DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Periódico para todos (Madrid, año I, núm.34, 3/02/1872) pp. 531-532.

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LA CALAHORRA

Valoración Media: / 5

El castillo de la Calahorra

I

 

No todos saben que hay dos Calahorras en España. Calahorra la vieja, ciudad que está adornada con una mitra episcopal, y la Calahorra arábiga, villa, capital del marquesado del Zenet[1].

Mi guía, para llevarme a este último punto, me había hecho andar tres leguas mortales caballero[2] en una hermosa mula del país; pero cuyo aparejo se parece a una barca del tiempo de Magallanes, y a pesar de todo el tiempo de la caminata la expresada villa no estaba al alcance de mi vista.

— ¿Pero dónde está la Calahorra?—preguntaba con impaciencia.

—Allí, —te contestaba el guía extendiendo el brazo hacia adelante. Pero allí no era un pueblo; era un cerro ancho en su base y estrecho en su cúspide, con un hermoso castillo por coronamiento.

El Castillo estaba flanqueado de cuatro torres redondas, con una gran barbacana[3] a la izquierda, con lienzos de altas murallas y cubierto uno de ellos de grandes rejas. A la izquierda se alzaba una montaña rojiza, y a su derecha se extendía en forma de un gigantesco semicírculo toda la vertiente septentrional de Sierra Nevada. Me parecía que tocaba con la mano las nieves eternas del Picón de Jerez[4], el afilado vértice del puerto del Lobo, sobre el negro valle de Lanteiva, y las dos corcobas redondeadas que abren el camino del célebre puerto de la Ragua.

Al norte y al este se divisaba un anchuroso y pintoresco horizonte.

Dejéme llevar por el extenso llano siempre con dirección al cerro el castillo hasta que llegamos a la estribación del mismo y del otro cerro rojizo que se llama el Fuencanal.

Ya desde este punto descubría por entre el valle que iba abriéndose, y al pie de otros montes, una casita con tapias amarillentas.

Era el cementerio del pueblo. Dos caminos, o mejor dicho dos veredas, teníamos delante de nosotros.

— ¿A dónde quiere usted ir?—me preguntó entonces el taciturno guía —por la izquierda vamos sin topar en rama a la Calahorra, que está al otro lado del cerro; por la derecha vamos al castillo.

—Tome usted por la derecha, —contesté. — Yo supongo que en ese castillo vivirá alguna persona.

—Vive el administrador.

— ¿Qué administrador?—repliqué. –582-

—El que tiene ahí el duque de Pastrana, propietario y señor del marquesado del Zenet. Antes pertenecía todo esto al duque del Infantado; pero a la muerte de éste hubo pleito y el duque de Osuna, llamado como heredero principal, tuvo que dejar estos bienes para el de Pastrana.

No me pareció del todo mala la explicación de mi guía y me decidí a llamar, como los peregrinos de la Edad Media, a las puertas feudales del castillo, en demanda de hospitalidad.

¿A qué iba yo allí? La casualidad me conducía, y no siempre hay castillos a la mano para admirar otras edades y conocer a fondo otras épocas.

El guía arreó la mula y principió a ascender por una rampa que en forma de zis-zás subía a la plataforma del cerro. Éste me engañó, por así decirlo, al primer golpe de vista. Yo creí que era de tierra y vi que era de piedra. Grandes crestones horizontales ceñían la anchurosa base y se rompían en determinados puntos. Entonces casi a mis pies principiaron a brotar las primeras casas de la Calahorra con sus techos de launa[5] franciscana. La villa se extendía más al fondo, y pronto descubrí la torre de la iglesia, huertos hermosos con cipreses y árboles frutales y casas solariegas de los primeros pobladores.

La Calahorra se presentaba a mi vista como una sorpresa.

 

II

 

Llegué por último al pie de los torreones del castillo y entonces me alegré de haber subido a él. Estaba este perfectamente conservado.

Un lienzo de muralla se veía cubierto de almenas, y la fachada principal se hallaba frente a la barbacana.

