DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Periódico para todos. 12/2/1874, año III, n.º 43, pp. 676-678.

Acontecimientos
Personajes
Enlaces
Perez de Castro, J. L. "El origen de las" ánimas" y su presencia en la etnografía del Eo (Asturias)." Revista de Dialectología y Tradiciones Populares 34 (1978): 273-290.

LOCALIZACIÓN

GENICERA

Valoración Media: / 5

La leyenda de los muertos

Las nieblas que desde octubre a enero envuelven entre sus pliegues a los pueblos y aldeas de la montaña de León, guardan cuidadosamente en el día las mismas tradiciones y consejas que guardaban diez siglos ha; los mismos malignos duendecillos nocturnos que se entretienen en enredar tradicionalmente el nevado vellón en las ruecas de las jóvenes hilanderas; las mismas brujas que espían acurrucadas detrás de las chimeneas, envueltas entre el humo del hogar, el momento en que se acuestan las viejas y las muchachas para apagar con un soplo pavoroso las teas de resina que chisporrotean delante de las imágenes de los santos, denegridas ya por la ardiente devoción de la familia durante muchos años.

Sobra todo, no tratéis de explicar con la luz de la ciencia del progreso todos esos misterios que yacen envueltos entre las mismas sombras por espacio de muchas centurias, porque los buenos montañeses os darán un mentís con toda su rústica sencillez...

Ni menos pongáis en duda las cosas sobrenaturales que suceden en determinados sitios durante la terrible vigilia de los muertos; esto es, desde la hora de vísperas del día 1." de noviembre hasta la de maitines del día siguiente.

Lo menos mal que podrá proporcionaros vuestra despreocupación, es que os dejen sin cenar aquellas buenas gentes, y que al pasar por delante de las robustas aldeanas, os hagan la señal de la cruz, lo mismo que si vieran al espíritu de las tinieblas.

Todo lo cual podéis evitarlo con un poco de credulidad, siquiera sea fingida; con esto quedan contentos vuestros comensales, añaden un tronco de encina en la chimenea, una jarra de la buena sidra del país yos cuentan bonitamente LA LEYENDA DE LOS MUERTOS.

Figuraos una montaña alta y descarnada, por entre cuyas eternas nieves apenas se abre paso la vegetación en los meses del estío; el granito disputa el sitio a la tierra de aluvión, de modo que sólo se ven en su cima algunos miserables pinos, destinados a atraer las chispas eléctricas durante las tempestades de julio; el resto del invierno hacen destacar su seco y descarnado ramaje entre los témpanos de hielo que los rodean, y sirven cuando más para que algún aguilucho descanse de una larga jornada entre sus copas sin verdura.

Esta eminencia se aplana de repente en su base, formando una especie de brusca cortadura que encajona un vallecito de poco más de una legua, el cual guarda toda la rica vegetación que ha robado a la montaña.

Hoy sólo se ven entre sus chopos olivares y retama silvestre, algunos cercados de piedra, un arco de ladrillo cubierto de musgo y dos o tres tapias de tierra y bálago, restos do una aldea que existió en aquel sitio hace muchísimos años, al decir de las gentes, por más que su nombre no haya llegado hasta nosotros, lo cual indica que no debió ser muy célebre en la historia.

La aldea tenía una posada, y ésta un propietario a quien llamaban en el país maese Juan, sin que a este nombre siguiera más mote o apellido, cosa que, al parecer no quitaba el sueño al susodicho posadero, bastándole sin duda para su tranquilidad con el crédito de la casa.

Dicen las gentes que aquel hombre era de una avaricia extraordinaria, lo cual, a mi entender, es una de las condiciones que hermana la profesión.

Las comadres de la aldea le hablan pronosticado no sé cuántas series de catástrofes realizables en un período de tiempo más o menos largo; pero maese Juan se reía a mandíbulas batientes, como vulgarmente se dice, porque había entrado ya en el sexto lustro de su vida, disfrutaba de una salud de hierro, y tenía su bolsa de piel de gato henchida de relucientes ducados que producían en sus oídos una armonía más delicada que los cánticos de los arcángeles y querubes en el paraíso terrenal.

