El defensor de Gerona
 
  I.
 
Descendía el ancho sol 
Su disco inmenso ocultando.
Tras las cumbres que bordando 
Va con líneas de arrebol, 
 
Y allá por los altos montes 
Que fijan media corona 
Y que de la gran Gerona 
Limitan los horizontes, 
 
Un hombre triste subía 
Con el mismo lento paso 
Con que allá, por el ocaso. 
Menguaba la luz del día.— 12—  
 
Allí, no mansos caminos,
Sino empinadas veredas, 
Recortan las arboledas 
Entre alcornoques y pinos
 
Que al son del viento felices 
Y al son de corrientes claras 
Asoman entre las jaras 
Y las piedras sus raíces. 
 
A la sombra de una calle 
De álamos, que al recorrer 
Retrata en su seno, el Ter 
Fecunda y refresca el valle
 
Y allá, donde tuerce el río 
Su gran corriente sumisa, 
De Gerona se divisa 
Agrupado el caserío 
 
Bajo sus pies se repliegan
Desde sus pies se adelantan 
Montes que más se levantan 
Cuanto más distantes llegan
 
Y que su inmortal deseo 
Apenas, tristes, humillan 
Al mirar cuán altas brillan 
Las cumbres del Pirineo:—13—
 
Viejo atleta que reposa 
Viendo cómo el sol arranca 
De su cabellera blanca 
Vivos reflejos de rosa. 
 
La ciudad por las pendientes 
Se reclina de los valles;
Pintorescas son sus calles, 
Y del Oña las corrientes 
 
Las arrullan y dividen, 
No con ánimo traidor, 
Sino con el puro amor 
De quien da lo que le piden. 
 
El hombre desde su orilla 
ve, del hombre muestra rara, 
que la corriente más clara 
es, al sol, la que más brilla. 
 
Y por los montes aquellos, 
Que a gigantes se asemejan, 
Y que en sus cumbres reflejan 
Del mismo sol los destellos, 
 
Cuando su inmenso capuz 
Extiende la noche oscura, 
Ve que la mayor altura 
Guarda más tiempo la luz. —14—
 
¡Y el alma procura ser, 
Viendo tan limpio ejemplar, 
Noble para reflejar, 
Alta para merecer! 
 
No hay risco, cerro ni loma 
De aquella tierra bendita 
Que no sustente su ermita, 
Como el nido a la paloma. 
 
Tímidas, al homenaje 
Con que los pueblos responden 
A su protección, se esconden 
Tras los velos del ramaje. 
 
Encanto muestran divino 
Y ricas flores lozanas, 
Y tienen dulces campanas 
Que llamen al peregrino 
 
Que al caminar sin consuelo 
Las mira sobre la sierra 
Como al concluir la tierra, 
¡Como al empezar el cielo! 
 
El aire de nubes rojas 
Poblaba el sol; indecisa 
Vagaba la tenue brisa 
Acariciando las hojas,  — 15— 
 
Y con sus no comprendidos 
Y trémulos cantos süaves, 
Parecía que las aves 
De hablaban desde sus nidos. 
 
Sin levantar la mirada, 
El solitario viajero 
Seguía por el sendero 
De los montes su jornada. 
 
Curtida tiene su faz, 
Y bien su aspecto demuestra 
Que no fue su noble diestra 
Cortesana de la paz. 
 
Sombras de ocultos pesares 
Intentan nublar su triste 
Y pálido rostro; viste 
Con usanzas militares. 
 
Un rojo fajín severo 
A la cintura arrollado 
Lleva; del siniestro lado 
Pende el vigilante acero, 
 
Que libertad solicita, 
Y, prendas de sus acciones, 
Rozan algunos jirones 
Los pliegues de su levita. —16—
 
Siempre triste y adelante 
Sube y sube, y a pesar 
De no querer aliviar 
Su cansancio ni un instante, 
 
Tras la misteriosa calma 
De su rostro, se veía 
Que a cada instante debía 
Irse quejando su alma. 
 
Pisó las cumbres, y ya 
Viendo al valle se paró. 
¿Qué busca? ¿Quién le llamó? 
¿Por qué gime? ¿Quién será? 
 
En horas bien tristes era; 
El suelo español temblaba 
Y, tímida, retardaba 
Sus flores la primavera. 
 
Temblaba y temblaba en vano, 
Oprimido bajo el yugo 
No del hacha del verdugo, 
Sí del cetro del tirano. 
 
Baja llanura le vio 
Surgir de la muchedumbre, 
Y a poco sobre la cumbre 
Del mundo se coronó. —17—
 
Grande impulso dióle el Sena, 
Amor su pueblo infeliz, 
Nombre campos de Austerlitz, 
Orgullo sombras de Jena. 
 
Al tronar de sus cañones 
Que impetüosos rodaron 
Sobre sus tumbas, se alzaron 
Los dormidos Faraones. 
 