 Ésta se encontraba embutida, por decirlo así, en dos de aquellos altivos torreones. La puerta estaba forrada de gruesas planchas de hierro agujereadas en algunos sitios por los mosqueteros de don Juan de Austria, cuando fue a acabar la rebelión morisca de las Alpujarras, y en lo alto se descubrían una serie de aspilleras[6] verticales, para no permitir, por medio del hierro y del fuego, que el enemigo pudiera acercarse a la puerta del castillo.

Yo, por fortuna, iba en son de paz, y la fortaleza expresaba esta misma paz, si se atiende a un carro de labranza que había entre la barbacana y la puerta. Me llamaba, sin embargo, la atención de que no existía una piedra fuera de su sitio, solo un ángulo saliente de mármol servía de pantalla para evitar el que pudiera verse los tragaluces de las mazmorras que hay en el fondo de cada torreón. Es decir, era aquello una persiana de piedra para que los prisioneros de una parte no pudieran tener comunicación con los prisioneros de la otra. ¡Exquisita vigilancia de la Edad Media!

Todo esto lo vi a vuelo de pájaro, mientras mi guía llamaba a la puerta. No salió ningún enano a lo alto de la torre; pero sentí la voz ronca de un perro que pedía el quién vive.

Momentos después se abrió la puerta y se presentó un hombre algo anciano ya, de fisonomía inteligente y vestido como los campesinos del país.

—Este caballero, tío Ramón, —dijo mi guía —quiere ver el castillo. ¿Habrá algún inconveniente para pasar adelante?

—Aunque el señor administrador está en el cortijo, yo, que lo represento aquí, no tengo inconveniente alguno para que entre. Ya sabes tú que estas puertas están abiertas para todo el mundo. Deja la mula en la cuadra y vamos adentro.

Simpaticé con el tío Ramón al oír aquel razonamiento, y le di las gracias al mismo tiempo que descendía de mi cabalgadura. El perro seguía ladrando muy cerca de nosotros esto no me tenía muy tranquilo.

—No tenga usted cuidado, caballero, me dijo el que hacía las veces de castellano, —el Tigre está encerrado en la Armería y no puede ofender a nadie. Se le oculta de noche únicamente.

Esto me infundió suma confianza y seguí al señor Ramón.

—Me llama la atención,—y lo digo ahora en este sitio,—que habiéndose escrito tanto y publicado tanto sobre monumentos y viajes, nadie se haya ocupado del hermoso castillo palacio de la Calahorra que todo viajero puede visitar y todo artista puede contemplar con asombro y pasmo. Solo viéndolo es como se puede formar una idea del grandioso edificio que reúne en sí el sombrío carácter de la Edad Media, y la magnificencia de la época del Renacimiento; el sello de la guerra y la marca de la conquista y de la paz, las egregias comodidades del palacio y las ásperas condiciones del castillo. Es un maridaje de la época de transición que precede desde la caída de los Zenetes hasta el establecimiento del imperio de la Cruz.

El tío Ramón era un hombre instruido, un hombre que sabía de memoria la historia del castillo, y no podía encontrar un cicerone más apropósito.

La entrada es, como todo edificio que tiene un origen árabe, oscura y estrecha. Se cree que se entra en un calabozo. Enfrente hay un gran rastrillo de hierro, entrada a la antigua Armería, que era donde el Tigre demostraba unos deseos extraordinarios de clavar sus dientes a mis pantorrillas, y a la izquierda hay otra puerta, que es por donde se penetra en el interior. Pasada esta puerta hay un vestíbulo largo y abovedado, viéndose en el fondo el arranque de una escalera con balaustrada de mármol.

¿Quién puede creer que al subir esta escalera se encuentra uno verdaderamente sorprendido y maravillado? Un patio magnífico con arcos de piedra y con una galería superior, adornada de una balaustrada de mármol; con una escalera regia a la derecha, con escudo de armas y emblemas alegóricos de amor y de guerra, puertas admirablemente talladas, labores platerescas de gusto más delicado, inscripciones latinas y vulgares, es lo primero que en confuso, pero pintoresco conjunto, se presenta a la vista.

