DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Páginas sevillanas: Sucesos históricos, Personajes célebres, Monumentos notables, Tradiciones populares, Cuentos viejos, Leyendas y Curiosidades, 1894. Sevilla [s.n.] Imp. de E. Rasco, pp. 27-28.

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Fernando III el Santo, posadero
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El mesón del moro

«Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza; pero más que ninguno engañador e hipócrita.» BÉCQUER.

Todavía, a pesar de las muchas alteraciones y cambios que han sufrido las calles de nuestra ciudad, hay una que conserva el nombre que le dio el vulgo hace algunos siglos, y que se ha trasmitido de una a otra generación sin que se perdiera.

Nos referimos a la calle Mesón del Moro, que está situada, como todos saben, entre las de Borceguinería y Ximenez Enciso, y que pertenece a la colación[1] del Sagrario.

Hace tiempo que nos movió la curiosidad por saber el origen del nombre de esta calle, y aunque no ignorábamos que debía el llamarse así a una posada que en ella hubo, cuyo primitivo dueño fue un creyente del Profeta, no sabíamos quién fue aquél y qué celebridad tuvo para que llegase a ser tan conocido de todos. —25—

Hoy, revolviendo papeles viejos, hemos dado con una tradición que, satisfaciendo en parte nuestra curiosidad, ha venido también a ponernos en conocimiento de un suceso que quizá desconozcan algunos de nuestros lectores.

Según las noticias que tenemos, después de reconquistada Sevilla por el rey D. Fernando III en 1248, hecha la distribución de la ciudad y expulsados sus antiguos habitantes, quedaron aún no pocos moros y judíos, tolerados por los cristianos, que vivían confiados en su suerte, que a la verdad no era muy próspera.

En aquel tejido de encrucijadas y callejuelas que rodeaban a la mezquita mayor, Djema Mukyarrim, habitaba un musulmán que antes había poseído grandes riquezas, y que al perderlas no quiso perder la ciudad donde naciera, y descendiendo a una modesta posición, abrió una posada para dar en ella alojamiento, muy particularmente a aquellos que su misma religión profesasen.

Llamábase el moro Hach-Elarbi, y su odio a los cristianos era tan profundo, que pasaba días enteros meditando planes insensatos, por ver si daba con uno que diese el resultado cruel que esperaba.

Demasiado sabía el moro que debía ser muy cauto, pues los vencedores no se andaban con niñerías[2], y por esto callaba y mostrábase humilde cuando las gentes le veían, y afable con todos, para no infundir la menor sospecha.

 Cierta noche presentóse en el mesón un hombre—26— al parecer forastero, de pobre traje y de rara catadura[3], el cual, por ser entonces invierno, llegó hasta una cuadra baja donde en una antigua chimenea de campana ardían los secos troncos, y a su alrededor veíanse dos o tres criados del moro, que descansaban allí de sus faenas del día.

Sentóse a la lumbre el forastero y no tardó en presentarse a él Hach-Elarbi, quien, enterado de la pretensión que traía, ofrecióle aposento y dióle antes un poco de pan negro y carne asada para que repusiese sus fuerzas, bien quebrantadas con el dilatado viaje que traía.

Mientras cenaba el huésped, el moro hízole muchas preguntas, demostrándose ser hombre curioso, y así que fue llegada la hora de recogerse acompañóle a un aposento donde tenía preparado un modestísimo lecho y dispuesto un candilón[4] que le alumbrase.

Cuando después de pasadas algunas horas Hach-Elarbi, que acostumbraba a levantarse a media noche para rezar ciertas oraciones, salió al corredor donde el cuarto del viajero estaba, extrañándole el  ver por las rendijas de la puerta reflejos de la luz, que aún estaba encendida; miró por entre las podridas tablas, y sus ojos quedaron asombrados.

El desconocido estaba despojado del sayo burdo que le cubría, y sentado en el lecho, teniendo ante sí un banco, donde había colocado una porción de monedas de oro y plata, en cantidad suficiente para hacer la fortuna de algunas personas.

A la vista de aquellas riquezas excitóse la codicia del moro, y unióse a ella singular coraje al apercibirse de que el huésped era cristiano por un largo rosario y algunas medallas que pendientes del cuello tenía.

Contaba entre tanto el desconocido sus relucientes monedas, y cuando mis embebido estaba sintió de pronto abrirse la puerta de la estancia, penetrando por ella el feroz moro, que arrojando al suelo el candilón, lanzóse sobre el cristiano, y, echándole las manos al cuello, diole allí mismo muerte en pocos minutos.

Después Hach-Elarbi escondió en una cueva el cadáver, recogió el dinero y guardó el tesoro en el rincón ranas apartado de la casa.

Largo tiempo permaneció este crimen oculto, descubriéndose años después por una rara casualidad que la tradición no nos cuenta.

Sábese, sí, que la posada donde tuvo lugar el hecho permaneció cerrada durante algunos años, y que en el mes de febrero del año 1250 Hach-Elarbi sufrió la última pena, siendo puesta su cabeza ensangrentada en una de las paredes exteriores del edificio. —28 —

 

FUENTE

Chaves, Manuel. Páginas sevillanas: Sucesos históricos, Personajes célebres, Monumentos notables, Tradiciones populares, Cuentos viejos, Leyendas y Curiosidades, 1894. Sevilla [s.n.] Imp. de E. Rasco. pp. 27-28.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

 

 

 

[1] Colación: 3. f. Territorio o parte de vecindario que pertenece a cada parroquia en particular (Diccionario de la lengua española, DRAE).

[2] Niñería: 2. f. Hecho o dicho de poca entidad o sustancia. (Diccionario de la lengua española, DRAE).

[3] Catadura: 2. f. Gesto o semblante. (Diccionario de la lengua española, DRAE).

[4] Candilón:  candil grande.