Vencida gimió la Prusia, 
Y, sobre su capa leve, 
Sintió sus pasos la nieve 
De las estepas de Rusia. 
 
Esclavo de su deseo, 
Vio con implacable saña 
Desde su abrupta montaña 
Descender el Pirineo; 
 
Y miró que el valle tiene 
Vida, amores, juventud, 
Y bajó... Suelto el alud, 
¿Quién su carrera detiene? 
 
¿Ni límites quién pondría 
Al mar que en las rocas ruge, 
Ni al desordenado empuje 
De aquella gran tiranía? — 18—  
 
Las gentes sacrificadas 
Sírvenle de altura luego, 
Se alumbra con el fuego 
De ciudades incendiadas. 
 
Y prendidas a su veste 
De armiño, que a trozos cuelga, 
Marchan las furias, la huelga, 
El exterminio y la peste. 
 
Ardiendo en amor, la gloria 
En sus brazos se adormía, 
Y bajo sus pies rugía 
Domeñada la victoria. 
 
Y tanto y tanto cundió 
Su grito de sierra en sierra, 
Que estremecióse la tierra 
Y hasta la mar, que escuchó, 
 
Allá en sus fondos salados, 
Los tristes ayes sombríos 
Con que a sus ondas los ríos 
Rodaban ensangrentados. 
 
¡Cuáles de venganza son 
Los momentos! Dios coloca 
Junto a los mares la roca, 
Frente al león, el león. —19—
 
Detrás de aquellas montañas, 
Linde a sus furias, inerme, 
Febril y en cadenas, duerme 
El león de las Españas. 
 
Mas no le ultrajen dormido, 
Ni intenten ganar sus penas... 
¡Ay, si rompió sus cadenas! 
¡Ay, si lanzó su rugido! 
 
¡Y al fin se escuchó! También 
Saben luchar los amores. 
¡No crecen tan solo flores, 
Tiranos, en nuestro Edén! 
 
Por la mancillada sierra, 
De cada profundo hueco 
Salió para España un eco, 
Un eco gritando: «¡Guerra!» 
 
Duero, Betis, Guadiana, 
Dijeron del insensato 
Las perfidias, y a rebato 
Sonó, sonó la campana. 
 
¡A sus roncos llamamientos 
La turba inundó las calles, 
Poblaron montes y valles 
Guerrillas y campamentos! —20—
 
¡A los gritos de venganza 
Fe la hirviente muchedumbre 
El fusil perdió su aherrumbre, 
El puño cobró su lanza, 
 
El mozo los tiempos idos, 
Y el pobre viejo buscó 
Su espada y enderezó 
¡¡Los miembros entumecidos!! 
 
¿Quién armó tantos furores? 
¿Quién lloró tantos pesares? 
¿Quién yermó tantos hogares? 
¿Quién por tan vivos dolores 
 
Trueca tantos regocijos? 
¿Quién conmueve la montaña? 
¡España! ¡La madre España 
Que ve morir a sus hijos! 
 
¿Qué fue del ardiente rayo 
Que rompe, tala, destroza 
Delante de Zaragoza 
Y el pueblo del Dos de mayo? 
 
A su rápida carrera 
Abre Bailén triste fin; 
Laureles de Medellín 
Murieron en Talavera. —21—
 
Mas tan heroico ardimiento 
¿Qué vale, si la fortuna 
Tiene, copiando a la luna, 
Fases y color sangriento? 
 
Huellan los torpes caudillos 
El trono de San Fernando, 
Sus leones amarrando 
A los pies de sus castillos; 
 
La ambición nos hace presa, 
La derrota desmayar, 
¡Y la Virgen del Pilar 
Tuvo que gemir francesa! 
 
Triunfante y audaz y ufana, 
Desde sus muros pregona 
Sus libertades Gerona 
Por la tierra catalana, 
 
Y espera al francés temido 
Como el gladiador romano, 
Con el acero en la mano 
Desnudo y apercibido. 
 
Alzados entre, la breña, 
Sus muros y balüartes 
Y torres contra las artes 
Del procaz tirano enseña. —22—
 
Allí tiene sus derechos, 
Tras el cañón sus metrallas, 
Y tras sus fuertes murallas 
Más fuertes muros de pechos
 
¿Qué súbita voz resuena? 
¿Qué sorprendente sonido 
Deja al viento suspendido 
Y los claros aires llena? 
 
«Gerona, si al monte subes. 
No con el débil te iguales. 
¡Las águilas imperiales 
Te acechan desde las nubes! 
 
»Cruzan por tus horizontes, 
Con largo vuelo tendido... 
¡No las dejes hacer nido 
Ni en tus valles, ni en tus montes.
 
»Tu heroica, tu inmensa calma 
¿Por qué, por qué no se agita? 
¡Tu gran cuerpo necesita, 
Gerona infeliz, un alma! 
 