Sobre todo, lo que los vecinos de la aldea llevaban muy a mal es que maese Juan tuviese abierta la puerta de su posada después de puesto el sol en el día 1º de noviembre.

¿Con qué objeto?

Público y notorio es en las aldeas que durante aquella vigilia solo transitan por los extraviados senderos de la montaña algunas almas en pena, que por permisión divina vienen al mundo en tal noche en busca de sufragios.

¿Qué gasto pueden hacer en las posadas semejantes viajeros?

También suelen verse en los caminos; y de esto había en la aldea muchos testimonios, tal cual bruja montada en la caña de una escoba, algún duende columpiándose maliciosamente en la rama de un árbol, etc.

Pero maese Juan, a todas estas juiciosas observaciones se encogía de hombros y hacia oídos de mercader atizaba el farol que ardía en el zaguán y esperaba.... esperaba la llegada de un escudo u otra clase de moneda, aunque fuera de estirpe más humilde.

 

I.

 

Acababan de doblar en la parroquia el toque de ánimas, algo adicionado aquella noche por celebrarse la fiesta de los difuntos, y ya se disponía maese Juan a cerrar la puerta de su establecimiento, cuando creyó percibir una extraña silueta en el sendero que enderezaba a su casa. En medio de la oscuridad de la noche, que era una de las más crudas del invierno, vio brillar dos puntos fosforescentes como los ojos de un gato enorme que se acercase.

Acordóse en aquel momento de las predicciones de las comadres de la aldea, y quiso cerrar violentamente la puerta, pero no pudo. Una fuerza superior lo tenía clavado en el dintel, sin ser dueño de disponer de sus movimientos.

La sombra seguía acercándose velozmente y maese Juan oía claro y perceptible el ruido de dos ferrados zapatos de viaje en la tierra endurecida por el hielo.

Por último, el posadero sintió como que le arrojaban a boca de jarro estas dos palabras

—Cama y cena.

Tras esto oyó un ruido formidable; era la puerta, que, impulsada por una ráfaga de viento, se cerraba violentamente.

Cuando quiso recordar, se vio en la cocina frente a un hombre pálido y enjuto, de larga y sedoso cabellera, cuyos bucles se le escapaban por debajo de las anchas alas de un sombrero de fieltro, cayéndole sobre la esclavina de una especie de tabardo negro, que envolvía toda su persona como un sudario.

Aquel hombre era joven aún, y tenía la melancólica y sombría belleza de un ángel caído. Maese Juan, sin saber por qué, temblaba en su presencia.

Andaba de un lado a otro sin saber lo que le pasaba preparando una cena inverosímil y un lecho más inverosímil aún; de vez en cuando dirigía una curiosa mirada de soslayo al viajero, que se calentaba al fuego del hogar sin cuidarse para nada de las idas y venidas de aquel.

La luz de la lámpara y el resplandor rojizo de las brasas no eran suficientes a apagar el fulgor fosforescente de aquellos ojos negros como el pesar e inquietos como el presentimiento.

Ni el traje ni la figura de aquel hombre eran del país; maese Juan no recordaba haber visto nunca a nadie que se le pareciese; además, creyó advertir en su acento un tonillo extranjero.

Entre las varías cosas raras que rodeaban la aventura, la que más se lo pareció al posadero fue la de que el caminante comió y bebió de la mejor manera posible, encontrando inmejorable un fementido arroz con bacalao, y delicioso un vino que poseía todas las cualidades del rejalgar.

Maese Juan no se hacía ilusiones, y sabía perfectamente lo que se servía en su casa.

Terminada la cena, el joven pidió tintero y papel, y precedido del posadero, subió a una especie de zaquizamí a teja vana pomposamente decorado por éste con el nombre de habitación.

Maese Juan le deseó muy buena noche, entornó la puerta, haciendo maquinalmente la señal de la cruz y bajó a la cocina.

 

III

 

Era una noche bien horrible a fe aquella de que os estoy hablando, por más que ni vosotros ni yo la hayamos conocido.

Pero todos los que lo saben por tradición, están contestes en afirmar que a las tres de la mañana: cuando el campanero desde la torre doblaba el tercer toque de la vigilia, zumbaba el viento de una manera formidable, arrancando témpanos de nieve de la montaña y pedazos de tierra y bálaga de las techumbres; la oscuridad era completa, difundida por pardas y cenicientas nubes, muy bajas a la sazón, que despedían una lluvia fina y helada.