No se concibe que en el corazón de aquel robusto castillo haya venido el arte del Renacimiento a sentar sus reales. ¡Qué cincel tan delicado en las fantásticas figuras que adornan las puertas! ¡Qué unidad de estilo, qué pureza en la forma, qué combinaciones, ya religiosas, ya profanas, tan diestramente esparcidas! Los ojos pasan de sorpresa en sorpresa, el espíritu de emoción en emoción.

 Todo esto está ejecutado por Miguel Ángel, — me dijo el tío Ramón arrancándome de mi asombro.

— ¡Cómo de Miguel Ángel!—exclamé maravillado.

—No lo dude usted.

—Lo que no dudo,—le repliqué,—es que este sea su estilo; que en esas piedras se halla marcado su ingenio; que aquí esté el gusto plateresco en toda su pureza, tal como en España lo ejecutaron Berruguete y Borgoña; que aquí ha venido uno de aquellos arquitectos escultores de últimos del siglo XV y principios del XVI, que fabricaron el palacio de Carlos V en la Alhambra de Granada, la tumba del cardenal Mendoza en la catedral de Toledo y la portada de Santiago de Guadix. Dice usted bien, tío Ramón; si bien Miguel Ángel no pudo hacer esto, el genio colosal de ese hombre fue quien inspiró al desconocido artista que tales obras ha llevado a efecto, y por consiguiente, allí donde está el espíritu allí está él.

No me comprendió mucho mi cicerone; pero tanto afirmó el que todo aquello era de Miguel Ángel, que por no desvanecer su enfático error, le dejé en tal creencia.

Subimos por la escalera... ¡Qué escalera! Todos los anchurosos peldaños eran de mármol blanco de una pieza.  En una gran meseta se veía esculpido el nombre del fundador y primer marqués del Zenet, Rodericus de Mendoza, entre escudos entreverados, con el lema Ave Maria gratia plena: allí estaba la sala de los pajes. En la galería, el salón de invierno con la gran chimenea señorial; la puerta de la capilla con las estatuas a medio relieve de San Juan Bautista, santa Catalina y otros santos; el salón y gabinete de la marquesa con sus armas y su nombre; en otro extremo el salón principal con dos Hércules que lo custodian y luego nuevas molduras, nuevos y caprichosos encajes, mayor variedad en animales fantásticos y en flores desconocidas, y a seguida el patio de las Damas, los gabinetes misteriosos, los artesonados riquísimos y variados, en tales términos que sin saber cómo, las horas se deslizaron, mientras el tío Ramón me describía a su placer todo aquello que más cautivaba mi atención y más arrebataba mi fantasía.

 

III

 

Había examinado con profundo detenimiento todo lo que correspondía al antiguo palacio de los marqueses del Zenet: mi imaginación había construido instantáneamente aquello que podía faltar; acababa de imprimir en mi memoria todos los escudos de armas, todos los emblemas, todas clásicas portadas, las inscripciones poéticas y religiosas y las leyendas caballerescas, cuando miré al tío Ramón que gozaba con mi asombro, y le dije con esa familiaridad que al momento se engendra en casos idénticos al que yo me encontraba.

—Hasta aquí me habéis enseñado el hermoso cuanto desconocido palacio del opulento don Rodrigo de Mendoza, los castos gabinetes de la marchionisa doña María Pacheco, pero falta todavía mucho. Hemos visto la luz; queda la sombra, amigo mío.

Comprendióme perfectamente el tío Ramón y contestó:

— ¿Usted quiere decir que ha visto el palacio, pero le queda por ver el castillo?

— ¡Oh! perfectamente, —exclamé.

—Pues entonces por aquí.

Me tomó de un brazo, me sacó a la galería cada vez más rica y luminosa, y llevándome a un magnífico descanso que existe sobre la escalera principal, me señaló una puertecita pequeña que había en un ángulo. La puerta estaba también decorada al estilo plateresco; pero sobre su repisa superior había una faja de mármol con la inscripción siguiente:

Uquisque entrare licit.

—¡Qué es esto!—exclamó asombrado, traduciendo la inscripción latina. ¡Conque hasta aquí es permitido entrar!

—Eso dice la leyenda,—me contestó el tío Ramón.

—Esto es curiosísimo. Esto pertenece ya al género misterioso y novelesco. Es preciso que detrás de esa puerta haya algo de temible y espantoso.