»¡La que fue del orbe espanto. 
La que supo dominar 
En San Quintín, y a la par 
En las olas de Lepanto! — 23—  
 
»¡La de España! Si en la mía 
La pudiese recoger, 
¡Con qué supremo placer 
Entera te la daría! 
 
»¡Voy a tí! ¿No me conoces? 
¡Quiero verte, ser tu hijo 
Y sucumbir!» Así dijo 
Con altas y roncas voces 
 
El misterioso viajero, 
Desde las cumbres bajando 
Hacia los valles, y alzando 
En su diestra el limpio acero. 
 
¡No en vano de amar blasona; 
Sus palabras cumplirá; 
El mártir será; será 
El defensor de Gerona! —24—
 
 
 
    II. 
 
Bordaba con flores mayo 
las quiebras y los senderos 
de las altivas montañas 
que son de Gerona cerco, 
cuando al compás de los sones 
de trompeta y parche hueco 
que en las grutas despertaban 
a los dormidos acentos 
y asustaban a las aves 
su cantar interrumpiendo, 
cien nutridos escuadrones 
llegar y pararse vieron, 
ostentando en sus banderas 
las águilas del Imperio. 
 
Eran allí los valientes, 
los veteranos soberbios 
que las campiñas de Italia 
miraron cruzar, al fuego 
de sus hogares vencidos, —25—
la cruz sobre el fuerte pecho, 
caladas las bayonetas 
y caminando entre muertos. 
 
Eran allí los dragones[1]  
invencibles y ligeros, 
que, al cargar, con el rüido 
del anticipado trueno, 
rayos tras rayos despiden, 
filas tras filas rompiendo. 
 
Como al desbordarse el río 
con las lluvias del invierno, 
encharca los pedregales, 
borra los firmes linderos, 
ya inunda las arboledas, 
ya corre turbio y sereno, 
siempre en sus aguas quebrando 
del sol triunfantes reflejos, 
así las felices tropas 
que en torrente ya deshecho 
rompen, huellan y mancillan 
sacros lares, nobles huertos, 
ya en las cuestas aparecen 
que el valle forma risueño, 
ya en los riscos de los montes, 
ya en las cimas de los cerros, 
siempre ante la luz brillando 
sus invencibles aceros, 
sus bayonetas agudas, 
sus deslumbrantes arreos. —26—
 
Y cual las perdidas aves 
buscan sus nidos, y el vuelo 
ya detienen, ya apresuran, 
y, separadas, al verlos 
se juntan bajo los mismos 
árboles del bosque espeso, 
así las miradas todas 
de los ansiosos guerreros 
buscan el valle que bañan 
Oña y Ter, siempre corriendo, 
y tras sus flotantes nieblas 
las cúpulas, torres, techos 
de las casas de Gerona, 
que se extienden a lo lejos. 
 
Cuando el sol las abrillanta 
las miran cual copos sueltos 
de nieve; cuando la noche 
extiende su manto inmenso, 
y es todo sombras la tierra 
y el aire todo silencio, 
a los rayos de las luces 
que, alumbrándolas por dentro, 
por las abiertas ventanas 
vierten sus vivos reflejos, 
fingen vigilantes ojos 
¡que están sus perfidias viendo! —27—
 
Entre sus murallas zumban 
los huracanados vientos, 
que allí la discordia quiere 
entronizar sus deseos. 
 
«¡Allí!»— desde el monte, dice 
el veterano al mancebo, 
señalando las murallas 
de Gerona con el dedo, — 
«¡las rojas piedras hundidas, 
vencedores, hollaremos!» 
El General, indomable
«¡Allí!» — se dice, resuelto 
a la victoria y alzando 
el curioso catalejo; 
y por las filas francesas 
tristes y ahogados acentos, 
que parece que a Gerona 
van corriendo, van corriendo.
 
«¡Allí Gerona!» — murmuran; 
y al sonar sus hondos ecos, 
terribles voces resuenan 
por el largo campamento; 
cada machete en la boca 
del fusil busca su puesto, 
y los cañones, que enseñan 
al valle sus fondos negros, 
mirando a Gerona, escuchan 
crujir sus ruedas al peso —28—
de la metralla, que viene 
a habitarlos, ¡breve tiempo! 
 
No desfallece Gerona 
sierva de pálido miedo, 
ni de las hazañas duda, 
ni teme por los tormentos; 
que la defienden sus hijos, 
y sabe que vuelven ellos 
con el laurel en la mano 
o con la muerte en el pecho, 
mas nunca vencidos, nunca 
ni amedrentados ni siervos. 
 
En sus torres, sombreando 
de la almena el pico estrecho; 
en sus torres, frente a frente 
al campo del extranjero, 
de España el pendón glorioso 
flota libre al vago viento, 
que, ya lo despliega, el asta 
contra el muro sacudiendo, 
ya lo acaricia con leves 
y rápidos movimientos. 
 
