ¡Hijo mío! siempre te he mirado como tal; la muerte no tardará en sentarse a la cabecera de mi cama: hoy fuerte y poderoso nada podré mañana por Sibila. Contempla los últimos relámpagos que la llama inmortal que brilla en mi seno arroja sobre la tierra antes de volver al celeste hogar de donde emana; es el sol de la tarde que lanza sus espirantes rayos sobre la cabeza de la fresca y risueña aurora. Solo cuento contigo, Palas, para que protejas a esta mujer que tanto le amado; para que me reemplaces en ser su apoyo y su sostén. Lleva siempre franca y valerosamente la espada que pende en un cintura; sirve fielmente al príncipe mi hijo, a quien consagraras tus servicios; empero no abandones jamás, hijo mío, la majestad a que has consagrado tu corazón y tu brazo. Mide tu constancia y tu adhesión por la grandeza de los peligros que te esperan; y si después de mi muerte, odios de familia llegasen a querer destrozar la púrpura real que ha cubierto la esposa que eligió mi corazón, abraza su servicio, y si Dios no te destina a caer en el campo de batalla defendiéndola, participa de su prisión, ¡y no dejes tu vida sino bajo el hacha que corte la de una reina abatida!..

 Estas palabras hicieron una terrible sensación en el corazón de Sibila La violencia de las emociones, los terribles acentos que en son profético pronunciaba en aquellas horas solemnes un rey moribundo, agitaron su pecho, cerró sus ojos y dejó caer su cabeza medio desmayada.

—  Conde de Palas, continuó el rey cada vez más agilado, mi mano tiembla... mis ojos se oscurecen... dentro de poco habrá Dios puesto fin a mi existencia; no sé sin embargo... ¡Adiós, hijo mío! recoge ni pobre esposa; devuélvela el apoyo que ella te prestó cuando eras huérfano, ámala, querido hijo; y la voluntad de Dios se cumpla... no tardes; vela por su seguridad, y acompáñala hasta ponerla en salvo. Inclinase el conde de Palas y pasando su mano alrededor de la cintura de doña Sibila la ayudó levantarse diciéndole al oído: venid, señora, no hay tiempo que perder; y tomándola de la mano la arrastró, más bien que la condujo, fuera de la cámara real.

—Señora, prosiguió el conde luego que llegaron a la estancia de la reina, es preciso salir al momento de la ciudad; la seguridad de V, A. peligra si nos detenemos un solo momento.

– ¿Pues qué peligro hay? exclamó Sibila consternada.

— Los secuaces del duque de Gerona, que bien pronto por desgracia vuestra será rey, han conmovido la población, y numerosos grupos vagan en derredor de palacio propalando las noticias más absurdas; tal vez, señora, no tarde dos horas en estallar una sedición. Yo he recorrido la ciudad; he hablado con varios menestrales[2], y he procurado reclutaros partidarios; ¡con cuánto afán, señora, vos debéis conocerlo! En este momento los enemigos de V. A. se reúnen todos en casa del obispo, y esta reunión es demasiado numerosa; de ella han le resultar terribles alborotos. Yo no necesitado toda la influencia de mi nombre, todo el brío de mi brazo, todo el entusiasmo que me inspira el peligro de V. A. para transitar por las calles, y tomar medidas a fin de defender el palacio cuyas puertas, señora, están guardadas por gentes de mi devoción, y yo respondo de ellas. Venid, señora, marchemos; un momento más tarde ya no será tiempo. — 277 —

Aterrada quedó Sibila al oír semejantes noticias. Sabía que aquel hombre no la engañaba: sus remordimientos mismos se hallaban a cubierto en aquel instante, porque su esposo moribundo la había puesto bajo la salvaguardia de aquel hombre; de aquel hombre cuyo amor ella constantemente había resistido; de aquel hombre a quien a su pesar ella cada vez amaba más: del único que en aquel momento de desconsuelo se hallaba a su lado dispuesto a sacrificarle su vida, tan fiel y tan leal en aquella hora de la adversidad como lo había sido en el tiempo de su esplendor, cuando brillaba ante la Europa desde el elevado trono de Aragón. El peligro no podía ser más inminente Comenzáronse a hacer a la ligera los preparativos del viaje; y no era lo más fácil hallar el medio de salir de palacio sin que fuesen descubiertos por la gente que empezaba a custodiarle, atraída por la noticia de la fuga de la reina. El conde era joven, valiente; propuso abrirse paso a viva fuerza; empero descubiertos en su fuga caerían inevitablemente en poder de sus perseguidores. ¡Tiene tan pocos amigos un soberano que abandona su palacio y huye! ¡Da tanto ánimo a los contrarios al ver volver la espalda a su enemigo!

Todo era en aquellos momentos indecisión y fluctuación; todo era angustia y terror, porque la vista del peligro quita la serenidad aun al más valiente. Hubo un momento en que hasta se pensó en abandonar el proyecto de la fuga; empero la multitud reunida en la plaza del palacio empezó a dar muestras de impaciencia, saliendo algunas voces que pedían ver al rey. Terrible era la situación de Sibila y del conde de Palas en aquellos momentos. Un herrero, un hombre del pueblo, uno de los pocos que la noche antes había procurado reclutar el conde, vino preguntando por él. Como en aquellos momentos cualquier aviso, cualquier incidente por poca importancia que presentase debía oscilar sobremanera su atención y podía ser un camino que les deparase la Providencia, lo hicieron entrar inmediatamente. El hombre del pueblo quedó atónito al presentarse en la regia estancia, porque no contaba ver acompañado al conde, a quien buscaba, de la misma reina. La vista de aquella mujer, a quien su mismo dolor y el llanto embellecía, turbó sobremanera al menestral.

—¿Qué buenas nuevas nos traes? triste el conde de Palas.

— Ojalá pudiera traéroslas respondió el herrero; pero preguntó con aire ¡solo vengo a avisaros del peligro que amenaza a …!

La presencia de la reina contuvo a aquel hombre, no atreviéndose a proseguir: empero el conde de Palas comprendió perfectamente toda la triste misión de aquel hombre, que aunque nacido en medio del pueblo y ajeno a todas las reglas de la política, no se atrevía a destrozar con su ruda franqueza el sensible corazón de una mujer que aún era su reina. Sibila con la mayor amabilidad, y armándose de gran valor animó a aquel hombre del pueblo, y le dijo:

— No temas asustarme; dilo todo.

— Pues señor, dijo el herrero con ruda franqueza, todo lo diré. Cree el pueblo que el rey está muerto desde ayer, y que se oculta su muerte con mala intención, proponiéndose forzar el palacio si no logra que el rey se asome al balcón.

 – ¡Asomarse al balcón el rey en el estado en que esta! exclamó la reina consternada: ¡ah! Eso es imposible.