Maese Juan, a quien la presencia del joven en su casa traía algo desvelado, al sentir estremecerse en sus goznes las puertas de la posada, encomiaba interiormente las excelencias de la lana tejida bajo la forma  —pág-677 — de enjalma, que era lo que adornaba su lecho, y no pedía menos de compadecer al infeliz a quien tal noche hubiera sorprendido fuera de su casa. De pronto..

Creyó oír un ruido misterioso y particular, como si procediese de la habitación ocupada por el huésped.

Pero, ¡bah!

 ¿Qué podía ser todo aquello más que una ráfaga mansa de viento filtrándose por debajo de alguna puerta, o por entre el seco ramaje de los árboles de su huerto?

Dio media vuelta en la cama y procuró conciliar el sueño.

¡Vana porfía!

Aquel ruido tenue y melancólico al principio, fue haciéndose más claro y perceptible, adquiriendo una forma menos grave y más concreta; de ser un rumor leve, en el cual no tenía parte el viento, ni la campana de la torre, pasó a la categoría de armonía ruda, formidable y terrible; de la de los sonidos combinados por una mano o por algo, de lo que hasta entonces el posadero no tenía noticia.

Dio un empuje rudo y saltó fuera del lecho; por un movimiento instintivo llevó su mano derecha a la cabeza; tenía el cabello erizado.

De repente una voz murmuró en su oído; Dies irae... Maese Juan cayó al suelo de rodillas sin darse cuenta de lo que le pasaba; una convicción interior, desconocida para él, que en aquel instante no tenía conciencia de su situación, le advertía que aquellas misteriosas palabras, cuyo sentido no comprendía, y aquella armonía extraña y terrible a la cual hacía eco la campana de la torre, doblando en la oscuridad, debía oírse de rodillas, porque algo invisible y abstracto pasaba por él en tal momento, haciéndole doblar la cabeza y las rodillas.

IV.

 

A una noche de ventisca y huracán sucedió un hermosísimo día, por uno de esos fenómenos meteorológicos que son tan frecuentes en la montarla.

 Cuando maese Juan pudo darse cuenta de todo lo que le rodeaba, vio que el sol debía haber aparecido hacía rato; vistiese apresuradamente, y pensando siempre en el viajero, de la noche anterior, se dirigió hacia su habitación: la puerta estaba abierta y la estancia vacía.

Pero el viajero no era un petardista; antes de partir, y lo hizo bien de mañana, satisfizo al mozo de la posada el gasto que había hecho. Maese Juan estuvo preocupado todo el día y no cesó de entrar y salir del desván que había ocupado aquel.

En una de aquellas visitas, tal vez sin objeto, reparó en un papel que había extendido encima de la mesa y que indudablemente debía pertenecer al viajero, puesto que Maese Juan no lo reconoció como de su pertenencia. Algo sabía de letra, el buen posadero; pero los caracteres que adornaban aquel documento no eran los signos convencionales de la imprenta, aunque había en ellos algo de escritura.

Maese Juan no habla visto nunca cosa padecida; aquel papel tenía varias líneas horizontales, separados de cinco en cinco, con espacios iguales entre sí por ser paralelas; sobre aquellas líneas y espacios se veían puntos redondos marcados con tinta sobre trazos, más o. menos largos, unidos por los extremos con dos y tres rayas, signos, divisiones, y debajo palabras en un idioma desconocido, cuyas sílabas se separaban de una y de dos en dos.

La ignorancia del posadero no le dejaba comprender que aquello era música escrita en un papel a propósito. Y por lo mismo que no lo entendía le llamó la atención hasta el punto de colocarlo en un marco de madera y ponerlo en una de las paredes de su aposento, junto a una imagen de la Virgen del Carmen. Así las cosas, pasó un mes, y otro y otro, hasta completar el número de doce, qué entonces como ahora, componían un año.

Es decir, que era la noche del 1.° de noviembre, y que el posadero, más precavido, cerró la puerta de su casa al ponerse el sol; cerró y se metió en la cama, no teniendo otra cosa de más interés en que ocuparse.