Eran de ver por las calles 
hervir las olas del pueblo, 
que ansía de las batallas —29—
los inflamados momentos; 
banderas, lanzas, fusiles 
se agitan con sordo estruendo, 
voces de «¡venganza!» suenan, 
responden roncos lamentos, 
y se respira en los aires 
el impetüoso fuego 
de las pasiones, que aviva 
la inquietud del loco incendio. 
 
Eran de ver por las noches 
los hogares, cuando el sueño 
descendía lentamente 
por los espacios desiertos; 
las madres lloran; suspiran 
las doncellas en silencio; 
padres y hermanos escuchan 
la firme voz del abuelo, 
que en el sillón de baqueta 
acomoda el débil cuerpo. 
 
¡Cuántas veces, recordando 
lo que vale el noble esfuerzo, 
sobre el sillón se levanta: 
«¡Escuchad, hijos!» diciendo. 
«¡Pronto llegarán las horas 
del combate, y ¡ay! si os veo 
temblar; con mis propias manos 
os ahogaré contra el suelo; —30—
¡que si mis hijos temblasen 
ya no son mis hijos esos! 
¡Y yo serviré! Si apenas 
andar ni aun moverme puedo, 
cuando el cañón enemigo 
destroce los muros nuestros, 
llevadme sobre los muros, 
ponedme llenando el hueco; 
¡por allí la primer bomba 
no entrará; dará en mi pecho!» 
 
¿Quién podrá rendirse mudo 
a tan viril ardimiento, 
ni desfallecer cobarde, 
si aquel rico mar inquieto 
es tan solo de los rayos 
de un gran sol, feliz espejo? 
 
por la ciudad y por ellos; 
anima al débil, maldice 
al vil, engrandece al bueno. 
Si su voz escuchan todos, 
álzanse con más entero 
pundonor; así la encina, 
después que la azota el viento, 
afirma su tronco, mueve 
sus ramas con más imperio. 
 
Si de los campos vecinos —31—
llegan torpes mensajeros 
de infame paz, metrallazos 
les harán recibimiento. 
Tienen los que luchen, todos 
en la muralla su puesto; 
para los que tiemblen, abre 
sus fosas el cementerio. 
 
Días y días pasaron 
y el día llegó funesto; 
por los aires encendidos 
vibraron curvas de fuego; 
enloqueció la discordia, 
y habló con lengua de hierro; 
muros y torres temblaron, 
muros y torres cayeron. 
 
¡Ah! cada estampido enciende 
más odios, cada momento 
mira más héroes; los vivos 
resurgen de entre los muertos, 
y los contemplan, y exclaman 
con furor: «¡Os vengaremos!» 
 
Y se acerca silencioso 
el instante más horrendo, 
el instante de la lucha 
frente a frente, cuerpo a cuerpo... 
 
¿Quién tan glorioso entusiasmo 
cantará con digno acento? —32—
¡Rayos de aquellas batallas, 
inflamad mi amor eterno! 
¡Dios, que inspiraste a Gerona, 
inspira mis pobres versos!! —33—
 
 
 
  III. 
 
 
 
Las águilas imperiales 
anidaron por los cortes 
del cerro que sostenía 
de Monjuich las viejas torres. 
 
Por sus rüinas sangrientas 
rodaron fuertes cañones; 
la chispa vibró en sus senos, 
y las granadas veloces 
en los muros de Gerona 
rasgaron brechas enormes. 
 
¡Ay del indómito orgullo 
que fronteras desconoce, 
y alegres vidas apaga 
y libres derechos rompe! 
 
Su espada segó los campos, 
su fuego incendió los bosques. 
 
Rugidos sólo se escuchan; 
¡rugidos son de leones! —34—
 
Una tarde calurosa, 
cuando entre ardientes vapores 
el rojo sol descendía 
a incendiar el horizonte, 
tendieron por las alturas 
sus filas diez batallones, 
del hinchado parche hueco 
a los confusos redobles. 
 
Riza el aire las banderas, 
y roncas y ahogadas voces 
y rechinar de cartuchos 
y crujir de aceros oye. 
 
Las cercanas baterías 
tiemblan bajo el seco golpe 
del cañón, que rudas manos 
entre piedras firmes ponen; 
la boca de la tronera 
improvisada le acoge, 
y a sus pies bombas se apilan 
en descompuestos montones... 
 
¿Quién no ve bullicio tanto 
sin horror? ¿Quién no conoce 
que espantosas desventuras 
su preñado seno esconde? 
 