—¿Tratan de forzar el palacio? replicó con indignación, dando en patada en el suelo el conde de Palas. Que vengan; que vengan y veremos si es tan fácil penetrar en él como aullar desesperadamente en las calles.

— Si los sublevados fuesen solo gente del pueblo podríais rechazarlos, señor conde, a poca costa; pero los amotinados cuentan con una parte de los soldados, y vuestras guardias, aunque fieles, son harto pocas para resistir el ímpetu de los sediciosos. Quedose silencioso un rato el conde de Palas, consternada la reina, y callado el hombre del pueblo. Rompió éste el silencio diciendo:

— Si el rey... pudiese... Y empezó al mismo tiempo a titubear, porque él tenía también sus dudas sobre la existencia de don Pedro. Conociólo el conde de Palas, y tomando una resolución de aquellas que dicta el extremo peligro, dijo al hombre del pueblo:

 —Sígueme—  Obedeció éste, y ambos salieron de la estancia de doña Sibila, dejándola en la mayor ansiedad. Pocos momentos después volvió a entrar el conde de Palas, solo, y dirigiéndose a la reina la dijo:

—Venid señora, a acompañar a vuestro esposo, que condescendiendo a los deseos de su pueblo se va a presentar a él.

Aterrada, suspensa, quedó Sibila. Presentóla entonces el conde la mano para conducirla a la cámara del rey, y en el camino la dijo en voz muy baja

— Señora, es asesinarle, lo conozco, ¡pero no hay remedio!

Don Pedro, abrasado por la calentura, consumido por la enfermedad, se levanta, se envuelve en un gran ropón de pieles y al ver a la reina dijo:

 — Es el último sacrificio que me queda que hacer por tú. Tú, buen hombre, añadió con voz débil dirigiéndose al menestral, ve a decir a tus compañeros que su rey vive, y les agradece su buena voluntad. Sibila, este es. Fuerza podrá acelerar mi muerte, pero sabes cuánto le he amado; no olvides al hombre que va a morir por salvarte.

El hombre del pueblo salió del palacio. Pocos momentos después la irritación de la muchedumbre y los gritos tumultuosos habían llegado a su punto, empero, de repente quedaron calmados al abrirse el balcón principal de palacio, y al ver el pueblo entre el reflejo de las hachas de cera llevadas por una porción de criados, a un anciano pálido, debilitado, exánime, apoyado en el brazo del conde de Palas y de la reina doña Sibila. A los gritos de confusión y alarma sucedió un profundo silencio. Todos descubrieron respetuosamente sus cabezas, y aquel espectro, aquella sombra de un rey ante cuya presencia habían temblado por tantos años, les dijo: — 278 —

— Aquí estoy, ¿qué me queréis?... Estas palabras, aunque pronunciadas con voz débil, entre el universal silencio fueron oídas clara y distintamente en todos los ángulos de la plaza; nada, absolutamente nada interrumpía aquel silencio, triste, solemne, lúgubre.

Pasado el primer momento sonaron estrepitosos vivas al monarca de Aragón ¡Tan fácilmente pasa el pueblo de la indignación al entusiasmo” ¡Vitoreaban al rey, que por su imprudente exigencia iba a expirar más pronto!

Apenas el rey volvió a acostarse en su lecho se desmayó, y en tanto la plaza había quedado libre despejada no se oía más que el acompasado ruido de la lluvia y el viento, que había arreciado en las altas horas de la noche.

La reina Sibila y el conde de Palas con unos cuantos amigos suyos aprovecharon la soledad de la plaza, lo crudo de la noche, y salieron del palacio de Barcelona, dejando un cadáver en el lecho y un trono vacío en el palacio.

Al amanecer, el tumulto apaciguado por la noche tan fácilmente volvió a crecer con mayor ímpetu. No eran ya los clamores de la sedición, eran los espantosos rugidos de una tempestad de la que era pretexto la fuga de la reina Sibila.

¡Viva, don Juan I! gritaban desaforadamente las turbas por las calles. ¡Muera Sibila que ha asesinado a su marido, nuestro buen rey don Pedro IV!

Extraviada así la opinión pública grandes calamidades se preparaban a la joven hermosa que poco antes era objeto de la adoración del pueblo. ¡Tan poco hay que fiar del entusiasmo y devoción popular!

A la muerte de don Pedro subió al trono su hijo primogénito, don Juan, duque de Gerona, bajo el nombre de don Juan I, rey de Aragón. Su debilidad extremada le atrajo el odio de sus súbditos y fue la causa principal de las sediciones y disturbios que agitaron su reinado; reinado que sólo duró nueve años, empero que dejó una honda huella de desgracias por en el país.

Grandes habían sido y serias las desavenencias ocurridas durante la vida de su padre desavenencias que fomentaban en provecho suyo los distintos bandos en que estaba dividido el reino de Aragón haciendo que el hijo primogénito hubiera estado siempre como un rival frente a su padre.

Como una viviente amenaza pendiente sobre su cabeza para privarle de la corona. Hijo rebelde había negado la obediencia a su padre en el gobierno y en el hogar doméstico. Era el caudillo de los bandos opuestos al rey, y habiéndose resistido constantemente a casar con una princesa de Sicilia, se casó en su lugar con doña Violante, la mujer más a propósito para acalorarle en sus proyectos de rebelión.

Dos mujeres mediaban en la gobernación y en las guerras del reino; la una era Sibila Forcia, mujer del rey don Pedro y la otra la esposa del primogénito y heredero. La voz del pueblo que algunos han llamado malamente la voz de Dios, que suele equivocarse casi siempre, y que se deja torcer por el odio y la ambición de los que le dirigen achacaba a Sibila todas las desgracias del reino, sin más fundamento que la cualidad de madrastra del infante, al paso que la segunda era considerada como una víctima sacrificada a la ambición de la reina y perseguida solo por ser esposa del príncipe heredero; empero Violante era ambiciosa, vengativa, y había declarado una guerra a muerte a doña Sibila que algún tanto desvanecida por haber llegado a ser reina desde hija de un simple conde del Ampurdán y ocupada enteramente en el cuidado de su enfermo esposo y pensando además en su comprimido y reconcentrado amor, no había podido precaver los efectos del odio de su hijastra.

Muerto don Pedro IV alzaron pendones por don Juan I en Barcelona, y una diputación pasó a la ciudad de Gerona donde se hallaba enfermo el príncipe heredero. Doña Violante había recibido por él a los enviados de la ciudad. Ella había llevado la palabra, ella había nombrado a los dignatarios de la corona; su marido aparecía como una mera sombra, como un fantasma de rey que apenas tenía unas palabras que oponer a su voluntad y a sus caprichos que ciegamente sancionaba.

El momento que tanto había ansiado Violante había llegado.

