DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las Familias, 25/01/1849, pp. 3-5.

Acontecimientos
Personajes
Hernán Sánchez de Vargas, mujer de Hernán Sánchez de Vargas, el rey Pedro I.
Enlaces

LOCALIZACIÓN

COMUNIDAD DE MADRID

Valoración Media: / 5

Hernán Sánchez de Vargas

Habíase verificado ya en los campos de Montiel con asombro de toda la España, aquel fratricida duelo en que el rey don Pedro I de Castilla había sido muerto a manos de don Enrique, su hermano y su competidor ardiente a la corona de Castilla. Todas las ciudades del reino, unas sobrecogidas de espanto, otras cansadas de los horrores de la guerra civil, y otras, en fin, ganadas por las dádivas[1] de don Enrique, le iban aclamando sin resistencia por el segundo de este nombre en Casulla, sin que nadie recordase ya el nombre de don Pedro, más que para asociarle, con más o menos prevención, a todos los horrores y sangrientas catástrofes de que su reinado fuera testigo. Engreído don Enrique con la victoria, ufano con el reconocimiento de las principales ciudades, y apoyado en los treinta mil extranjeros que venía mandando Juan de Borbón, conde de la Marche, sin contar los aventureros que guiaba Beltrán Duguesclín, creía que nada podía ya oponerse a su triunfo; pero al llegar con su victorioso ejército a vista de Madrid, halló que esta villa le cerraba las puertas.

No había aún llegado Madrid a ser corte de los reyes, ni metrópoli de los vastos dominios que en ambos mundos poseyó la monarquía española; pero tenía títulos suficientes para conquistar y merecer el renombre de muy noble, muy leal y muy heroica con que hoy ennoblece sus blasones[2]. Entonces resolvió dar la más heroica prueba de su lealtad al rey don Pedro, y no porque al concejo[3] de la villa y a todas las personas de valer que había en ella, se ocultasen las demasías[4] de aquel severo monarca, sino que por lo mismo que había sido perseguido, vencido, y si se quiere muerto a traición por su hermano, se consideraban más empeñados en serle fieles, creyendo no porque le fuese adversa la fortuna, habían de dejar de considerarle como el solo monarca legítimo a quien como a tal habían jurado. En tan arriesgada, aunque heroica empresa, era el principal sostenedor y caudillo de los madrileños, el animoso HERNAN SÁNCHEZ DE VARGAS, señor de Cobeña, persona del mayor influjo en la villa, por su nacimiento, pues descendía del ilustre Iván de Vargas, por su valor y otras prendas personales y por las relaciones de su numerosa familia, amigos y parciales. Todos ellos con la familia de Luzón y otras de las más antiquísimas de la villa, constituían casi la totalidad de los moradores, por lo que la resistencia a don Enrique fue tan unánime como obstinada. En vano probó el nuevo monarca todos los medios de conciliación; en vano prometió amparar a Madrid en la posesión de todos sus privilegios, en vano propuso a los habitantes el partido o capitulación[5] que más podía lisonjearles, porque ellos negándose a toda propuesta, más que a triunfar, parece que aspiraban a probar su denuedo[6] a desafiar los peligros. Fue por tanto más indispensable romper las hostilidades, apretar el cerco y combatir el muro con las máquinas de guerra usadas en aquella época; pero los sitiados, redoblando su esfuerzo, no solo rechazaron briosamente los ataques de los contrarios, sino que fueron a buscarlos en la campiña fuera de la puerta de Guadalajara. El excesivo número de los enemigos, hizo retirar bien pronto a Hernán Sánchez y a todos los hombres de armas que con él habían salido, sin que esta circunstancia pudiera influir en lo más mínimo en la rendición de la villa, pues cuando de nuevo les fue intimada de parte de don Enrique, Hernán Sánchez que con sus valientes se había fortificado en el alcázar y los puntos más importantes, contestó resueltamente, que primero que rendirse con mengua[7], allí habían de perecer todos defendiendo a su legítimo soberano.

 

II.

Dando tregua a los afanosos cuidados de su ánimo y descansando de las fatigas del día, reposaba por breves momentos Hernán Sánchez de Vargas en uno de los aposentos del alcázar. Era poco después de anochecido, y el guerrero, sin quilarse la armadura con la que dentro de poco tiempo había de volver a su puesto, se había despojado únicamente de su casco y su espada, y sentado junto a su esposa, hablaba con ella de los graves sucesos del día, entonces que esperaba gozar aquellos tranquilos momentos en el seno de su familia. Engañosa era esta esperanza: el apacible coloquio fue interrumpido por un extraordinario estruendo, y en breve gritos de triunfo y gritos de dolor, choques de armas, toque de rebato[8] y clamores del pueblo se percibieron distintamente en la estancia. Al misino tiempo entró todo azorado[9] en el aposento uno de los escuderos de Hernán Sánchez de Vargas, gritándole:

—¡Salvaos, señor, los enemigos entran en la villa!