Gritos fugaces corrieron 
de fila en fila, y entonces 
rugió fatal estampido — 35—  
en las cumbres de los montes, 
y las columnas bajaron 
al valle cual negras moles 
desprendidas; no sonaban 
ni cornetas ni tambores; 
sólo se oían los pasos 
repetidos y uniformes, 
y el chocar de los fusiles 
de los soldados que corren, 
¡y el silbar de las granadas 
despedidas por los bronces! 
 
En cuatro revueltos ríos 
el gran torrente partióse; 
los oficiales cruzaban 
con sus potros al galope, 
del general que los guía 
comunicando las órdenes; 
una voz terrible dijo: 
«¡Ya!»; largos ecos feroces 
«¡Ya!» contestaron. Subieron 
las columnas por los bordes 
y pendientes de las cuestas 
que el muro a sus pies recoge, 
y banderas, y fusiles, 
y ostentosos morriones, 
y charreteras brillantes 
en fragoroso desorden, 
fingieron rápida sierpe —36—
que por las brechas hundióse...
 
¡Así también, por sus grutas, 
la cálida tierra sorbe 
las aguas del fresco arroyo 
que al ir entrando se encoge.
 
Eran las fugaces horas 
en que, tras largos informes 
y repetidas arengas 
y consultadas razones, 
Álvarez de Castro duerme 
en brazos del sueño torpe 
que sus anhelos aplaca 
y sus sentidos absorbe, 
para velar por las horas 
traicioneras de la noche. 
 
Luchar el francés presume 
sin que su arrojo le dome. 
¡Ilusión! ¿Quizás ignora 
que en hidalgos corazones 
el rencor de la sorpresa 
recrudece furias dobles? 
 
Desde las rotas garitas 
de los viejos murallones 
llega, volando, a Gerona 
voz de futuros dolores. 
“¡Vienen!” dijo el centinela —37—
que el alto muro recorre; 
«¡Vienen!» dijo por las calles, 
de su potro al largo trote, 
fuerte mancebo que agita 
roto, pesado mandoble; 
« ¡Vienen!!» gritaron las turbas, 
«¡¡¡Vienen!!! ¡A las brechas!» Toques 
en los aires; en las torres 
de las iglesias plañían 
las campanas; sus acordes 
lentos y graves, lo mismo 
sonaban que maldiciones! 
 
No del trabajo se oían 
los mil alegres rumores; 
no en los molinos las piedras 
rechinaban; no veloces 
las ruedas en los talleres 
crujían... ¡Rápido bote, 
buen tiro, gran cuchillada 
eran cuidados mayores! 
 
Abrían sus anchas puertas 
los conventos; rudos golpes 
no se escuchaban, ni el largo 
rumor de las oraciones. 
 
Los roncos gritos del mundo 
zumban por sus techos pobres, 
sus no profanadas celdas —38—
sienten pasos de varones, 
y donde el ruego se oía 
se oyó la amenaza, y donde 
la dulce voz de los cielos 
la airada voz de los hombres. 
 
«¡Destrozadlos!» se escuchaba 
gritar desde los balcones, 
mientras el pueblo corría 
por las calles, dando voces. 
"¡Adiós! ¡Mi bien!" grita un moza 
a la flor de sus amores, 
al verla, cuando al encuentro 
de los enemigos corre. 
Ella le para y le dice 
con labios trémulos: «¡Oye! 
Si por la espalda te hieren, 
no maldigas, ni solloces, 
ni me busques. ¡Yo no quiero 
ni cobardes ni traidores!» 
 
Él con tristeza la mira, 
y, sin hablar, le responde 
abrazándola... Sin duda, 
¡¡se hablaron sus corazones!! 
Por entre las rotas brechas 
se hundían los sacerdotes, 
alzando los crucifijos 
para salvar pecadores... —39—
 
Allá cruza, mientras carga 
el fusil, que mueve torpe, 
un viejo, que apenas puede 
sostener el paso indócil. 
cubre su cabeza; sobre 
su cuerpo flaco se ajusta 
un ropón hecho jirones. 
Más lejos, sin que sus pasos 
suenen, tal vez sin que rocen 
el suelo, cruza, ganoso 
ya de venganzas, un joven. 
Contra los guijarros prueba 
de su espada el fino corte, 
y en una mano la empuña 
y ágil lanza en otra coge. 
La brisa fugaz repite 
gemidos y maldiciones; 
la luz del cielo se parte 
en vivo mar de colores, 
y el rayo del sol parece 
— que dora tantos cañones 
y telas tantas alumbra 
y en armas tales se rompe — 
que en la tierra van brotando 
reflejos de ocultos soles. 
 