Hallábase en su cámara acompañada de un personaje vestido de terciopelo negro cuyos largos y plateados cabellos rizados por la edad daban a su rostro una expresión de severa benevolencia. El duque, doliente aún de su enfermedad, se hallaba recostado en un gran sillón sobre cuyo espaldar se veía la corona real. El rostro del nuevo rey y sus movimientos revelaban que a las veces le aquejaban grandes dolores. La reina doña Violante examinaba con atención un voluminoso pergamino y dirigía la palabra al personaje vestido de negro.

—Mosén Arborea, dijo doña Violante—, Dios se ha servido llamar a sí, al rey nuestro augusto padre ayer en Barcelona, y aunque esta noticia nos ha llenado del más profundo dolor, deber nuestro es atender a los negocios del reino, y cuidar de que se haga cumplida justicia a la memoria del difunto rey. El mundo necesita un grande ejemplo y por eso os ha hecho llamar el rey mi esposo, para saber con exactitud que resulta del proceso que, contando con vuestro celo, vuestra justificación y vuestros talentos, ordenó que formaseis a doña Sibila en averiguación de los crímenes que ha cometido. Habéis formado ese proceso cuando ocupaba trono;  279 — hoy que por la voluntad de Dios, con la muerte de nuestro padre, ha bajado de él, debemos empezar nuestro reinado administrando pronta y severa justicia.

—Señora, replicó respetuosamente mosén Arborea—  El proceso es imperfecto; faltan pruebas, y sin la audiencia de la acusada no puede dictarse sentencia ninguna.

–¡Vive Dios! que os habéis descuidado mucho, mosén Arborea. ¿No sois uno de los letrados más famosos de esta era? Los crímenes de que se acusa a la mujer del difunto rey ¿no son públicos? ¿No se levanta contra ella la voz del pueblo? ¿No dicen vuestras leyes que la voz del pueblo es la voz de Dios?

—Señora, por mandado de V. A. me consagré a buscar pruebas de los crímenes de que se acusa a doña Sibila, empero no he podido encontrarlas; os digo más, no bastaba encontrarlas para proceder contra ella si no venían acompañadas de testimonios legales, y la mayor parte de los que públicamente propalaban esas hablillas, o no saben nada, o si lo saben, llamados ante el santuario de la justicia a deponer su testimonio, lo rehúsan.

— Creo que hasta ahora podrá haber sucedido así, pero de hoy en adelante no, mosén Arbórea. Hoy la reina de Aragón no es doña Sibila, soy yo, y a pesar de que aun antes de cerrar los ojos nuestro desgraciado padre huyó la culpable protegida por algunos de sus parciales, he recibido noticias de que fue alcanzada a pocas leguas de Barcelona, y que la fue inútil toda resistencia.

—Yo creía, dijo mosén Arborea, que la comitiva de la reina madre no había hecho la menor resistencia; que cuando la intimaron a nombre del rey su hijo que era preciso volviese a Barcelona, ella se había prestado voluntariamente y ofrecido ser la primera a jurarle obediencia.

El rey, que había observado hasta entonces el más profundo silencio, saliendo de la meditación en que se hallaba sumido, dirigió la palabra a la reina y al juez diciéndole:

— Eso mismo creía yo; eso mismo me han anunciado los mensajeros de Barcelona.

— Pues os han mentido, gritó con altanero desdén doña Violante, se ha resistido, y solo ha cedido a la fuerza. El conde de Palas se ha batido con vuestros soldados, y únicamente se ha entregado cuando ha visto que era imposible la fuga, porque aun antes de su huida, gracias a mi cuidado, muchos de vuestros parciales habían tomado todos los caminos, y a no haber marchado por los aires, era imposible que se escapase de nuestro poder.

— V. A. debe saberlo, dijo el juez inclinándose.

— Sí, sí, contestó débilmente el rey; yo creía eso; mi esposa dice lo contrario, verdad será; ella ha recibido los despachos, pues que yo no estoy para ocuparme de nada.

— Restableceos y atended a vuestra salud, dijo doña Violante dando una expresión de forzada amabilidad a su irritado rostro; atended a vuestra salud que esa mujer ha arruinado con sus sortilegios. Sibila y sus indignos partidarios no se contentaron con abandonar al rey moribundo, sino que han saqueado cuanto había de valor en palacio. Tal conducta ha motivado un decreto de ni esposo, desposeyendo a Sibila de sus bienes, que contra mi voluntad ha agregado a mi patrimonio.

— Es natural, contestó el rey, volviendo a tomar parte en la conversación; privando de ellos a Sibila, y habiendo sido por tanto patrimonio de una reina, nada más natural que pasasen a ser patrimonio de otra nueva reina. En cuanto al conde de Palas te he dicho que me opongo a ello: el conde de Palas ha obrado como caballero, ha defendido la mujer de mi padre, y él no tiene parte ninguna en los malos vicios de esta indigna mujer.

— Bueno, dejaremos en paz por ahora al conde de Palas, respondió doña Violante; y para que tengan cumplido efecto vuestras órdenes contra doña Sibila, es preciso que sea convencida en juicio de los crímenes de que se la acusa, a fin de que se dé a mis procuradores la orden de la entrega eficaz de los castillos de su pertenencia. Mosén Arborea, marchad inmediatamente ¿lo entendéis? a Barcelona; instruid con vuestros colegas de nuestro consejo el proceso; y no olvidéis que ya no son rumores populares de lo que se trata, como cuando os encargué la formación de este proceso, sino de delitos evidentes, que ya doña Sibila no ocupa un trono, sino que está sujeta a la ley como cualquiera otra. El anciano magistrado preveía cuanto la reina quería decirle. Hombre de ley y de justicia, próximo ya por su edad a las puertas del sepulcro, no quería ser cómplice del crimen con que trataba de inaugurarse aquel nuevo reinado.

—No olvidareis, señora, la dijo, que los jueces para pronunciar su sentencia no tienen bastante con la palabra y el mandato de los reyes; que necesitan pruebas, sobre todo la confesión de los reos.

— La confesión de los reos... repuso la reina con una infernal sonrisa... Ya sabéis los medios por donde se obtiene.

Estremecióse el anciano magistrado

 —¿Qué, señora, exclamó con asombro, sería posible que intentaseis el tormento?

 — Todos los criminales son iguales ante la ley, como todos los hombres, excepto los reyes en la tierra, son iguales ante Dios. Retiraos; y antes de marchar, tengo aun que daros mis instrucciones.

Confuso, aterrado con el espanto, y la duda en el corazón, se retiró el anciano magistrado, el anciano venerable de quien aquella mujer ambiciosa quería hacer un dócil instrumento para su venganza. Apenas había dejado las puertas de la regia estancia. Volviéndose doña Violante a don Juan I, le dijo:

—Este hombre es un imbécil o un gran pícaro.

