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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La Guirnalda: Año III. Madrid, 16/12/1869 n.99, pp.381-383; 1/1/1870, pp-3-5; 16/1/1870, pág.11-12. Publicado por primera vez  en El Panorama, 8/07/1839, segunda época, n. 29 pp. 42-45; n.30 25/07/1839, pp. 61-63; n. 31 /08/1839, n.31 pp. 75-76.

Acontecimientos
Muerte del valido
Personajes
Don Alonso Pérez de Vivero, Juan II, Don Álvaro de Luna
Enlaces
Cortés, Narciso Alonso. El teatro en Valladolid. Tip. de la" Revista de Archivos", 1923.
Rodríguez, María Ceide. "El Romanticismo y la recuperación de la materia medieval: el caso de J. Morán." Nuevas perspectivas literarias y culturales (I CIJIELC). Universidade de Vigo, 2016.
Silva, A. F. (1987). “Alfonso Pérez de Vivero, Contador Mayor de Juan II de Castilla. Un traidor y su fortuna”. Hispania, 47(165), 83.

LOCALIZACIÓN

BURGOS

Valoración Media: / 5

Alonso Pérez de Vivero. Leyenda Castellana del siglo XV.[1]

 

 

D. JUAN DE LUNA

 

—Harto presto, señor, empleasteis el medio de la fuerza.

— ¿Cómo había yo de imaginar que durante la siesta en el jardín del Rey?

—¿Quién ignora que cuando una doncella con cuitas de amor se retira a  parajes apartados no lo hace jamás sin su misterio?

Ello es, en fin, ¡que hubisteis de acuchillaros con el contador mayor[2] del Rey!

 —¡Pluguiese al cielo el haberme dado tiempo para ello! Sí, allí estaba él, mi querido Fernando: oculto entre la espesa enramada de un cenador inmediato, pudo muy a su sabor complacerse con los reproches de la ingrata y reírse de mi mala fortuna.

—Según lo que me va vuesarcé[3] refiriendo, debió mostrarse asaz[4] esquiva Doña Jimena.

—¡Orgullosa mujer...! Yo la juro por el alma de mi padre que ha de lavar mi afrenta con sus lágrimas.

—Por Judas Iscariote, que a esta sazón ya la creía yo lavada con la sangre del afortunado galán.

—Así intenté ejecutarlo: más cuando quise tirar de la daga, ya había acudido a los gritos de Jimena una turba de parásitos cortesanos.

—¡Ah, mal rayo para todos los ricos-homes[5] de estos tiempos!

—Yo hubiera, sin embargo, vibrado mi tizona[6], y pardiez [7]que habría tenido el desquite de verlos diseminados a todos como espantada banda de gorriones. No es, como debes presumir, que me faltara el ánimo; pero guárdeme en trance tal de cometer tamaña imprudencia. Y no debe sorprenderte mi comportamiento a ti que sabes hace ya tiempo mi lema favorito...

—Paciencia y mala intención: el mío también, señor, a fuer de criado agradecido.

—Con efecto: el hombre que anhela vengarse, si quiere que no le salga fallida debe andar los pasos de su venganza con pies de tortuga. Así es que aunque aparenté aquietarme por entonces ¿crees tú que ha de quedar impune la ofensa por una mujer y un ruin hidalgo al orgulloso Don Juan de Luna[8], señor de muchas villas y castillos, ligado con dobles vínculos de parentesco al gran Maestre de Santiago, el muy poderoso condestable D. Álvaro de Luna...? Pues voto a tal que te engañas como un bellaco si eso has podido imaginar. Quiero aparentar que doy al olvido aquel malaventurado suceso, porque si encomendase a mis bríos la reparación, andaría la historia en lengua de todos, y quién sabe si hasta los trovadores y los juglares la tomarían para asunto de sus trovas.

—Me convence vuesarcé; y por otra parte no merece Alfonso Pérez de Vivero, que la espada del muy noble señor D. Juan de Luna se tiña con tan baja sangre: una celada[9] palaciega pudiera mejor...

—Has adivinado mi pensamiento. Cabalmente se encuentran ahora los asuntos de la corte castellana en disposición oportuna para servir grandemente a mis designios; porque ¡por Dios vivo! aunque diz que va menguando el poderoso influjo de mi tío y yerno el condestable, todavía tiene con su alteza el señor Don Juan II, suficiente valimiento para sentir en el alma que ni aún los mismos infantes de Castilla y Aragón pretendan menoscabárselo en lo más mínimo. Empero si he de llegar al logro de mi plan, he menester la ayuda de hombre merecedor de mi confianza.

