DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

De Madrid a Panticosa: viaje pintoresco a los pueblos históricos, monumentos y sitios legendarios del Alto Aragón, Madrid, Imprenta de M. Minuesa de los Ríos, 1878, pp. 145-151.

Acontecimientos
Intolerancia religiosa
Personajes
Zumahil, valí de Huesca, su favorita Zaida, las mártires cristianas Nunilo y Alodia, el bardo narrador
Enlaces

LOCALIZACIÓN

HUESCA

Valoración Media: / 5

        Rendido el Bardo, sentóse un día sobre el césped verdoso que rodea el promontorio donde se levantó la antigua y hermosa Azuda  (1) de la Weschka agarena.

        Sus negros ojos brillaban con el destello de la divina poesía que abrasaba su mente, y en vano sus dedos se deslizaban, a pesar suyo, sobre las rotas cuerdas del mudo instrumento que a su lado yacía, y del que solo consiguió arrancar algún lúgubre sonido.

        Su corazón palpitaba de entusiasmo, y melancólicas ideas, cruzando por su ardorosa frente, le transportaron a otros tiempos y a otras edades.

        Allí, en una tosca piedra, tres nombres grabados con distintos caracteres acabaron de descubrirle todo un pasado fecundo en hechos gloriosos e increíbles sucesos. —¡Osca! ¡Weschka! ¡Huesca!

        Los dos últimos se enlazaron tenazmente en su imaginación de fuego: creyó ver el primero más indescifrable y casi borrado por el polvo de un pasado, ora deslumbrante como el bruñido (2) escudo de un romano, ora oscuro y sombrío como la frente de un atleta burlado…

        —¡Weschka! repetía el Bardo, olvidando a Sertorio, olvidando sus academias, los togudos varo—p. 146—nes de su senado, el relincho de los caballos de guerra, la amistad de César y las mercedes de Augusto.

        El sencillo cantor de los vergeles (3) que fertiliza el Isuela, no halló inspiración en la guerrera palabra Osca, acostumbrado a los dulces cantos de una poesía amorosa y tierna.

        —¡Weschka! repitió por centésima vez, fijando sus extraviados ojos en aquella mágica palabra. Y su vista quedó enteramente oscurecida; y se creyó transportado a otros tiempos, y un sorprendente cuadro se desarrolló en su mente.

        Creyóse en los salones de la Azuda y en el año de 840 de nuestra era.

        Zumahil, el terrible wali (4), recostado en rica otomana (5) de blandos mullidos, acariciaba distraído las trenzas de azabache de su Zaida, la favorita del harem.

        Y una vaga tristeza anublaba (6) los lánguidos y amorosos ojos de Zaida y cubría de marcada palidez su tersa frente.

        —¿Piensas en las hermosas cristianas? se aventuraba a decir la joven agarena.

        —Su tenacidad me admira, respondió Zumahil; y por Alah y por su divino Profeta he jurado vencer una resistencia que me confunde. ¿Se desdeñan acaso, orgullosas, de participar de las delicias reservadas por el gran Mahommed a sus huríes?

        —Son impías (7): niegan el poder del santo Profeta y se burlan del tuyo que eres su representante en la famosa Weschka.

        —¡Calla! ¡Nadie se burla impunemente de Zumahil! exclamó el walí con acento feroz, brotando —p. 147— sangre sus ojos y crispando sus nerviosos puños con indecible coraje.

        Zaida inclinó la cabeza, y una lágrima de fuego vino a caer sobre su mano de nácar, en el momento en que iba a besar la mano de su señor.

        Y el Bardo siguió con su dulce visión; y veía magnates con alfanjes y vistosos trajes orientales; y admiraba los deliciosos kioskos de la Azuda; y se paseaba por voluptuosos jardines; y presenciaba las caprichosas danzas de las impúdicas odaliscas…

        Pero creyóse arrebatado de repente por un genio de doradas alas, y transportado a un oscuro y hediondo calabozo.

        Aquel sitio lúgubre no tardó en quedar alumbrado por una luz celestial, y una fragancia divina embalsamó (8) aquel recinto.

        Pronto oyó dos voces angelicales que entonaban himnos de alabanza al Dios de los cristianos, al divino Mártir del Gólgota y a la Virgen su madre, protectora del desvalido.

        Aquella escena tenía un atractivo mil veces sublime, y hacía repugnante la visión de cuanto pasó en la voluptuosa Azuda.

        Dos recatadas vírgenes eran las que cantaba: dos vírgenes cargadas de cadenas, y gozosas y risueñas con los consuelos del cielo.

        Los himnos que repetían eran himnos aprendidos en su niñez: los himnos que merecieron su cristiana cuna en Adahuesca, donde vieron la luz primera.

        Nunilo y Alodia se llamaban: ambas hermosas y puras como dos serafines (9) del trono del Eterno. Huérfanas de un padre musulmán, se habían ini—p. 148—ciado en los misterios del Crucificado, oyendo la doctrina santa de los labios de una madre cristiana y arrepentida. Querían ser fieles al divino esposo que en su infancia eligieron: querían dar el último suspiro por su fe.