 —No, contestó el rey, es un hombre de bien; es un magistrado integro, incorruptible: es el único que cuando ni madrastra se hallaba en el trono en vida de mi padre, osó tomar sobre sí el cargo de formarle causa.

—No importa, yo le vigilaré; es viejo, y estos viejos creen poderse oponer a todas nuestras órdenes. ¿No somos los reyes de Aragón?

 — Sí, Violante, contestó el rey; empero los reyes juran observar y guardar los fueros y las leyes del reino; deben obedecer su conciencia y... somos los representantes de Dios en la tierra.

 —Está bien, contestó la reina aparentando no hacerle caso alguno. Estáis bastante enfermo, y debéis retiraros a descansar. El día ha sido sumamente agitado para vos; la noticia de la muerte de vuestro padre, los primeros cuidados para asegurar la gobernación del reino, todo esto debe haberos afectado mucho. Podéis, esposo mío, descansar, porque sabéis que una esposa que ha sido siempre tan solicita para aliviar vuestras desgracias, vela mientras vos dormís. Mañana os haré ver cuánto me he ocupado de la gobernación del reino.

Entraron dos pajes, en cuyos brazos apoyóse el enfermo rey, y se retiró a su regia estancia. Apenas había salido de ella, doña Violante tocó un pito de plata, que pendiente de una rica cadena de oro cincelado llevaba a la cintura, y al instante apareció una de sus damas

–Decid que inmediatamente venga el judío Zacarías. Dijo, y su rostro brilló con una infernal sonrisa, en donde se reflejaba toda la maldad de una furia del Averno. —Museo de las familias Madrid. 25/12/1849 —

 

Conclusión—

 

IX.

Doña Sibila, al abandonar el palacio mayor de Barcelona, donde quedaba moribundo el rey de Aragón, había visto disiparse su fortuna al viento de la desgracia que comenzaba a arreciar contra ella. Con la cabeza ardiente, hinchado el pecho de pena, y fuertemente estrechada al brazo del conde de Palas, abandonó fugitiva la ciudad, donde, pocos días antes era recibida por sus habitantes con aclamaciones y fiestas.

Un grupo de partidarios del conde de Palas, más valiente que numeroso, seguía u cierta distancia a la joven reina, en cuyos ojos asomaban algunas lágrimas que lloraban la pérdida de la corona de Aragón. Palas, su único recurso, la miraba y la decía con cariñoso acento, que la corona de Aragón por hermosa que fuese, no valía una lágrima de sus ojos.

—Por cruel que sea vuestro destino, señora, yo me consagro enteramente a él.

—Yo era hace algunas horas soberana de Aragón, contestó Sibila; ahora soy solo súbdita de Juan I, y de su esposa doliente, cuyo rencor os es tan conocido.

—Yo iré con vos hasta el fin del mundo para sustraeros a ese odio, contestó Palas.

Sibila, arruinada en un momento toda su ambición, abandonada por sus partidarios excepto por el conde de Palas, sin tener ya una corona para abrigar su frente, no hallaba un lugar seguro en Cataluña; y apoyada en el brazo del favorito de su esposo, trataba por caminos intransitables y al través de los montes Pirineos de ponerse en salvo saliendo de aquel país; empero la reina doña Violante por una parte ofreciendo grandes recompensas, y el espíritu de partido por otra, declarándose contra la reina viuda, todo hizo que los fugitivos fuesen prontamente alcanzados y cogidos; la resistencia hubiera sido desesperada, inútil. La reina viuda de Aragón fue conducida de nuevo a Barcelona, y colocada en la torre de Dembibes: torre que más parecía un grosero montón de piedras colocadas sin orden ni idea, que un monumento arquitectónico; torre llena de hierro y de soldados como una ciudadela, pero sobrecargada interiormente de riquezas como una abadía; finalmente, torre murada, y con grandes cerrojos como una prisión construida con el fruto de la rapiña y los despojos de los oprimidos, se alzaba a una altura prodigiosa.

Esta torre servía de morada a los jueces del rey, a sus satélites, y a sus víctimas, y dentro de ella se contenían cuantos medios judiciarios usaba la horrible práctica de aquella época

El día 2 de enero de 1387 se hallaba reunido el tribunal.

A las diez de la mañana cinco jueces ocuparon sus asientos, presididos por mosén Arbórea, a quien conocen ya nuestros lectores; tras los jueces entraron dos notarios, y guardaron cuidadosamente las puertas varios guardas con el carcelero a la cabeza. En una sala inmediata se hallaban de manifiesto los instrumentos del suplicio; apremios con que se arrancaba entonces la confesión a los reos; apremios que han durado hasta nuestros días, en que la civilización los ha proscripto para siempre. Allí se veían los caballetes, las cadenas, los azotes, las cuñas, la sierra, las cuerdas, las hornillas con que se quemaba a fuego lento, y todos estos objetos daban un aspecto infernal a la estancia de la justicia.

Mosén Arbórea manifestó al tribunal que el consejo de S. A. le había enviado copia— de una declaración prestada ante él por un judío llamado Zacarías, que tenía relación con el proceso que se estaba formando a la reina doña Sibila, y esta declaración era tan grave que exigía la presentación del delator ante la acusada, del verdugo ante su víctima

Parecerá una fantástica novela cuanto vamos a referir de este escandaloso proceso; empero todos los hechos se hallan consignados en las crónicas de aquel tiempo, sin lo cual la posteridad se hubiera negado a creer que hubiese habido un rey tan débil o malvado, y un hijo tal que hubiese mandado dar tormento a la esposa de su padre, a una reina, sin el menor pretexto que pudiera justificar tan sangrienta determinación; empero a los que siempre citan los tiempos antiguos para condenar los desmanes y los crímenes de las robo liciones modernas, podemos contestarles con estas páginas sacadas del siglo XIV.

Tristes y pesarosos los jueces, hicieron una señal de asentimiento a la propuesta del presidente, y en seguida entró un hombre acompañado del carcelero; este hombre iba vestido con el traje a que la ley ya entonces condenaba a los judíos que usasen, y después de un profundo saludo aguardó a que el presidente le dirigiese la palabra.

Mandó el presidente que uno de los notarios leyese la declaración que se había prestado ante el consejo, lo que verificó el oficial de justicia pausadamente, y esta declaración se reducía a decir el judío Zacarías que le constaba que el difunto rey don Pedro había muerto hechizado, así como que en la actualidad estaba enfermo del mismo mal el rey don Juan; que los hechizos se habían dado a los dos en el mismo día y por disposición de una persona muy allegada a ambos, pero que sin embargo el segundo no moriría sino que al contrario debía sanar; y últimamente, que si se quería de veras la salud del nuevo rey, él se comprometía a lograrla en breve espacio de tiempo con ciertos remedios que le administraría, y que con esto quedaría comprobada la verdad de cuanto había dicho.