—Óigame vuesarcé, perdonándome de antemano esta corta digresión.

Todavía no tengo olvidado que nací pobre, y que vuestra grandeza me ha enriquecido: que fui en mi niñez criado entre los harapos de la miseria, y que vuestra protección me arrancó con mano generosa, del seno ínfimo del estado llano, poniéndome en el de poder alternar con todos los ricos homes de la corte.

—¿Y qué quieres decirme con tales recuerdos?

—Quiero, señor, deciros que Fernando de Rivadeneira, maguer[10] plebeyo, alberga en su pecho la gratitud, como sí así place a vuesarcé, ahora mejor que nunca puede daros de ello verdadero testimonio.

—Te comprendo; replicó D. Juan de Luna con acento misterioso.

Baja la voz, porque pudieran escucharnos.

Precedido el diálogo anterior comenzaron los dos interlocutores a departir en secreto. Sus rostros se contraían malignamente durante la misteriosa conversación, cuyo interés debió irse aumentando progresivamente, según la satisfacción que se traslucía en el semblante de S. Juan tan luego como la hubo terminado.

—Tu das aliento a mis esperanzas, gritó sin poder contenerse, y poniendo al mismo tiempo sus manos sobre los hombros de su digno paje.

Después con más sosegado tono, añadió: ¿conque, en fin, tú me respondes de ese buen padre?

—Con mi cabeza si es necesario, contestó resueltamente Fernando de Rivadeneira.

—Pues corre, amigo mío; quede yo bien vengado y luego verás cómo D. Juan de Luna recompensa la lealtad de sus servidores.

—¡Oh mi digno señor! tengo ya anticipada la recompensa. A fe de hombre honrado, como os he dicho en otras ocasiones, no es la esperanza del galardón la que me induce a emprenderlo todo en pro del cumplimiento de vuestros mandatos, sino meramente el agradecimiento y la satisfacción que rebosa en mi pecho cuando puedo emplearme en servicios de vuestro agrado.

Después de pronunciar estas frases salióse cautelosamente el taimado paje de aquel aposento y su dueño, saboreándose de antemano con la esperanza de vengar lo que él llamaba su injuria, se entregó a los raptos que en la turbación de su espíritu le producían sus malos pensamientos. Recordaba la escena del jardín de palacio, en el cual introduciéndose furtivamente, pudo conseguir hablar con Doña Jimena, dama de la reina, cuyas gracias y hermosura habían encendido en su pecho la impura llama de una pasión criminal. Recordaba al propio tiempo el desvío con que la misma Doña Jimena había escuchado sus acentos de amor, el desdén majestuoso con que había rechazado sus ruegos indignos, las nobles palabras conque había afeado su torpe conducta, y el ansioso ahínco que demandaba en su socorro el auxilio de su prometido, Alfonso de Vivero. Recordaba, por último, y esto era lo que ponía colmo a su frenesí, que acaso, estando allí los dos amantes reunidos le habían divisado anticipadamente al llegar, y que tal vez Alfonso de Vivero se había ocultado por esto entre el espeso ramaje, para gozar más a su sabor de su triunfo hallándose en tal trance cara a cara con su rival.

— ¡Oh!, exclamaba D. Juan en el exceso de su cólera; pueda yo vengarme de ese hombre aborrecido y de la pérfida Jimena, y después no me importa que la justicia celeste me sepulte en el centro del abismo!... ¾382¾

—¡Loado sea Dios! exclamaba al mismo tiempo una voz desconocida que sacó al iracundo caballero de sus sombrías meditaciones.

Amen, respondió D. Juan con tono hipócrita; y volviendo sus ávidos ojos hacia una angosta puertecilla que se habría pausadamente, vio con placer íntimo penetrar en aquella estancia a Fernando de Rivadeneira, acompañado de un fraile dominico.

 

 

EL SERMÓN

 

Las escenas de que dejamos hecha mención acaecieron uno de los últimos días del mes de marzo de 1453 en cierta fortaleza que poseía el condestable en la ciudad de Burgos donde hallábase a la sazón el rey D. Juan II con su corte.