Reinó espantoso silencio —40—
en las brechas, y escuchóse 
después feroz estampido 
que el eco rasgó en los montes. 
Horroroso fue el asalto, 
veloz y tremendo el choque; 
espadas buscan espadas; 
cuerpos a cuerpos se oponen; 
no hay manos que no se agiten, 
ni sables que no destrocen, 
ni pechos que no se muestren, 
ni hazañas que no se logren. 
Al estruendo parecía 
que se desplomaba el orbe 
en anchos, hirvientes mares, 
cuyas olas y rumores 
ya crecían, ya menguaban 
con sordas palpitaciones. 
A veces tristes sollozos 
el aire veloz acoge; 
a veces largos rugidos 
de fieras, que no de hombres. 
Salta la sangre, corriendo 
confundida a borbotones, 
las ruinosas piedras tiñe, 
y si el suelo no la sorbe, 
al valle bajando, quema 
verdes hojas, tiernos brotes. —41—
 
En las tinieblas del humo, 
que en ondas vaga deformes, 
encienden los fogonazos 
fugitivos resplandores. 
¡Ríe la pálida Muerte 
oyendo sonar su azote, 
y el vil incendio que sube 
de los fosos a las torres 
su inflamada cabellera 
en rayos mil descompone! 
 
Las furias y el entusiasmo 
disfrazan viejos rencores. 
En alas de la tormenta 
se agrupan los nubarrones; 
más volarán cuando el viento 
más veloz y fuerte sople. 
Se baten los gerundenses 
tan bravos como leones; 
¿qué será cuando el empuje 
del caudillo los arrolle 
contra el francés, como el viento 
a las hojas de los bosques? 
 
¿Quién desfallece si escucha 
su voz, su fama, su nombre? 
 
¡Él llega! Sus vivos ojos 
lanzan rápidos fulgores; 
su espada vibra en su diestra —42—
a quien por firme conoce; 
sangre va pisando, sangre 
mancha su roto uniforme. 
 
Todas las brechas le vieron 
pasar; en todas batióse. 
 
¡Un relámpago parece 
que lo anima! ¿Lucha? ¡Rompe 
más que treinta con su esfuerzo,
con su espada más que doce! 
 
¿Habla? Su voz, que resuena 
más firme que el eco dócil 
que el acero bien templado 
logra del herido bronce, 
rasga los aires diciendo: 
«¡Ay si cejan mis pendones! 
¡Confiad como cristianos! 
¡Pelead como españoles!
 
En las brechas le reciben 
con frenéticos trasportes 
de alegría, como a padre 
hidalgo, valiente, noble. 
como fuego que pasa 
y llueve chispas veloces, 
por todas partes le siguen 
¡ruidosas aclamaciones! 
 
La lucha se recrudece, 
y aumentan los rudos choques; —43—
no hay manos que no se agiten, 
ni sables que no destrocen, 
ni pechos que no se muestren, 
¡ni hazañas que no se logren! 
 
¡Gerona venció! Rendidos 
los franceses batallones 
se desbandaron. La tierra 
con sus muertos alfombróse. 
¡Cuán decididos bajaron! 
¡Cuán tristes van por los montes! 
No es tanto su desconsuelo 
como fue su orgullo entonces. 
Es hembra la suerte; goza 
jugando con ilusiones. 
 
Ya el sol su frente reclina 
en el seno de la noche; 
rojizas franjas de nubes 
flotan por el horizonte; 
del Ter en las negras aguas 
vierten sangrientos fulgores; 
el Ter parece que llora, 
y al mar, que lo aguarda, corre. 
 
¡Ay del indómito orgullo 
que fronteras desconoce, 
y alegres vidas apaga —44—
y libres derechos rompe! 
¡Ay, cuando lleguen las horas 
que al hondo abismo le arrojen! 
¡Ay, cuando poder y triunfos 
y majestad le abandonen! 
Ni una flor habrá en su tumba 
que aridez en galas torne... 
¡Es mal abono la sangre 
para que nazcan las flores! —45—
 
 
  IV. 
 
Ya no retumba el cañón 
Del monte por la aspereza; 
Hiere muda la traición; 
Muda y audaz; el león 
Ruge al menos con nobleza; 
 
Su brusco ataque se siente; 
Mas cuán sigilosamente 
Rueda el reptil por el llano; 
Qué silencioso el pantano 
Va corrompiendo el ambiente. 
 
El gran genio de la guerra 
Que allá, en la vecina sierra. 
Yace rendido a los pies 
Del orgulloso francés, 
Dominador de la tierra, —46—
 
Sintiendo rota su espada 
Y partida su armadura, 
Con triste voz desmayada 
Pide a la noche callada 
Consuelo a su desventura. 
 
Ceñidas por los ropajes 
De sueltos manchados trajes, 
Dos figuras aparecen, 
Que se destacan y crecen 
Sobre los turbios celajes.[4]  
 
Con flaca mano movía 
Corrientes de llamas una; 
Su mirada relucía 
Como en la mar negra y fría 
Un solo rayo de luna. 
 
Un largo reptil sereno 
Le abría la boca innoble; 
Derramaba su veneno; 
Mas él, en su propio seno, 
Herida lograba doble. 
 