        El Bardo creyó ser testigo de la constancia y del valor de las castas doncellas; creyó presenciar su terrible y prolongada lucha; creyó oír los halagos y las promesas del voluptuoso Zumahil enardecido por la belleza de las fervientes cristianas; creyó oír la terrible sentencia del Khorán que condena a ignominiosa muerte a loas hijas, que, infieles a las creencias de un padre mahometano, quebrantasen la ley del Profeta.

        Creyó también ser testigo de las amorosas lágrimas y de la desesperación de la enamorada Zaida, a quien olvidaba su señor, preocupado con la imagen de las cristianas. Creyó leer la violenta pasión de los celos en los tristes y abatidos ojos de la favorita.

        Y se le figuró que en un día tempestuoso y sombrío, entre truenos y relámpagos vomitados por los genios infernales, marchaban serenas al suplicio Nunilo y su hermana Alodia. Parecíole que, al recibir las santas la muerte, serenábase el cielo, brillaba esplendoroso el sol en su cenit (10), y una corona y una palma, bajadas del cielo, caían sobre los ensangrentados cadáveres, mientras Zumahil blasfemaba, y Zaida ocultaba con ambas manos su rostro encendido y devoraba las lágrimas de que se anegaban sus ojos bellos.

        Y veía el Bardo cómo los mutilados y castísimos cuerpos eran ignominiosamente arrastrados por las calles de Weschka y por delante de la —p. 149— Azuda hasta llegar a un horrible promontorio denominado el Lugar de las horcas; y veía cómo el desengañado walí, frenético e implacable, mandaba arrojar los cuerpos de las jóvenes vírgenes a los perros hambrientos y a las aves carnívoras; y cómo los perros y las aves respetaban los santos cadáveres. Y veía cómo las sonrosadas mejillas de la hermosa y sensible Zaida se anegaban en lágrimas de admiración y ternura ante un espectáculo tan sobrenatural y sorprendente.

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        Entregado el Bardo a mil sensaciones diversas, no había observado que una noche de otoño iba ya envolviendo en su oscuro capuz (11) el valle y las colinas, y el verde lecho del Isuela y la escarpada cumbre de Guara; pero las brisas de la noche dieron más serenidad a su calurosa frente, abstrayéndole de sus devaneos.

        Se levantó, y, prolongando una mirada en torno suyo y luego dirigiendo su vista hacia el Oriente, exclamó en su poético lenguaje:

        —No, no es ilusión cuanto he visto. Aquellas dos brillantísimas estrellas que, meciéndose allá en la bóveda azulada, despiden sus rayos oblicuos sobre el ensangrentado Lugar de las horcas, deben ser las gloriosas almas de las dos vírgenes. Aún se percibe la fragancia de las violetas y olorosas flores fertilizadas con la sangre de las mártires; aún pueden verse, cada día más lozanas, las margaritas que brotaron para formar el mullido lecho donde descansaron los dos purísimos e inanimados cuerpos…

        ¿No distingo una sombra vaga, misteriosa, sobre aquel promontorio cuyo nombre antes estre—p. 150—mecía, y consagrado ahora por la sangre inocente que recibió de las dos hermosísimas doncellas? ¡Ah! Sí; aquella sombra misteriosa es la sensible Zaida. Zaida acusa a Alah de cruel por haber pedido la sangre de dos jóvenes que no tenían más crimen que su virtud… Reniega del Profeta que sacrifica sin compasión la belleza que no quiere rendirse a sus caprichos; huye de los impuros brazos de Zumahil y de los encantados salones de la Azuda, y admirada de la fortaleza de ánimo de Nunilo y Alodia, comprende ya la dignidad de la mujer, que no nación para esclava, y trata de inspirarse en la fe de las victoriosas heroínas. Alah y su gran Profeta no habían sabido inspirarle los nobles sentimientos que ahora experimenta; por esto aparta la vista de la Misleida (12), donde adoran a Alah los sectarios de Mahoma, y besa la tierra teñida con la sangre de las cristianas…

        El Bardo se apartaba ya de aquellos lugares, rendido por indecibles emociones, cuando creyó oír allá a lo lejos el agudo sonido de las trompetas y añafiles (13) del combate.

        Eran las huestes cristianas que acudían por orden de Dios a proteger a la débil mujer; eran las huestes organizadas en las inaccesibles escabrosidades de San Juan de la Peña, que conspiraban contra el poder de la media luna; huestes decididas a hacer confesar al agareno que nada se resistía al Dios cristiano, y que ante su poder en vano se invocaba a Alah y su Profeta.

        El Bardo se descubrió, dejando al aire su cana melena, y murmuró un expresivo saludo a los —p. 151— héroes de la reconquista aragonesa, que creía vislumbrar en lontananza.

       

(1) Azuda: alcazaba o castillo árabe

(2) bruñido: pulido

(3) vergeles: huerto o jardín con abundancia de flores y frutales

(4) walí: gobernador de una provincia en estados musulmanes

(5) otomana: diván

(6) anublaba: oscurecía, y figuradamente, inquietaba

(7) impías: sin piedad religiosa

(8) embalsamó: perfumó

(9) serafines: ángeles del segundo coro

(10) cenit: situación del sol en el punto más elevado sobre el horizonte

(11) capuz: prenda con capucha

(12) Misleida: nombre erróneo atribuido tradicionalmente a la antigua e imponente mezquita mayor de Huesca, sobre la que se levantó la catedral de la ciudad

(13)  añafiles: trompetas muy largas