Dos días más tarde, Viernes Santo del propio año, salieron por la mañana de la misma fortaleza, con el objeto de visitar las estaciones, tres hombres encubiertos cuidadosamente bajo sus anchas capas. Después de haber excitado la curiosidad de los habitantes de la ciudad en varios templos, se dirigieron finalmente a la iglesia de Santa María, en la cual se encontraba el Rey con muchos caballeros de su corte escuchando con atención suma el sermón de costumbre de este día, que ya iba asaz adelantado cuando llegaron los tres desconocidos.

El sacerdote que explicaba a los fieles los sagrados y dolorosos misterios de nuestra redención, era el mismo fraile dominico que tan cautelosamente había penetrado en la cámara de D. Juan de Luna, guiado por Fernando de Rivadeneira. Tan luego como el buen padre hubo terminado su religiosa tarea, se mantuvo fijo en el pulpito en ademán irresoluto, como hombre a quien todavía resta que hacer alguna cosa y no se resuelve a efectuarla, lanzando también de vez en cuando tal cual mirada, escudriñadora sobre los rebozados incógnitos que, separados de la multitud, permanecían inmóviles en un ángulo bastante oscuro de la iglesia.

—Apostaría mi mejor yegua cordobesa con todos sus arreos recamados de pedrería, dijo el más corto de estatura entre los tres, con voz apenas perceptible, al más apuesto y galán de sus acompañantes, a que ese obeso predicador es el confesor de doña Jimena Ortiz de Meneses.

Encogióse de hombros el interrogado, afectando escuchar la pregunta con indiferencia.

—Y yo juraría, replicó el tercero con aviesa intención, que a esa bella dama de la reina se le antoja repetir sus confesiones con más frecuencia de lo que es necesario, y que no la debe por cierto mi señor, el condestable, muy buenos servicios.

—Hablas como un bellaco, mal nacido, contestó con visible afectación el que había permanecido silencioso, requiriendo su daga al mismo tiempo.

—¡Silencio! exclamó interrumpiéndoles el primero que había hablado; escuchad, pues no parece sino que el padre se dispone a comenzar otro sermón.

Y así era la verdad, pues habiendo recobrado el dominico su perdida serenidad, empezó a pronunciar con voz solemne y bien sostenida una breve y sentida plática, pintando en ella con las tintas más sombrías el completo desnivel en que se encontraba el reino de Castilla, violentamente agitado por las diversas y sangrientas parcialidades que a vida o muerte luchaban en su seno, no por el bien de la generalidad, sino por la codicia del mando.

El orador terminó achacando todos estos males y desgracias al inconsiderado valimiento de cierto personaje ambicioso; explicándose tan a las claras, que aunque tuvo muy buen cuidado de velar el nombre del causante de tamaños desafueros, no por eso dejó la ruda multitud de comprender, sin gran esfuerzo, que el dardo iba disparado a D. Álvaro de Luna, gran maestre de Santiago y condestable de Castilla, elevado en hombros de un ciego afecto por parte del Rey, que se atribuía a hechizos, a las primeras dignidades de la corte, a despecho de la misma Reina, de los príncipes de la real familia y de todos los ricos homes, que atizaban sin cesar la hoguera de las turbulencias en que ardía el reino.

Durante el inesperado razonamiento formaban singular contraste entre sí los tres misteriosos personajes. El uno se esforzaba en vano por disimular la ira que destemplaba su pecho y la desconfianza que tenía de todo cuanto le rodeaba. Mirábale el más gentil de sus acompañantes sorprendido, sin determinarse a dirigirle una sola palabra, mientras el tercero encubría hipócritamente, bajo la máscara del dolor y la sorpresa, la complacencia que le bullía en el corazón.

—¡Abandonemos el templo antes de que podamos ser reconocidos! dijo el primero a los otros bajando la voz; y secundando éstos sus deseos, se dirigieron sin contestar una palabra hasta volver a encerrarse en el alcázar de donde habían salido.

 

LA TORRE

 

La hora de la oración sería del mismo Viernes Santo cuando la hermosa Jimena citada falsamente, en nombre de su prometido Alfonso de Vivero, se disponía a salir del regio alcázar para encaminarse a la fortaleza que habitaba el condestable.