Otra los ojos hundidos 
Tenía, seca la frente, 
Y los labios contraídos 
Estaban eternamente 
Como lanzando quejidos. —47—
 
Al aire que pasa flota 
Deshecho su oscuro manto, 
Con él sus carnes azota, 
Por sus mejillas el llanto 
Va cayendo gota a gota. 
 
Se alzaron por lontananza; 
La Guerra, con regocijo, 
Vio nacer a su esperanza.
«¡Me buscan! ¡sí! ¡la Venganza 
Y la Miseria!» se dijo. 
 
«¡Mi furia ya no perdona!» 
Monte a monte, cerro a cerro, 
Se estrechó la fuerte zona, 
Hasta que se vio Gerona 
En un anillo de hierro. 
 
En vez de fuertes soldados 
Herían viles traiciones, 
Y en la montaña, callados, 
De veían los cañones, 
¡Quién sabe si avergonzados! 
 
Mas ¡ay! ni por la montaña, 
Ni por el valle que el río 
Con sus frescas ondas baña, 
Ni por el bosque sombrío 
¡Llega ni una voz de España! —48—
 
¡Por eso, cuando con ira 
Zumba en Gerona el cañón
Parece que España mira 
Que tan solo allí respira 
¡Y late su corazón! 
 
Al cielo robó el estío 
Sus cálidas luces rojas, 
Y por la margen del río 
Llegó el otoño sombrío 
Con manto de sueltas hojas; 
 
Tan veloces al rodar 
Y tan mustias, que al venir 
Sus contornos a plegar, 
Unas parecen gemir, 
Otras parecen llorar. 
 
Blanca, más que fina pluma 
De cisne, por sus cabellos 
Cuajaba copos la espuma, 
Y lentamente por ellos 
Resbálase la bruma. 
 
Era dulce su mirada, 
Dulce, pero a veces triste 
Como su voz, que, cansada, 
Gemía, cual vieja espada 
Que doblan y se resiste. — 49—  
 
Muy poco a poco subía, 
Y a cada su lento paso 
La noche más atraía 
Con gracia y amor al día 
Para abrazarle en ocaso. 
 
Él, amoroso y galán, 
Apresura su venir 
Cada vez con más afán, 
Y así las tardes se van 
Acortando sin sentir. 
 
El ave su último vuelo 
Tendió, y aquel arroyuelo 
Que corría como loco 
Allá en mayo, poco a poco 
Moja ya su antiguo suelo. 
 
¡Del árbol la pompa verde 
Fue! Como su altura pierde, 
Finge bajar cual si fuera 
A decir que lo recuerde 
A la oculta primavera. 
 
En los valles ágil palma 
Y fuerte pino en los montes 
Duran; con fúnebre calma 
Se estrechan los horizontes 
En los cielos y en el alma. —50—
 
Y a tiempo igual, confundidas, 
En misteriosas corrientes 
Húndense flores y vidas, 
Y en los arroyos y fuentes 
¡Saltan las hojas caídas! 
 
¿Qué fue la noble ciudad 
De tu dicha, de tu amor? 
Hoy en triste soledad 
Sólo te arrulla el dolor 
Con ecos de tempestad. 
 
Fue tu arrojo fuerza vana, 
Tu heroísmo vano alarde... 
¡Pobre condición humana! 
¿Qué rosas verá la tarde 
De las que vio la mañana? 
 
Pardos arroyos, inciertos 
Cruzan sitios ya desiertos;
En el húmedo remanso 
Logran terrible descanso 
Los heridos y los muertos. 
 
Yacen rotas las granadas 
Entre los muros y esquinas, 
Ya sangrientas, ya abrasadas; 
Las calles desempedradas 
Linderos son de rüinas. — 51— 
 
El humo que asfixia blando 
No es de alegre hogar, no sube 
En sueltas ondas; formando 
Va al subir espesa nube, 
Y el fuego la va incendiando. 
 
Bordan rojizos airones 
Las casas ennegrecidas; 
Los retorcidos balcones 
Se cuelgan a los jirones 
De las paredes vencidas. 
 
El muro que dura entero 
Más feroz venganza pide; 
No con grito lastimero; 
¡Con mudo y ancho reguero 
De sangre que lo divide! 
 
Tras aquel otro partido 
Fue dulce hogar: dos amores 
En él hicieron su nido... 
¡Amor, auroras y flores, 
Qué breves habéis lucido! 
 
Hoy en su doblada reja 
Grazna fúnebre corneja; 
Si toma vuelos, allá 
Un jirón de sombra deja 
Flotando por donde va. —52—
 
Arde a veces la metralla 
Del francés; la bomba ruge, 
Deja el cañón, silba, estalla. 
Algún techo tiembla, cruje, 
Cruje, después todo calla. 
 