—Lo hubo en su tiempo, señor mío,—replicó mi conductor,—y usted mismo podrá juzgar. Abrió la puerta y se me presentó una escalera oscura, negra, pavorosa. Aquello era la noche. Dos muros de granito parecían oprimirse entre sí.

—Por aquí se va al torreón del norte—me dijo el tío Ramón.—Subamos y verá usted cosas que le han de llamar la atención.

Ascendí por aquel oscuro trayecto hasta que me encontré en un cierto todo de piedra con bóveda redonda en la parte superior. Había un agujero en lo alto y una lechuza asomada en él, como puede estarlo una joven en –533- su balcón. Una reja muy espesa daba luz a aquel sombrío paraje. En el suelo se abría de repente un agujero y por él descendía una escalera más lóbrega y más estrecha que la anterior.

Miedo y frío, estas dos cosas que suelen ser hijas del pánico, se apoderaban instantáneamente del corazón.

 —¿Qué es esto? —pregunté.

—Una mazmorra,—me contestó el tío Ramón.

—Baje usted, pero con mucho cuidado. Esta mazmorra se profundiza en el corazón de la torre. Atención.

Confieso que sentí ponérseme los pelos de punta. Descendimos unos veinte escalones, cuando merced a la luz de un fósforo, advertí que se abría una puerta y se aumentaba una profundidad terrible.

Dar un paso más era caer en uno de aquellos antros, calabozos sin luz ni aire, en donde no había salida posible. Fue preciso esperar algunos instantes para acostumbrarme a la oscuridad. El techo estaba un poco más elevado que la puerta, y en el centro pendía una cuerda lúgubre. Era aquello una horca misteriosa. De ella sin duda habían pendido muchos desdichados. Se me figuró que en el fondo veía los blancos huesos de las víctimas.

—¡Cuidado!—me dijo el tío Ramón.

—Fíjese usted en aquel punto oscuro de enfrente.

—¡En aquel punto blanquecino?—le respondí.

—En efecto, ¿ve usted?

—¡Cielos! ¡una calavera!

—Esa es la calavera del Paje atrevido. Es toda una historieta. Era un pajecillo rubio como unas candelas. Servía tan solo para llevar el Breviario de cierta marquesa, cuyo nombre no reza la leyenda. Fuera que él mirara más de lo que debía mirar a su señora, o fuera que su señora lo mirase a él con más atención y cuidado de lo que se mira a un paje, es lo cierto que sin saber cómo un día apareció el pobre chico ahorcado de esa cuerda, y sin saber cómo también su calavera se fijó al enfrente como recuerdo de una lección de moralidad y enseñanza.

Salimos de aquel pavoroso sitio y subiendo nuevas escaleras llegamos a lo alto del torreón.

—Aquí había un molino de viento. En la otra torre está el pozo de la pólvora, en la tercera está el horno de pan cocer, en la cuarta, ¡caracoles! ¿si usted viera lo que hay en la cuarta?

—¿Qué hay?—le pregunté con suma curiosidad.

—Hay... pero ¡caramba! vamos a ella y se asustará.

—¿De cierto?

—No lo dude usted. Allí está el Retrato que se ríe.

No era cosa para mirar con indiferencia un retrato que se ríe; pero tampoco era asunto para dejar de verlo. Me dejé conducir por el tío Ramón. Bajamos y subimos multitud de escaleras; atravesamos pasadizos tenebrosos, me indicó ciertos garfios de hierro bastante sospechosos, fijos en las paredes; vi camaranchones[7], que algún día fueron misterioso asilo de bulliciosos duendes, hasta que llegamos a otra rotonda más oscura que las anteriores, con su doble muro interior. Había un nicho abierto en una pared, y en efecto, allí dentro existía un retrato de un hombre de setenta años, con ojos muy abiertos y barba larga y blanca. Y en efecto, aquel retrato, cuando se miraba de frente, estaba serio y grave, cuando se miraba de costado se reía, enseñando unos dientes que daba miedo.

Esto, al pronto, parecía sobrenatural; pero pronto comprendí que la pintura estaba combinada con tal arte que producía el efecto que acabo de decir.