La noche amenazaba ser espantosa; hallábase el horizonte completamente entoldado por densos y negruzcos nubarrones; y el sonido monótono de las gruesas gotas de lluvia que empezaba a caer, el fatídico fulgor de relámpagos blanquecinos y las detonaciones sucesivas que retumbaban en el inmenso espacio, fueron los imponentes nuncios[11] de la horrenda tempestad con que la justicia divina quiso tal vez apartar a los criminales de sus réprobas maquinaciones.

La bella enamorada oró algunos instantes fin la capilla, y encomendándose fervorosamente a la sagrada Virgen de los Dolores, se puso en marcha a continuación, acompañada de una dueña anciana y de un hombre de siniestra catadura, que había sido el encargado de poner en sus manos el alevoso billete de la cita.

Su adorado Alfonso debía ciertamente verla esta funesta noche; pero esta entrevista no la había preparado el amor: iba por el contrario a ser la primera en que había de causar a Pérez de Vivero más pesadumbre que placer la presencia de la doncella hermosa a quien con tanto frenesí idolatraba.

El digno aposento que el desalumbrado[12]Álvaro tenía dispuesto a los dos amantes, era el más elevado torreón de su castillo. Hacía ya muchos años que este apartado recinto estaba habitado, como lo atestiguaban sus únicos adornos, que consistían en multitud dé mohosas y descabaladas armaduras diseminadas en completo desorden por él pavimento.

Tenía la solitaria y elevada torre un estrecho corredor hacia la parte de Occidente con vistas al río Arlanza, cuya balaustrada había sido arrancada algunos minutos antes de entrar allí Alfonso Pérez de Vivero, y vuelta a colocar con gran cuidado, de modo que no pareciese que estaba desenclavada. Un hombre receloso que hubiese reparado todo esto habría reído, acaso, no sin fundamento, que aquello estaba así diestramente dispuesto para hacer creer que había sido casual la caída de cualquiera persona desde aquélla respetable altura.

Los últimos rayos del sol reflejaban en el empolvado artesón que formaba el techo de esta apartada estancia, y pintaban sobre él, modificándolos de extraño y agradable modo, los calados y afiligranadas arabescos de los arcos ojivales del caprichoso corredor.

Dos hombres solos se hallaban dentro del torreón a guisa de pensativos: el condestable de Castilla y su yerno y sobrino D. Juan de Luna; poco después entró también allí conducido por un paje el inocente y desapercibido Alfonso Pérez de Vivero.

—Con bien sea llegado a este mi apartado camarín el contador mayor del rey, dijo D. Álvaro con tono irónico, saludando al recién venido.

—Guarde Dios dilatados años la piadosa vida de nuestro condestable, contestó Alfonso con sinceridad.

—Lisonjero me sois, amigo mío: bien os podéis preciar de cortesano.

—Puédame preciar de hombre de bien y asaz a propósito para enajenar la espada que me ciño, replicó un tanto picado el contador.

—No os lo decía yo por tanto, impertérrito paladín. ¿Tendréis sin duda vivos deseos de saber para qué se os ha citado en este lugar?

—Imagino que el señor condestable querrá honrarme confiándome algún negocio de Estado.

—¡Por la cruz de Santiago! que os habéis equivocado de medio a medio: no es eso, contador; no pica en tan alto el negocio que aquí os ha conducido.

—Podéis de todos modos contar con mi acrisolada lealtad y con mis servicios.

—Tampoco he menester por ahora, gracias a la divina providencia, vuestra lealtad ni vuestros servicios.

—¡Vive Dios, D. Álvaro, que estoy confundido de oíros hablar en tal manera!

—Así os lo creo de buena fe, y voy por lo mismo a sacaros de confusiones: habladme, contador, con la mano puesta sobre el pecho. ¿Qué juicio formáis del impertinente cuanto osado predicador de esta mañana?

—Ya os he dicho otra vez, y extraño que me lo volváis a preguntar, que me ha parecido un loco o un bellaco, digno del desprecio en el primer caso y del castigo más ejemplar en el segundo.

—Huélgome mucho de encontraros más justiciero de lo que yo esperaba.

—¡Don Álvaro!.. ese lenguaje...ese irónico acento... a fe de cristiano viejo que me vais poniendo en disposición de que saltando a mi pesar por todos los respetos...

—Os recomiendo la moderación, buen hidalgo: acuerdóme de que esta mañana, después de haber visitado los altares y del escándalo inaudito producido en mi daño en la iglesia de Santa María, os pregunté si aquel fraile, que el diablo confunda, era el confesor de Doña Jimena, y creo que no me habéis respondido todavía.