Hernán Sánchez se lanzó sobre su casco y espada y se disponía a salir precipitadamente, cuando apareció también cubierto de sangre y con la espada desnuda otro de los jefes de los sitiados que exclamó dolorosamente:

—¡Estamos vendidos! ¡La infame traición ha abierto a los partidarios de don Enrique las puertas de Madrid!

—¿Y quién es el que nos vende?, preguntó Vargas lleno de cólera.

—Domingo Muñoz, ese pérfido vecino de Leganés a quien hemos tenido la imprudencia de confiar la guarda de las dos torres vecinas a puerta de Moros, la que ya ha franqueado a los enemigos.

Hernán Sánchez sin atender a más razones, corrió hacia la puerta; pero su esposa se arrojó delante de él, resuelta a impedirle el paso. Mucho sorprendió al guerrero esta acción de su esposa, pues nunca había ejecutado otra igual, aun en medio de las frecuentes alarmas y de los graves peligros que le rodeaban.

—¿Y quieres tú que no vaya a unirme a mis compañeros en estos momentos de peligro? ¡Y es mi esposa la que me aconseja permanezca aquí escondido mientras que ellos se baten!

A todo esto no contestaba ella más que con sus lágrimas y súplicas, anunciando a su marido los siniestros presentimientos que entonces cual nunca la agitaban.

—No, exclamó Hernán Sánchez, si he de vivir luego deshonrado, obedezcamos ahora la voz del deber.

Desprendiose con cierta dureza de los brazos de su esposa, se la entregó casi desmayada al escudero, diciendo:

—¡Cuida de ella!, y desapareció.

La desventurada mujer reunió todas sus fuerzas para ir a prosternarse[10] delante de una imagen de la Virgen de Atocha, cuya devoción era tan entrañable en esta familia de los Vargas, desde los tiempos de Iván de Vargas, amo del bienaventurado San Isidro. La religiosa plegaria la dejó más resignada, aunque no pudo calmar su mortal agitación, que se acrecentó cuando oyó ruido de pasos y sordo rumor debajo de la ventana. El instinto de la curiosidad fue más poderoso que el miedo: se asoma, y a la rojiza luz de las antorchas resinosas, ve a su esposo sin armas, cubierto de polvo y de sangre, y escoltado entre soldados, y con él algunos de sus valientes partidarios. Hernán Sánchez al pasar por delante de su casa, levantó los ojos hacia las ventanas, y al distinguir a su esposa, la dirigió una tristísima mirada que podía traducirse por las siguientes palabras:

—¡Todo se ha perdido!

Ella sin embargo sintió que sus fuerzas se reanimaban a vista de la situación del hombre a quien amaba, y le contestó con otra mirada enérgica, cuya expresión era:

—¡Todavía no!

 

III.

Funestas consecuencias las de las guerras civiles y sangriento espectáculo el que al día siguiente presentaban las calles de Madrid. Cadáveres de hermanos eran los que cubrían las ásperas subidas de la Vega, y las tortuosas calles que circundaban el muro. Había perecido la flor de la juventud madrileña, pero todavía era más lastimosa la suerte de Hernán Sánchez y los demás jefes prisioneros. Sentenciados todos a muerte ignominiosa por el vencedor don Enrique, se hallaban ya en la prisión recibiendo los auxilios religiosos, que los habían de fortalecer en tan duro trance. La hora fatal se aproximaba, y en aquellos momentos de reacción y de venganza, nadie creía hubiese perdón para aquellos desgraciados; pero felizmente en el crítico instante de marchar al suplicio, llega el perdón que don Enrique concede, aunque limitado a la persona de Hernán Sánchez de Vargas. La esposa de este sola y animosa, y realizando una de esas ideas imposibles que solo las mujeres apasionadas pueden concebir, había salido de su casa, había atropellado por entre los guardas, había llegado hasta el orgulloso conquistador, había sabido conmover su corazón, y con sus ruegos y sus lágrimas había alcanzado el perdón de su marido. ¡Espectáculo sublime el de una mujer implorando gracia para su esposo a los pies de un soberbio monarca! Y acción digna de aquellas a quienes el destino, si no llama a gobernar los estados, ni a exponerse a la muerte en los combates, reserva al menos todo el lauro[11] de estas victorias que se obtienen con la dulzura y la paciencia.

Infructuosos fueron, sin embargo, todos los esfuerzos de la esposa de Hernán Sánchez de Vargas: éste rechazó un perdón a tanta costa conseguido, así que entendió que no eran comprendidos en la misma gracia sus parciales, sus amigos que gemían con él en la misma prisión.

—Si hay aquí alguno que debe morir, ese soy yo. No temo yo la muerte. Siento, si, no haber perecido con honra con las armas en la mano defendiendo mí bandera.

En vano todos los circunstantes a quienes esta escena enternece y admira, se esfuerzan en retraerle de su designio, porque se manifiesta inflexible. Sus mismos amigos, admirados de tan noble proceder, le instan, le suplican para que no se inquiete por ellos, y arrojándose a su cuello, le conjuran para que abandone su designio.