E1 viento soplaba por la parte de fuera, arrancando la nieve de la montaña, y trozos de tierra y bálago de la techumbre de las casas, y el campanero desde la torre tañía pausadamente el toque de difuntos.

Eran las doce.

Maese Juan había echado ya el primer sueño, el ruido del viento y el toque de la campana le desvelaron; en la estancia habla upa melancólica lamparilla que difundía una claridad escasa y un tufo más que regular.

El posadero fijó maquinalmente sus ojos en el cuadro que encerraba el papel del misterioso viajero, y no pudo menos de estremecerse; creyéndose víctima de una ilusión, se incorporó en el lecho y abrió desmesuradamente los ojos.

Todos aquellos puntos negros, líneas y signos extraños que había sobre el papel, comenzaron a agitarse, tomando poco a poco la forma de otros tantos descarnados esqueletos en varias posiciones que se movían y chocaban unos con otros, produciendo ese sonido acre y seco de los huesos que se juntan en un cementerio.

Era una danza fantástica y vertiginosa, como la que representaban antiguamente aquellas pinturas que se veían en las tapias de los cementerios conocida con el nombre de dama macabra.

Y para que nada faltase en tan singular escena, maese Juan empezó a oír aquella música conmovedora y tremenda que un año antes había herido sus oídos, mientras que los esqueletos recitaban en fúnebre coro las palabras escritas al pie de las líneas al compás de su danza, cuyas palabras helaban la sangre en las venas del posadero.

Dies ira, dies illa,

solvet seclum in favilla,

temíe David cum Sybilla.

No habla medio de dudar, ni atribuir aquello a una ilusión de sus sentidos; maese Juan lo veía y oía perfectamente; los esqueletos saltaban acompasadamente sobre el papel, y las descarnadas encías se movían para dar paso a las palabras del texto latino, y aquel canto fúnebre, que recordaba a la vez la Iglesia y el cementerio, era acompañado por un instrumento desconocido, de sonidos cavernosos y terribles, formando cadencias que bien podían llamarse de Ultra-tumba.

La luz del nuevo día le sorprendió al posadero de rodillas al pie de su descompuesto lecho, medio aterido de frío, con la vista siempre fija en aquel extraño papel.

Pero la música y los esqueletos habían desaparecido; solo quedaban las notas limpias sobre los trazos.

Al año siguiente volvió a repetirse la misma escena durante la sombría y terrible vigilia de los difuntos.

Maese Juan no pudo resistir más.

Se vistió apresuradamente y salió da su casa por la puertecilla del huerto para no despertar a los criados.

Iba a un monasterio de benedictinos que había al pie de la montaña a fin de confesar aquel caso que tomaba por un aviso del cielo, pues le escarabajeaban en la conciencia algunas cantidades no justificadas que tenía costumbre de poner en las cuentas de los viajeros desde tiempo inmemorial.

La noche estaba fría, serena y despejada; una de esas noches apacibles en la apariencia, durante las cuales la helada abrasa las últimas plantas qué el otoño lega al invierno, para que las envuelva al morir en un blanco sudario de nieve; la luna alumbraba con su fantástica luz los picos de las rocas, recortando las siluetas de los castaños y de las encinas que extendían sus largas ramas sin hojas como brazos descarnados de un gigante, abiertos eternamente para estrechar a otro gigante imaginario; los manantiales de la montaña no corrían, estaban aprisionados con grillos de hielo que brillaban a la luz de la luna como láminas de plata cortadas a trechos por retamares y pedruscos.

Maese Juan caminaba, caminaba siempre apoyándose en su ferrado bastón, sin el cuál hubiera caído muchas veces, porque los clavos de sus abarcas le hacían resbalar en el sendero. Parecía un espectro acudiendo presuroso a la evocación do algún mago, al conjuro de alguna bruja.

Maese Juan caminaba lleno de profunda inquietud, pensando en los esqueletos que danzaban sobre el papel en su habitación. Así llegó a un puentecillo que cruzaba un torrente delante del monasterio, cuyas ventanas brillaban en medio de las tinieblas, porque los religiosos estaban en el coro cantando maitines.