Textuales e históricas son las palabras de esta declaración, en que es imposible hacinar más absurdos; empero fue tomada en consideración en los tiempos en que esto sucedía por todo el consejo de un rey estimándola de grande peso, y comunicándola al tribunal. Los jueces sin embargo miraron con desdén al judío, que frío é impasible no daba la menor señal de apercibirse de cuanto pasaba en el ánimo de los jueces.

El presidente dirigióse con tono grave y severo al testigo preguntándole si era la misma declaración que había prestado ante el consejo de S. A.

—Sí, señor presidente; respondió el judío.

—¿Por qué medio habéis sabido lo que aseguráis?

—Por los que proporciona el saber y la ciencia.

—¿Sois acaso nigromántico?

—No señor, respondió el judío impasible.

—¿Cuál es vuestro oficio?

—Soy joyero.

—¿Y en ese oficio habéis aprendido a adivinar?

—Yo no adivino, afirmo lo que sé; he estudiado la astrología y la medicina, y he asistido de cerca a los dos reyes durante su enfermedad.

—¿A quién queréis designar diciendo que los hechizos han sido dados por una persona muy allegada a ambos?

—A doña Sibila Forcia; respondió el judío sin titubear, y con la mayor firmeza.

Estremeciéronse en sus asientos los jueces: al ver tanta osadía quedó suspenso el presidente; y dirigiéndose en seguida al delator le preguntó:

—¿Qué datos tenéis para dirigir acusación tan grave a una persona tan augusta?

—Los que me proporciona el saber y la ciencia.

El presidente Arbórea y los jueces horrorizados, podían apenas contener los impulsos de su odio y desprecio hacia el judío.

—¿Qué remedio es ese con el que os proponéis salvar la vida a S. A? le preguntó el presidente.

—Un compuesto exquisito de admirable secreto; respondió el judío con imperturbabilidad.

—Eso no es decir nada.

—No puedo explicarme más.

—Que apliquen a ese hombre el tormento, y veremos si son más claras sus respuestas, dijo el presidente.

Impasible permaneció la faz del judío.

—Suplico al presidente, replicó este sacando un pergamino con la mayor tranquilidad, que se digne leer este despacho con la firma y el sello de S. A.

Hizo lo así el presidente Arbórea, después de haber besado el sello y colocado sobre su cabeza el pergamino en señal de acatamiento y obediencia. Era un despacho del rey en que decía que acogía bajo su protección y salvaguardia a su buen vasallo Zacarías Ben— Jacob, que debía dar una declaración importantísima en el proceso formado contra los autores de los hechizos y conjuros dirigidos en mal de su sagrada persona, previniendo a los jueces que de dicho proceso entendieren, que se abstuvieren de compelerle por ningún medio ordinario ni extraordinario, a decir en sus confesiones otra cosa que las que le dictara su conciencia, y así mismo ordenaba que de ninguna manera fuese privado de su libertad.

La admiración de los jueces llegó a su colmo. Arbórea, que tenía más antecedentes que los demás, penetró de un golpe toda la verdad, y vio clara y distintamente la mano de la reina doña Violante empeñada en perder a la reina Sibila.

¡La conciencia de un judío! A ella apelaba el despacho del rey; a ella tenía que someterse un tribunal de aragoneses probos y honrados. La más terrible consternación se pintaba en sus semblantes; solo el judío Zacarías conservaba un continente frío, impasible, cual si no comprendiese todo el efecto de lo que pasaba a su alrededor, cual si no supiese de que funesto y terrible drama era uno de los principales autores.

Hicieron los jueces comparecer a doña Sibila, que se presentó vestida de luto, pálida, empero no tan abatida como pudiera suponerse, considerado el inmenso cambio que acababa de sufrir. Cuando se alzó el velo que ocultaba su frente, cuando dejó ver su hermoso talle, pareció la más hermosa criatura que pudiera encontrarse debajo del cielo. Había reunido tanto valor en su alma, que dejaba ver en su aspecto sobrehumano un radiante brillo; parecía iluminarse su belleza en aquel lúgubre recinto; y aunque sus ojos permanecían bajos, su frente altiva, sus cejas juntas, y la firmeza de si continente, todo demostraba la fuerza interior de aquel ser encantador y delicado, no era sobre el banco de los acusados la víctima abatida y aterrada con lo que estaba presenciando, era una joven inocente que con toda la libertad de su alma, se sublevaba contra la fuerza brutal, por formidable que esta fuese.

Sibila entró con paso firme y sosegado rostro; una sonrisa de desdén dejó asomarse a sus labios al mirar el aparato del tribunal; parecía que los jueces eran los que iban a sus juzgados, no ella, según la calma con que se manifestaba su conciencia. Los miembros del tribunal al entrar doña Sibila descubrieron sus cabezas y se levantaron por un movimiento espontáneo. Antes que la reina pudiera sentarse en el banco de los acusados, al que se dirigía sin titubear, el presidente la presentó un sillón, en el que se colocó con la mayor indiferencia.

Señora, dijo mosén Arbórea respetuosamente, con pesar ejercemos el terrible ministerio que nos impone la ley, y necesidad de proceder contra V. A. en esta causa; sin embargo, esperamos que la inocencia de V. A. desvanezca acusación intentada, y V. A. se dignará perdonarnos uno procedimientos que no está en nuestra mano el evitar.

—Señores, contestó la reina, hablando al tribunal con Ia misma calma e impasibilidad que pudiera hacerlo sobre su trono en los regios salones del palacio mayor de Barcelona; o me estimaría muy en poco si me abatiese a contestar a cargos absurdos, desnudos de todo fundamento y en favor de los cuales no existe ni aun la menor presunción. Mis enemigos pueden ultrajarme cuanto quieran; débil mujer, tan débil hoy cuanto poderosa antes, estoy enteramente a su merced; empero no reconozco en ninguno de ellos el derecho de juzgarme, ni contestaré a pregunta alguna que pueda dirigírseme.

—V. A. tiene razón, señora, respondió el presidente lleno de angustia; pero no como tribunal, señora, como amigos celosos nos atrevemos a suplicar a V. A. que nos proporcione los medios de salvarla. Absurda parecerá la acusación de hechizos y conjuros que tiene contra ella hasta vuestro mismo interés; mas esa acusación ha sido propalada por el populacho, y ahí tiene V. A. un hombre que la sostiene en una declaración prestada, ante el consejo del rey.