—A preguntas de esa clase, señor condestable, sea cualquiera la persona que se las dirija, sólo responde con su espada Alfonso Pérez de Vivero.

—Entiendo; contador; vuelvo a rogaros que no os exaltéis con tanta demasía. ¿Conocéis la letra de esa carta?

Pérez de Vivero recogió el papel de manos del condestable con la mayor indiferencia, y después de haberle recorrido rápidamente con la vista desde la cruz hasta la fecha, contestó, mostrando al mismo tiempo en su semblante la sorpresa y la desconfianza:—4—

—Habré de confesar, señor condestable, que no anduvo poco diestro el falsario que se propuso imitar con estos caracteres otros que me son harto conocidos.

—Todavía no habla llegado el tiempo de disculparos, contador: hacedme la merced de repasar su contenido.

Alfonso comenzó a leer la carta, dando alternativamente muestras de asombro y de indignación; y fenecida [13]que fue su tarea, dirigió a D. Álvaro, con tono solemne y acento firme y tranquilo las siguientes palabras:

—Os han engañado, señor condestable: cierto es que esos trazos de pluma pueden muy bien sorprender a cualquiera; vuelvo sinceramente a confesar que están con villana perfección imitados a los que acostumbra rasguear mi puño; pero yo os afirmo por lo más sagrado, que jamás se me ha pasado por las mientes ofenderos, y que es un malsín[14]y miente como un miserable el que se atreva a decir que la virtuosa Doña Jimena ha tenido confianzas de la naturaleza que expresan esos falaces renglones con el mundano religioso que os denigró tan arteramente esta mañana; creedme, yo no tengo interés alguno en ocultaros la verdad: os han sorprendido, repito; y aseguro por mi fe que os han engañado alevosamente, señor condestable.

Y en seguida añadió, dirigiendo sus ojos airados al traicionero D. Juan de Luna, que estaba, en silencio, gozando del buen éxito de su trama.

—¡Lástima es por cierto que no conozcáis más a fondo las personas que os rodean!

—Por lo que vos concierne, señor contador, hace ya tiempo que os tengo conocido perfectamente.

—Habréis siempre notado en mí bastante honradez para no ser capaz de asegurar como cosa cierta una mentira; y suficiente firmeza y sobrado valor para rechazar de todos modos las ofensas que se hicieren a mi honra.

—Y aun algo más que eso he notado también en vos. Por ahora habéis concluido conmigo; podéis, no obstante, si persistís todavía en ello, dar vuestros descargos a mi sobrino, con quien os dejo; pero os advierto, Alfonso, que todos han de ser en mi concepto inútiles

Y así diciendo, el condestable salió con prontitud de la torre, sin atender más a las mesuradas razones con que trataba de convencerle el injustamente acusado, Alfonso de Vivero.

Después de haber permanecido largo rato silenciosos los dos personajes que habían quedado solos, D. Juan de Luna se acercó a su rival en ademán triunfante, y entabló con él el siguiente diálogo:

—Yo también voy, galán afortunado, a recordaros otras cosas, que aunque estén, como así lo creo, muy fijas aún en vuestra memoria, tengo sin embargo placer grande en referirlas, frente a frente con vos en esta estancia.

Hace dos días, a la hora de la siesta, entró un hombre cautelosamente en el jardín del Rey, a la sazón que había allí otro hombre a solas con una dama de la Reina, cuyo nombre debe ser Doña Jimena, si mal no me acuerdo. Es pues el caso, que como aquella amartelada pareja se hallaba muy distante de recelar que apareciese allí de improviso otra tercera persona en tales momentos, así que sintió los pasos de alguna que se acercaba.... —5—

—¡Ea, callad, hombre insolente! gritó interrumpiéndole Vivero, sin poder reprimir su justo enojo ¡osáis recordar una aventura tan infamante para vos, y no se os asoman al rostro los colores de la vergüenza! ¡Por Dios bendito, desgraciado caballero, que merecíais que se os escupiese en la cara!... ¿Queréis que otrora[15] os confunda, recordándoos también algunas particularidades de aquel suceso, que vos, según parece, os hallabais dispuesto a pasar por alto?...