El posadero se detuvo espantado en medio del puente. Hacia la parte del convento se oía el coro de los religiosos acompañados por el órgano, cantando el Dies irae, con la misma terrible música que maese Juan oía todos los años en el interior de su aposento.

El infeliz creyó que la visión le perseguía, y cayó sobre los troncos que formaban el puente para no volver a levantarse.

Uno de los religiosos del monasterio se le encontró helado al día siguiente.

Las viejas de la aldea vieron confirmada su predicción (sic), puesto quien a su juicio el posadero había tenido mal fin.

VI.

 

Hasta aquí la leyenda que refieren a loa forasteros en todas las aldeas del contorno, asegurando, a guisa de moraleja, que el posadero había perdido su alma por tener franca la puerta de su casa después de puesto el sol el día 1º de noviembre.  —678 —

 Respecto a lo demás, no es de suponer que las notas musicales so convirtiesen en esqueletos: lo que parece más probable y lógico es, que la turbada conciencia del posadero, en combinación con las consejas del país respecto a la aparición de los muertos, le hiciese ver lo que no existía; en cuanto a la música, la explicación es más sencilla: estando próximo a la aldea el monasterio, nada tiene de particular que en el silencio de la noche llegara hasta la posada los acordes del órgano y las voces de los religiosos.

Pero aún queda el misterioso viajero que pasó la noche en la posada do maese Juan, aquella noche en que dieron principio sus inquietudes y escrúpulos.

¡Ay! Esto es más sencillo todavía, y aquí desaparece por completo el misterio que da tan fuerte colorido a la leyenda. Aquella mañana había salido del monasterio un religioso para auxiliar a un moribundo en uno de los pueblos del contorno. Terminada su triste misión, regresaba a su santa casa, cuando le sorprendió la noche en el camino.

Y como aquel territorio es sumamente peligroso en el invierno, y el buen religioso era poco práctico, resolvió pasar la noche en la posada. Desvelado sin duda por las malas condiciones del desván que le había destinado el posadero, se entretuvo piadosa y artísticamente en escribir un Dies irae muy en relación con los rezos de la Iglesia en la vigilia de los difuntos, que sin duda dejó olvidado por la mañana.

 

VII.

 

He aquí todo.

 Pero, lo repito; guardaos de poner en duda lo que os digan aquellas buenas gentes, si no queréis incurrir en su indignación y pasar a sus ojos por hereje o algo peor.

 

 

Notas

 

  1. bálago: Paja larga de los cereales después de quitarle el grano.
  2. rejalgar: m. Mineral de color rojo, lustre resinoso y fractura concoidea, que se raya con la uña, y es una combinación muy venenosa de arsénico y azufre.
  3. zaquizamí: Desván, sobrado o último cuarto de la casa, comúnmente a teja vana.
  4. a teja vana: a la vista, sin revestimiento
  5. enjalma: especie de silla o aparejo para manejar las bestias de carga
  6. práctico: que no tenía práctica en aquellos caminos, no los conocía.
  7. petardista: extorsionador

 

 

 

FUENTE

Escamilla, Pedro. “La leyenda de los muertos”, El Periódico para todos. 12/2/1874, año III, n.º 43, página 676-678

BIBLIOGRAFÍA

  • Garrido, J. L. H. (2009). “Plurima Mortis Imago: del Románico al Gótico a través de la iconografía del juicio final en la pintura medieval de la Ribera del Duero”. Biblioteca: estudio e investigación, (24), 187-208.
  • Gómez Tabanera, J.M. (1978)  “Seres y personajes M. (1976): “Seres y personajes sobrenaturales y míticos en el folklore y mitología astur”, Boletín Avriense VIII, pp. 367–383.
  • Martos Núñez, E. (1997). “Hacia una geografía legendaria de la Península: de La Santa Compaña al Cazador Negro”. Cuentos y leyendas de España y Portugal (Actas I Seminario Internacional de Cuentos y Leyendas de España y Portugal. Badajoz-Évora, 1996), 101-114.
  • Roas, David  (2001) “Entre cuadros, espejos y sueños misteriosos. La obra fantástica de Pedro Escamilla”  Scriptura,  (16): 103-118