Siguió entonces la reina con la vista la dirección de la mano del presidente, y lanzó al judío una mirada de altanería y desprecio; pero el judío permaneció—  inmóvil delante el sombrío tribunal, y por una ausencia del espíritu que algunas veces parece abandonar nuestro cuerpo y alejarse de él en el momento del peligro, el pensamiento del judío entonces estaba lejos de allí, se hallaba en el gabinete de la reina Violante, y escuchaba los funestos proyectos de esta mujer, así es que permaneció sumido en la más profunda meditación hasta que la reina le llamó la atención diciendo en alta voz:

—Que vuelva a repetir su declaración, y al mismo tiempo le lanzó una desdeñosa mirada.

—Está… está… está escrita, prorrumpió tartamudeando el judío Zacarías ya la han oído los jueces.

—Salid de aquí, le dijo la reina con dignidad; y el judío confundido, sin desplegar sus labios, salió del tribunal, abriéndolo los guardas un ancho paso para no rozarse con él.

La mujer inocente, que existe como tal en la convicción y en el ánimo de los jueces en cualquiera posición de la vida en que se encuentre, por hondo que sea el abismo en que la precipite la desgracia, es siempre reina, triunfante y feliz.

—Horrible es el proceder que se ha observado con una reina, añadió después Sibila, dirigiéndose a sus jueces con la mayor entereza, cuando aún no están frías las cenizas de su esposo y rey; yo no puedo creer que hayáis tomado parte en tamaño crimen, y os diré cuanto diría a mis defensores si fuese legalmente juzgada. Ignoro el origen de esta funesta voz acerca do los hechizos y conjuros, que solo puede haber inventado la rabia de mis enemigos; mi conciencia está tranquila, y respecto a la acusación de haber abandonado a mi esposo en su lecho de muerte, lo he hecho por su expreso mandato dado de viva voz delante de las gentes de su corte. Si el buen rey tenía razón cuando así me lo mandaba, díganlo las consecuencias; dígalo el verse en vuestra presencia como una culpable la que hace pocos días ocupaba el trono de Aragón. Si yo debí obedecer la orden de mi esposo de huir de Barcelona, respondan por mí los horribles gritos de la desenfrenada muchedumbre que sediciosos llegaban al través de las ventanas de mi palacio. En cuanto a la suposición de haberse sustraído las alhajas de palacio, rubor me cuesta ¡oh jueces! el decirlo, pero mirad cual era el estado de desorden y abandono en que todo se hallaba y juzgad la avaricia de la mujer que me persigue, mujer poderosa hoy porque es vuestra reina cual yo lo fui ayer: si piensa que yo de mi propia voluntad he de despojarme de mis bienes para enriquecerla, se equivoca; jamás daré la orden de la entrega a los alcaides y guardadores de las villas y castillos que me pertenecen, y estoy segura que los defenderán.

El acento de verdad y la firmeza con que Sibila pronunció estas palabras en su defensa, la convicción en que se hallaba ya de antemano el ánimo de los jueces, todo los disponía en su favor. Iba ya a retirarse del tribunal, cuando llegó un mensajero del palacio, y entregó al presidente un despacho que abrió inmediatamente. No bien lo hubo leído cuando exclamó consternado:

—¡Esto es imposible! esto es ilegal, absurdo!

Los demás jueces se levantaron; lo rodearon; y comunicándoles el presidente en secreto el contenido del mensaje, hicieron iguales exclamaciones, dejando ver en aquellos pálidos y severos rostros curtidos por la edad la más viva agitación.

Mosén Arbórea tomó la palabra, y dirigiéndose al mensajero le dijo:

—Esta orden es ilegal, y no puede tener ejecución porque lo impiden los trámites del proceso.

—Nada de eso entiendo, contestó el mensajero; pero debo responder con mi cabeza de presenciar el cumplimiento de la orden.

—¿De qué se trata? preguntó doña Sibila, levantándose llena de sobresalto.

—Leed, señora, contestó el presidente, tomando el pergamino de la mesa, y dándoselo a leer.

Leyólo la reina; anubláronse sus ojos; faltáronle las fuerzas, y cayó en el sitial casi sin sentido. El golpe era demasiado fuerte para que pudiese resistirlo. El despacho contenía la orden de que inmediatamente se la pusiese a cuestión del tormento, para que así confesase sus supuestos crímenes, y venia autorizada con el sello y con la firma de don Juan I, rey de Aragón. Esto es histórico.

De buena gana quisiéramos correr un espeso velo y ocultar la horrorosa escena que se siguió. La orden por la cual un rey y un hijo mandaba dar tormento a la mujer de su padre y aún la reina, y sin un solo protesto racional que justificase determinación tan bárbara, ¡fue ejecutada!

Sibila a pesar de la fortaleza que tenía en su conciencia, al verse rodeada de los verdugos, ella a quien los ricos hombres no llegaban sino doblando la rodilla, al sentir el contacto de las manos brutales acostumbradas a manejar los tormentos, y al ver aquellos torvos ojos que esparcían el fluido de la muerte, Sibila se estremeció horriblemente; cayóse desmayada en el sitial que la cortesanía de los jueces le ofreciera, y acompañada del llanto de estos jueces, ministros inexorables de una orden que repugnando a su corazón no podían empero revocar, se preparó al cumplimiento de la orden superior por la que a pesar de ser reina iba a ser interrogada en la cámara del tormento.

Terrible fue aquel momento para la joven reina, al entrar en una cueva subterránea, bastante grande, y a la cual se bajaba por muchos escalones en forma de caracol; aquel era el lugar donde debía sufrir el suplicio. Los verdugos vestidos de un largo sudario aguardaban en el mayor silencio y con los brazos cruzados en medio de los numerosos instrumentos del suplicio. Los jueces que debían asistir a la ejecución, parecían por su consternación más bien los destinados e sufrir el tormento que a presenciarlo. En medio de la rojiza luz que reverberaban las hornillas encendidas para calentar los hierros instrumentos del tormento, veíase una forma blanca tendida en el suelo; aquella forma blanca era la condenada, medio despojada de sus vestidos, era una reina a quien su ingrato hijastro ordenaba dar tormento. Hizo un ligero movimiento, se estremeció, y se la presentaron sales y esencias para acabar de reanimar su espíritu; abrió al fin los ojos, y comenzó la terrible escena.

Sibila se hallaba blanca, tan pálida como si toda su sangre se hubiese retirado de sus venas; su cuerpo caído pendía de los brazos de los verdugos que la levantaban, de los verdugos que tocaban aquel cuerpo a quien no había osado tocar el enamorado conde de Palas, aquella mujer que era la gala de Aragón y Cataluña. Colocáronla en el caballete, y envolvieron su pequeño y lindísimo pie desnudo entre dos planchas de hierro estrechamente liadas, y entre las que a pequeños golpes de martillo intentaban meter una cuña que penetraba hasta los huesos destrozando las carnes.