—No, decía Hernán Sánchez, nunca quiera Dios que yo os abandone en este trance, así como tampoco me abandonasteis a mí. Yo soy el que os he comprometido, y vuestra amistad, vuestra confianza en mí es la que os pierde; pues bien, o todos o ninguno.

En seguida, viendo que trataban de acosarle con nuevas instancias, echó a andar resueltamente, diciendo a los ministros de justicia:

—Adelante, señores, yo no quiero gozar de la vida. Estoy resuelto a ello.

 

IV.

Al través de un pueblo que se dispersa cabizbajo, y por entre hileras de soldados tristes y silenciosos, marchan al suplicio los campeones que hasta el último instante han sostenido en la leal Madrid la causa del rey don Pedro. Todos ellos inspiran el mayor interés por su infortunio, y muchos por su juventud y prendas personales; pero más que ninguno Hernán Sánchez de Vargas llamaba la atención por su heroico proceder que ya era sabido de todos. Él solo estaba en calma en medio de aquella desolación general, él marchaba con paso firme, dirigiendo serenas miradas a la angustiada muchedumbre que no le contestaba más que con sollozos. Ya se descubría el sitio fatal, ya estaba a la vista el tajo[12] en que debían de ser cortadas sus cabezas, cuando de improviso el pueblo se precipita con sordo rumor, las filas de soldados se abren y ¡gracia! ¡perdón!, gritan por todas parles.

Efectivamente, el rey don Enrique a cuya noticia había llegado la respuesta de Hernán Sánchez, admirado de tanto heroísmo y condolido al fin de la muerte de aquellos caballeros, la que había decretado en los primeros momentos de enojo, hizo ostensiva a todos ellos la gracia que primero concediera a Hernán Sánchez, enviando con toda diligencia uno de los oficiales de la real casa para que suspendiese la ejecución, y entregándole además su anillo regio, para que acreditase como eran verídicas sus palabras.

Tan inesperado desenlace llenó de júbilo a todos, pero los sentenciados, tan serenos como antes, no tuvieron más pensamiento que el de ir a dar las gracias a la patrona de Madrid, depositando en su templo las insignias con que iban al suplicio, para perpetua memoria de este suceso acaecido en el año de 1306. Este generoso rasgo de don Enrique conquistó los corazones de los madrileños, cosa a que no habían alcanzado sus armas, y si en los habitantes de la leal villa quedó grabado el recuerdo de este acontecimiento, impresión más honda todavía hizo en el ánimo del monarca. Don Enrique, y la historia lo prueba, tuvo siempre en particular estima a los más ardientes partidarios del rey don Pedro, y a los que como el animoso Vargas habían dado por él tales pruebas de lealtad, entendiendo, y con razón, que las mismas darían por él, luego que le aceptasen y reconociesen como legítimo soberano. En todos los días de su reinado dio pruebas de esta íntima convicción que abrigaba en su pecho, y más todavía al tiempo de morir, cuando habiendo hecho venir a su presencia a su hijo y sucesor el infante don Juan, después de haberle dado excelentes consejos para el gobierno de sus estados, le dijo estas notables palabras:

—Hijo mío, tres clases distintas de hombres tienes en el reino: unos que constantemente han seguido mis banderas, otros que con no menor constancia han seguido el partido de mi hermano el rey don Pedro, no desamparándole, ni aun en medio de su adversa fortuna, y otros, en fin, que aparentando permanecer neutrales, han esperado el resultado de la contienda para declararse por el Vencedor. De estos hombres no hagas caso ninguno, y desprécialos como guiados tan solo por un mezquino egoísmo. Conserva a mis partidarios las mercedes[13] que yo les di, pero no les confíes cargos en que haya que contar demasiado con su lealtad. Mas cuando necesites hombres de bondad conocida y de lealtad a toda prueba, entonces, hijo mío, echa mano de los partidarios del rey don Pedro y fía en ellos ciegamente, porque esa misma lealtad que a él conservaron en su buena y mala suerte, es la mejor prueba de la que te profesarán a ti, sean las que quieran las vicisitudes del reinado que el cielo te prepara.

 

F. FERNÁNDEZ VILLABRILLE.

 Edición: Ana María Gómez-Elegido Centeno

 


[1] Cosa que se da gratuitamente.

[2] Escudo de armas.

[3] Ayuntamiento (corporación municipal).

[4] Excesos.

[5] Concierto o pacto hecho entre dos o más personas sobre algún asunto, comúnmente grave.

[6] Brío, esfuerzo, valor, intrepidez.

[7] Descrédito, deshonra, especialmente cuando procede de falta de valor.

[8] Se empleaba para expresar el peligro de una incursión repentina del enemigo sobre el pueblo, al cual se avisaba tocando aprisa las campanas para que se pusiese en defensa.

[9] Sobresaltado.

[10] Arrodillarse o inclinarse por respeto.

[11] Gloria, alabanza, triunfo.

[12] Trozo de madera grueso y pesado sobre el cual se cortaba la cabeza a los condenados.

[13] Dádiva o gracia de empleos o dignidades, rentas, títulos nobiliarios, etc., que los reyes o señores hacen a sus súbditos.