Sonreíme y miré al tío Ramón.

—Ya comprende de lo que se ríe ese hombre,—le dije.

—No lo comprende usted, no lo puede comprender.

Ese hombre se ríe porque un día llamó al diablo y se le apareció en este mismo sitio.

—¡Canastos, tío Ramón! –exclamé con acento incrédulo.

—Déjeme usted concluir. Se le apareció el diablo, como digo, y le preguntó:

—«¿Qué me quieres?»

—«Quiero casarme con una chicuela que anda por las calles del pueblo, que baila que es un primor, y es más flexible que un junco.»

—«¿Te quiere ella?»—dijo el diablo.

—«No.»

—«Pues bien, fírmame este pergamino y la muchacha será tu esposa.»

—Firmó mi hombre, y aquella misma noche la chica vino al castillo, y este hombre principió a requerirla de amores. Ocho días después se fueron a casar.

—«Esposa»,—dijo el futuro esposo a la novia,—«me cuestas muy caro para que antes no me prepare para el porvenir. Hay en la iglesia un pedazo de madera de la verdadera cruz, y quiero pedir un fragmento de ella y llevarlo siempre sobre mi pecho.»

— Y dicho y hecho; contó al cura lo que le pasaba y éste le dio un relicario con el lignum crucis. A seguida se celebró la boda y volvieron los esposos y convidados al castillo. Cuando estaban en lo mejor del festín nupcial, se presentó un caballero vestido de negro, que tenía pies de macho cabrío, y le salía un rabo largo por entre las piernas.

—«¡El diablo!»— gritaron todos así que lo vieron.

—«Yo soy,» —contestó éste,—«y vengo por el amante caballero que acaba de casarse.»

Pero éste, que estaba prevenido, sacó el escapulario y soltó una burlona carcajada, lo mismo que está usted viendo en ese retrato, y se dirigió a Belcebú.

 ¿Cree usted que éste le esperó? ¡Que si quieres! Dio un salto tremendo, salió por una ventana, y por el afán de huir, hendió la roca que hay entre la Calahorra y el castillo, y por allí desapareció para no volver.

La hendidura del peñasco quedó abierta, y hoy se conoce con el nombre de la Raja, pero antes se llamó la Raja del Diablo. Bien puede usted echar una piedra en la tal Raja, que no llegará al fondo. El hombre que se ríe, siguió riendo, y así es como está su retrato.

Acabó el señor Ramón su cuento, me enseñó la Raja, que existe en verdad, y acabé de ver aquel hermoso castillo-palacio que, a pesar de tres siglos, está dominando altivo los extensos llanos del Zenet.

 

IV.

 

Lector: si alguna vez viajas por las faldas septentrionales de Sierra Nevada, detente para visitar el castillo de la Calahorra. Es un soberbio monumento del arte. Hoy ya no existe ni el tío Ramón, ni la Calavera del paje atrevido, ni el retrato del hombre que se ríe; pero queda allí la belleza arquitectural de lo último del siglo XV, y la sombría majestad de la fortaleza del tiempo de la Conquista.

 

FUENTE

Tárrago, Torcuato “El castillo de la Calahorra”, Periódico para todos (Madrid, año I, núm.34, 3 /02/1872) pp. 531-532.

 

 

NOTAS

 

[1] Zenet, o Cenete.

[2] Caballero: a caballo

[3] Barbacana: Muro bajo con que se suelen rodear las plazuelas que algunas iglesias tienen alrededor de ellas o delante de alguna de sus puertas (Diccionario de la lengua española RAE).

[4] Una de las más altas cumbres de Sierra Nevada, próximo a Jerez del Marquesado.

[5] Launa: arcilla magnesiana, de color gris, que forma con el agua una pasta homogénea e impermeable, usada en las armaduras antiguas para facilitar el juego de las articulaciones. (Diccionario de la lengua española RAE).

[6] Aspilleras:  Aberturas en el mauro para poder disparar.

[7] Camaranchón: Desván de la casa, o lo más alto de ella, donde se suelen guardar trastos viejos. (Diccionario de la lengua española RAE).