Los verdugos daban y levantaban lentamente el martillo, cuando de repente la puerta se abre con horrendo estruendo que resonó en aquellas espantosas bóvedas, y entró el conde de Palas. Sus ojos lanzaban relámpagos de ira, y todo su cuerpo se estremecía de furor y de cólera. Corrió a la víctima, cortó con su espada las correas que la sujetaban, y deshizo él mismo el horrendo aparato que se había puesto en aquel pie delicado con una ternura sin igual, empero estremeciéndose de indignación.

Los jueces celebraban en su interior aquel acto de violencia que impedía consumar tan bárbaro sacrificio. Sibila, que hasta entonces desmayada y medio muerta apenas tenía idea de lo que pasaba a su alrededor, vio repentinamente disiparse la niebla que empañaba sus hermosos ojos y reconoció al conde de Palas, permaneciendo apoyada sobre su seno, y rodeando el conde su ligera y esbelta cintura con sus robustos brazos.

El conde de Palas, sabedor del horrendo trato que se preparaba a la reina, no consultando más que su valor e indignación, juntó un puñado de valientes que penetrando en la torre de Dembibes, merced a las inteligencias que en todas partes podía procurarle su alta posición, logró arrancar a la reina de mano de sus verdugos en el instante mismo en que la venganza de Violante iba a causar su muerte, no por la espada de la justicia sino por la atrocidad del tormento exigido para arrancarla una prueba.

Palas, a pesar de intentarlo evitar el mensajero del rey, salió entre las espadas desnudas de los hombres que había apostado a la entrada de la torre, y llevó a Sibila en sus brazos.

Algunas horas después la hermosa prisionera se hallaba al abrigo de sus perseguidores en el palacio particular del conde de Palas, rodeada de todas las dulzuras que puede reunir el poder y el amor; se encontraba en su atmósfera natal, y las tinieblas del calabozo, los horribles resplandores del fuego de las hornillas que ardían en el cuarto del tormento, todo había desaparecido como una tempestad que huye del horizonte lanzada por un viento puro y bienhechor.

El conde de Palas, cortésmente inclinado hacia ella, la presentaba en una copa de oro con qué reanimar sus abatidas fuerzas, y Sibila con una mirada que revelaba el amor y el agradecimiento, la llegaba a sus pálidos labios. Todo se reunía ya en aquella venturosa estancia, y la libertad y el aire puro penetrando en el seno de Sibila, comenzaban a reflejar sobre sus facciones sus hermosos colores y sobre sus pálidos labios una brillante y animada sonrisa.

Al día siguiente doña Violante quiso restablecer en la prisión a su rival; pero la historia ha dejado consignada la noble y honrada conducta de los jueces, que aprovechándose de la dilación ocasionada por el golpe atrevido y audaz del conde de Palas, protestaron enérgicamente contra el sacrílego mandato del consejo, probando cuan ilegal y absurdo era, y logrando por la intervención del cardenal de Aragón y legado del papa, don Pedro de Luna, salvar la vida a la infeliz Sibila a pesar del empeño con que sus enemigos querían su muerte.

Cuenta la historia que todos los defensores de doña Sibila fueron desapiadadamente degollados, y que el conde de Palas en el momento que salía un día de su palacio fue atacado alevosamente por una turba de asesinos que le dejaron como muerto.

El conde de Palas, sin embargo, no había muerto: próximo a morir por las heridas recibidas, se había alejado de Barcelona y ocultándose para evitar la suerte que se reservaba a lodos los defensores de doña Sibila.

Cuando la reina doña Violante vio a Sibila sola, cuando ya nadie osaba levantar la voz en favor de la misma, cedió a la intercesión del cardenal Luna, la concedió la libertad y la señaló para vivir veinte y cinco mil sueldos anuales: siendo lo más raro del caso, según está consignado en las historias y crónicas de aquellos tiempos, que continuó viviendo en el palacio mayor de Barcelona hasta la muerte de su hijastro.

A causa de haber declarado la reina doña Violante hallarse preñada, lo cual resultó ser falso y una impostura para conservar por más tiempo su poder, tuvo que salir Sibila del palacio.

Cuando Violante pasó a vivir al palacio mayor de Barcelona bajo la vigilancia de las matronas, trató de despojar de él a su víctima, haciéndola salir de aquel asilo del que no había osado despojarla su mismo hijastro, y mandó al capitán Rogerio que fuese a intimarla de su parte que abandonase aquella estancia.

—Señora, la dijo el capitán Rogerio con los ojos llenos de lágrimas, vengo a anunciaros una triste noticia....

—¿Qué noticia triste será la que pueda añadirse a mis penas, preguntó sin conmoverse Sibila? Hablad Rogerio, no temáis; nada puede afligirme más de lo que yo estoy.

Efectivamente, Sibila desde la muerte del conde de Palas, rechazando todo consuelo, se consumía en lánguida tristeza en el palacio mayor de Barcelona.

—No; es una desgracia la que vengo a anunciaros; empero tal vez de ella podrá resultaros algún consuelo. ¿Estáis contenta señora, en esta morada?

—Sí, respondió la reina; mi dolor encuentra aquí objetos de que alimentarse; recuerdos que me halagan sin cesar; y por eso, Rogerio, deseo permanecer aquí.

—¡Ah señora! vuestra vida es una lenta agonía. Dios a quien rogáis noche y día tan piadosamente, os prohíbe adelantar el término, como lo hacéis, de vuestros días; él los ha señalado.

Mi reina y señora doña Violante me manda deciros que quiere y ordena Perdonad esta palabra, señora....

—Y bien ¿qué ordena de mí, vuestra ama y señora? Preguntó con altivez la reina Sibila.

—Que abandonéis inmediatamente el palacio mayor, respondió Rogerio con cierta confusión, dándoos por retiro en el Ampurdán el pueblo que escojáis.

—Eso es demasiado, gritó indignada Sibila. No me abatiré a suplicar a vuestra ama que me conceda el favor de vivir aquí los pocos días que el cielo quiera concederme; yo saldré de su casa, donde se me rehúsa un abrigo hospitalario; pero yo le niego el derecho de fijarme el punto de mi morada. Yo iré a la corte de Navarra, cuya reina es mi amiga y no me rechazará; iré a arrojarme en sus brazos, y partiré hoy mismo. Me conduciréis a Pamplona, buen Rogerio.

—¡Ah, señora! yo no me pertenezco a mí propio; un juramento me encadena a los muros de Barcelona. Mi amo me manda aguardarle a él hasta mañana; perdonadme.

—Os perdono, Rogerio; así es como deben suceder las cosas. Yo no estoy en el poder, he caído de mi grandeza, y me abandonáis.

—Señora, yo no he merecido esa reprensión.

—No hablemos mis, contestó la reina; me queda aún bastante oro para pagar una compañía de lanzas que me acompañe, y el guardián de Montserrat me la buscará.

—Ha marchado a Valencia, señora, llamado por el rey de Aragón.