Pues bien; escuchad, escuchad, mal que os pese. Aquel hombre que se introdujo furtivamente en el jardín de palacio era nada menos que todo un caballero, casado con la hija de D. Álvaro de Luna, gran maestre de Santiago, y condestable de Castilla. Trataba de sorprender en la soledad a la más hermosa dama de la Reina; pero habéis de saber, D. Juan de Luna, que hubieron de torcerse sus siniestras intenciones, porque el cielo, mal que pese al malvado, vela por la inocencia. Acaeció, pues, que como el hombre que allí se hallaba oculto, como vos decís, estaba dispuesto a verter gota a gota toda su sangre primero que consentir....

 

La Guirnalda (Madrid). 1/1/1870

(Conclusión.-11-)

 

—¡Silencio!. ¡Pérez de Vivero!... ¿no sentís pasos de algunas personas que se aproximan?

—Os comprendo, Don Juan... ¿por qué tembláis?... cualquiera que os contemplase cual yo en este momento, no pensaría sino que os asaltaba el temor de que pudieran escuchar la narración de aquel mal paso.

—¡Insensato!... no puedes tú adivinar los temores que me aterran en este momento... ¿Traes armas?

—Extrañar pregunta, cuando me estáis viendo desarmado.

—Bien pudierais traer algún hierro oculto debajo del ferreruelo; pero tanto valdría para el caso: nunca una daga pudo hacer gran resistencia contra veinte puñales.

—¡Cobarde!... ¿sería capaz un fijodalgo[16]de Castilla de hundir el puñal asesino en el pecho de un hombre indefenso?

—Nunca pasó acción tan fea por mi mente. Tranquilizaos, pues, y aprended de mí a ser generoso. Vos, Vivero, me habéis denostado con la mayor ligereza, mientras yo os estaba preparando la más dulce de las sorpresas... ¿no escucháis?

—Sí, ya oigo, hombre alevoso, los truenos que retumban en la bóveda celeste anunciando a los mortales extraviados el justo enojo de su Dios.

—No es eso lo que yo os quiero decir. Las pisadas que se percibían a lo lejos, resonando en los cóncavos huecos de la escalerilla del torreón, suenan ya bastante inmediatas... mirad... aquella maciza puerta parece que comienza a girar sobre sus goznes.

Cuando acabó D. Juan de pronunciar estas palabras, salióse súbitamente de aquel camarín por otra puertecilla sin ser visto por Vivero, que estaba mirando con ansia, presa de un legítimo recelo, a la parte opuesta, que se le había indicado. A pocos instantes oyó rechinar la ferrada puerta y la vio abrirse pausadamente, apareciendo fija en el dintel una mujer de gentil apostura, cubierta de pies a cabeza con un negro manto; la cual, después que hubo recorrido ávidamente con ojos azorados aquel sombrío aposento, se arrojó, casi desfallecida, en los brazos del absorto Vivero, gritando a fin con trémulo acento:

—¡Alfonso mío!

Éste, reconociendo a su aunada, exclamó casi al mismo tiempo:

— ¡Jimena, mi adorada Jimena!

Largo rato permanecieron los dos desgraciados amantes sin poder pronunciar una sola sílaba, hasta que por último, desvanecida algún tanto la terrible emoción que había conturbado la razón de Vivero en aquellos temerosos instantes, prorrumpió con un acento de amargura indecible, volviendo a estrechar entre sus brazos a la no menos angustiada doncella:

— ¡Jimena! ¿no te predice alguna desgracia el corazón? ¿quién te ha conducido a este torreón maldito?

—Tu carta, mi querido Alfonso.

—¡Otra carta mía!... ¡desventurada!... ¡Oh traición horrible! ¡Te han engañado, Jimena!... Ahora lo comprendo todo, sí; veo hasta el fondo el horror de nuestra suerte fatal ¡Traidores!... ¡nos han tendido un lazo alevoso... estamos en poder y a discreción del villano D. Juan de Luna!

¡Oh desesperación!... ¡mis armas!... mis armas!... ¡Necio y confiado de mí!

Y así diciendo, el desgraciado caballero se golpeaba fuertemente como hombre que hubiera perdido la razón.

— ¡Alfonso! exclamó la desconsolada Jimena, vertiendo un mar de lágrimas al propio tiempo que hacía heroicos esfuerzos para aparecer serena; vuelve en ti; mírame, soy yo; es Jimena la que se halla a tu lado.

—Sí, sí, contestó Vivero, volviendo de su arrebato; no tiembles; jamás te volveré a nombrar ese monstruo. Dices bien; estás a mi lado; y estando juntos los dos, ¿qué podrá arredrarnos en este mundo?