—¡También ese!.... Todo huye delante de mí como si estuviese contagiada. Enviadme al menos un jefe para mandar esa escolta; buscadlo entre aquellos caballeros que me—  eran adictos, y decidle que le pagaré bien.  —23 —

— No hay más que uno, señora, que pueda serviros.

—Con qué estoy enteramente abandonada, exclamó Sibila, vertiendo un torrente de lágrimas, hasta entonces a duras penas retenidas. ¡Sola sobre, la tierra! ¡Ah! mi hijo y mi marido han muerto; mi hijastro ha sido mi más cruel enemigo.

No tengo ningún pariente, ningún amigo.... ¡Ah!.... tenía uno, leal y fiel hasta el último suspiro.... aquel no me hubiera abandonado; aquel.... ¡Pobre conde de Palas! Tan noble, tan gallardo.... su brazo hubiera sido el apoyo de la débil viuda, de la madre desconsolada que vio antes que su esposo expirar su único hijo. Palas hubiera enjugado mis lágrimas, hubiera guiado mis pasos vacilantes hasta el asilo donde está señalada mi tumba; pero también le han muerto ¡Ah Palas.... Palas.... infeliz Palas!.

—Valor, señora, respondió Rogerio sollozando como ella. Dios tal vez en vuestro infortunio os ha conservado un consuelo; os queda un fiel servidor.... un pariente....

—No, Rogerio; de ninguno, de ninguno puedo confiar.

—Me rogaba con insistencia que no os dijese que había escapado de la muerte.

—¿Quién? preguntó Sibila sorprendida.

—Sí, ha escapado de la muerte; de una muerte decretada sin piedad, y que no había merecido

—No comprendo, buen Rogerio dijo Sibila palpitando y enajenada de cruel ansiedad, porque no, no; no es posible...

—Sí, señora. Ahora que ha dado su alma a Dios ese rey débil, Juan I, y que de consiguiente queda aún en la expectativa del poder, por si tuviese un heredero, la reina doña Violante, el pobre caballero, el que ha callado tanto tiempo por no comprometeros y suscitar nuevas persecuciones, no teme mostrarse a vuestros ojos.

—¿Un pariente decís?

—Sí; una inocente víctima del más injusto odio.

—¿Del odio de quién? ¿de mi marido?

—No, señora; de vuestros hijastros.

—¡Por piedad, Rogerio, nombrádmele!....

—Que él se nombre más bien, porque yo he ofrecido no decirlo; pero aquí está.

Sibila dio un grito penetrante; acababa de presentarse delante de ella el conde de Palas.

—¡Es él!...¡Virgen Santa!

El conde de Palas dobló una rodilla, y se echó a sus pies.

—Soy yo, señora, dijo con una voz sofocada por la emoción, yo, el pobre desvalido de quien ahora mismo compadecíais su suerte, por quien os he oído llorar y echarle de menos.

Los cuidados del guardián de Monserrat, a quien ya otra vez debí la vida, o más bien a vos, señora, me la han conservado hasta hoy. ¡Oh, cuántas acciones de gracias debo al cielo!

—¿Luego no había mi hijastro cometido el crimen atroz que tanto he llorado?

—No, señora. Caí herido; amigos que velaban por mí me levantaron cuando tenía perdido el conocimiento; después....el guardián de Monserrat me ha asistido. Conocí que mi presencia hubiera sido la serial de nuevas persecuciones a mi reina, porque vos siempre lo seréis para mí, y he vivido oculto, desconocido, hasta que he creído poder otra vez seros útil.

—Yo condenada a llorar lodo el resto de mi vida; arrojada del palacio donde viví como reina, me encerraré en un monasterio.

—Yo también, señora, contestó con profunda tristeza el conde de Palas.

—Vos no; ¿por qué? ¿Qué tendré ya que hacer en el mundo cuando vos no estéis en él, señora? Hoy soy libre; me he consagrado a vuestro servicio, y además sabéis que soy vuestro caballero, nombrado por vuestro mismo esposo en el lecho solemne de la muerte pocos momentos antes de morir.

Doña Sibila estremecida apenas podía respirar.

—Si os dignaseis confirmarme ese título de honor, continuó el conde de Palas animándose cada vez más, confiadme el mando de vuestra escolta hasta Pamplona, hasta Castilla, hasta donde, queráis marchar....

—A pedir asilo y protección ante una de las reinas con quien nos unen los lazos de la sangre.... Si, recurriré a la reina de Navarra, que era parienta de Pedro IV, y lo es también vuestra, que os ha benignamente acogido durante vuestra estancia en Pamplona, y que sin duda se alegrará de volveros a ver.

—Pero ¿me permitiréis mandar vuestros hombres de armas?

—¡Ah! vos solo me quedáis en este mundo, Palas....

—Y vos sola, a mí también, Sibila.... Abandonemos al instante este funesto palacio.

Bien pronto todo quedó dispuesto para la partida de la reina y de su generoso caballero.

Durante su largo viaje al través de los Pirineos, el corazón de Sibila, herido con tantos golpes se cicatrizaba — 24 — poco a poco; y al recibir los respetos de los aldeanos y habitadores de los pueblos por donde pasaban, parecía que una nueva existencia comenzaba en ella. Muchas veces Sibila, recordando su pasado esplendor lloraba la memoria de Pedro IV, y lloraba sobre todo el hijo de sus afecciones que tan funestamente había perdido. El conde de Palas, su buen caballero, lloraba con ella.

En Pamplona la reina de Navarra la recibió como una hermana, la alojó en su palacio, y ya no se oyó hablar más de su proyecto de retirarse a vivir en un monasterio. El rey de Navarra se mostró justo apreciador del mérito eminente del conde de Palas, y levantó tan alta la fortuna de este noble caballero, que en pocos años llegó a representar en Navarra tan principal papel como el que había representado en Aragón.

Las penas de la reina doña Sibila y las del conde de Palas se fueron olvidando, y aun pudieron gozar largo tiempo sobre la tierra una felicidad que apenas hubieran osado soñar en el cielo.

La reina doña Violante vio frustradas sus esperanzas de embarazo; y recayó sobre ella el ridículo de haber mantenido después de la muerte de su débil esposo don Juan I, vanamente en expectación, las esperanzas de todo un pueblo, y privada del poder lloró largos años en un monasterio la maldad con que había perseguido a la desgraciada Sibila tan bella como virtuosa, y cuyos perseverantes infortunios parecerían a nuestros lectores una fábula si no estuviesen acostumbrados a que todas las novelas que hemos escrito tengan por base y fundamento la historia y la crónica de los siglos, de donde sacamos los argumentos de nuestras dramáticas narraciones.

 

EL CONDE DE FABRAQUER

 

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[2] Menestral: persona que tiene un oficio mecánico. (Diccionario de la lengua española, RAE)