— ¡Mi venganza! —gritó apareciendo de nuevo en la torre Don Juan de Luna, seguido de cuatro hombres de armas; y después, dirigiendo a éstos la palabra: ejecutad, les dijo, las órdenes de mi tío y vuestro señor el condestable. Arrojáronse en seguida con fiereza los cuatro sayones sobre el indefenso Vivero, y después de haber forcejeado largo tiempo, consiguieron al fin arrancarle de los brazos de la hermosa dama, que retuvo por fuerza junto a sí don Juan de Luna, sin conmoverse lo más mínimo al eco desgarrador de aquella voz tristísima con que le pedía perdón más de mil veces. Un momento después, se oía en el corredor la voz de Alfonso, que gritaba:

— ¡A Dios, Jimena mía, para siempre!

Y luego:

— ¡Dios de misericordia! ¡acógeme en tu gracia y perdona a estos miserables como yo los perdono!

Percíbase entonces el rumor de cuatro hombres que hacen un esfuerzo para vencer algún obstáculo, y en seguida el ruido que hizo el cuerpo del desgraciado Alfonso de Vivero al estrellarse contra el pretil de un puente situado al pie de la torre.

Estremecióse y tembló don Juan de Luna, mal de su grado; clavó en él sus ojos doña Jimena con espanto, y después de haberse descompuesto y contraído su rostro y de lanzar una estridente carcajada, cayó como muerta sobre el frío pavimento de aquella mansión pavorosa.

 

 

LA LOCA

 

Dos meses después de tan terrible tragedia, fue cortada por mano del verdugo en la plaza mayor de Valladolid la cabeza del poderoso D. Álvaro de Luna, y colgada en el mismo paraje de una argolla, donde estuvo a la pública expectación por espacio de nueve días.

En aquella época, según tradición popular, diz que vagaba —12— por las llanuras de Castilla una mujer loca y desgreñada, que apareciendo algunas veces en los caminos públicos, solía detener a los transeúntes para decirles con una extraña sonrisa, al mismo tiempo que les mostraba un puñal ensangrentado:

—¿Veis esta sangre negra?... pues el mismo color tenía cuando estaba encerrada en el corazón del traidor don Juan de Luna, asesino del que iba a ser mi esposo, Alfonso de Vivero, contador mayor que fue del Rey Don Juan II de Castilla.

 

 

FUENTE

 

Morán, Jerónimo. “Alonso Pérez de Vivero. Leyenda castellana del siglo XV” (1) La Guirnalda: Año III. Madrid, 16/12/1869 n.99, pp.381-383;   1/1/1870, pp-3-5;   16/1/1870, pp.11-12.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

NOTAS.

 

La historia real es completamente diversa. Alfonso de Vivero traicionó a Don Álvaro y el condestable, después de intentar sin fortuna que cambiase de actitud, decidió hacerlo matar. Jimena Ortiz es un personaje inventado.

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Sobre el mismo asunto compuso en sus mocedades el autor de la presente leyenda, un drama en cuatro actos y en verso, representado hace muchos años en Madrid, con el título de Los cortesanos de Don Juan II. Esta obra formó parte de la acreditada colección de la Galería Dramática. (Nota del autor).

[2] Contador mayor: tenedor de los libros de cuentas, contable.

[3]  Vuesarcé: Vuestra Merced (fórmula antigua de tratamiento).

[4]  Asaz: muy, bastante (voz antigua).

[5] Rico-home: Hombre que pertenecía a la primera nobleza de España (Diccionario de la lengua española, RAE).

[6] Tizona: espada.

[7] Pardiez: expresión coloquial, interjección, antigua, “Por Dios”.

[8]  Don Juan de Luna, yerno y camarero de  D. Álvaro de Luna.

[9] Celada: trampa.

[10] Maguer:  aunque (voz antigua).

[11] Nuncios: anuncios.

[12] Desalumbrado: Que ha perdido el tino y procede sin acierto. (Diccionario de la Lengua Española, RAE).

[13] Fenecida: terminada, voz antigua.

[14] Malsín: malvado, palabra antigua.

[15] Otrora: En otro tiempo (antiguo). Aquí se utiliza como “otra vez”.

[16] Fijodalgo: hijodalgo, o hidalgo, imitación arcaizante.