Solamente, repetido 
Por confusa vibración, 
Suena doliente gemido: 
¡La ciudad ha respondido 
Con trémula maldición! 
 
Tantos leales amores 
Vencidos sin esperanza 
De gozar tiempos mejores, 
Son ya doliente enseñanza 
De lo que duran las flores. 
 
Tanto ilustre monumento 
Que el soplo sufrió del viento 
Y el paso de las edades, 
Hoy es desnudo escarmiento 
De lo que son vanidades. 
 
Piedra y amor al fundar 
Quimérico poderío, 
Son más prontos en mudar 
Que las aguas de aquel río 
Que los refleja al pasar. —53—
 
¡Con qué sublime tristeza, 
Sin vencimiento ni lucha, 
Gerona a morir empieza! 
¡Qué sordo rumor se escucha 
Por calles y fortaleza! 
 
Al aire veloz tendidas, 
La peste batió sus alas, 
Y a sus recias sacudidas 
Marchitó brillantes galas, 
Apagó felices vidas. 
 
El cenagoso pantano 
Marca su huella inconstante; 
Quien muerto rodó, ya en vano 
Querrá sentir una mano 
Amiga que lo levante. 
 
Desmayado, tembloroso, 
Desplómase el centinela 
Desde el alto muro al foso; 
¡Sólo así corta su vela! 
¡Sólo así busca reposo! 
 
Cruzan corriendo las gentes, 
Cruzan por calles y plazas; 
Fingen revueltos torrentes; 
Rugen con irreverentes 
Maldiciones y amenazas. —54—
 
Ya no ve pasmado el cielo 
Corazón que no suspire 
Con inacabable anhelo, 
Ni aun hermano que no mire 
A su hermano con recelo. 
 
Y ¿quién ¡ay! no desconfía, 
Si triunfa el delito impune 
¿Y es virtud la hipocresía? 
¡La necesidad desune 
Hasta lo que amor unía! 
 
La inquietud odios enciende;
Sospecha que se desprende 
Ni aun deja sentir su roce; 
El hambre vil no conoce 
Cariños. ¡O compra o vende! 
 
¡Ay de los que el mundo vio
De tales penas testigos! 
¡Si el negro instante llegó, 
No hay amigos ni enemigos, 
Sino felices o no! 
 
Ayer la luz contemplaba 
Las brillantes ilusiones 
De un honor que despertaba; 
Hoy ve las tristes pasiones 
¡De una vida que se acaba! — 55— 
 
¡Ay, si el pueblo ruge herido 
Y le niegan salvación! 
 
¡Ay, si el hombre ha conocido 
Que le roban el latido 
Que le da su corazón! 
 
Falsas voces lisonjeras 
Calmarán su angustia en vano; 
Mueve el odio más quimeras 
Que los vientos del verano 
Aristas sobre las eras. 
 
Su valor será inclemente. 
La astucia será su escudo, 
Y su espada rayo ardiente, 
Y por el golpe que siente 
Volverá golpe más rudo. 
 
El hombre, de flaca arcilla 
Y aliento débil formado, 
Ni se vence ni se humilla; 
¡Aun los pueblos no han mostrado, 
Como Cristo, la mejilla! 
 
De las glorias de Satán 
Sangrientas glorias surgieron; 
¡Así los hijos de Adán 
Lentamente pagarán 
La culpa de que nacieron! —56—
 
Entre el escombro y ruina. 
La ansiedad que le asesina 
Y la traición que le apura, 
Álvarez de Castro dura, 
Y combate y adivina. 
 
¿Qué fue la noble ciudad 
De tu dicha, de tu amor? 
Hoy en triste soledad 
Sólo te arrulla el dolor 
¡Con ecos de tempestad! 
 
El buque así ya perdido 
Y en el ancho mar a solas 
Arrastra el timón partido, 
Mientras le sigue el rugido 
¡De los golpes de las olas! 
 
Así la encina eminente 
Que sufre tenaz desmayo, 
A su viejo tronco siente 
Enroscarse la serpiente 
¡De escamas de luz del rayo! 
 
En esas noches calladas 
Y tristes del largo invierno, 
De horror y angustia preñadas 
Cuando con murmullo tierno 
De sombras ensangrentadas —57—
 
 De amantes mil sin fortuna 
El vago ambiente se puebla; 
Cuando la menguante luna 
Lágrimas, una por una, 
De luz derrama en la niebla, 
 
Entre la ráfaga fría 
De rudos vientos veloces, 
Una triste voz se oía, 
Una voz que parecía 
Ser eco de muchas voces. 
 
De cantos de la montaña, 
De quejas del valle umbrío, 
Del arroyo que lo baña, 
Y de todo raudo río 
Que cruza suelo de España. 
 
Se anuncia la voz incierta, 
Libre después se abandona 
Al aire; grita: «¡Despierta!» 
Y después dice: «¡Gerona! 
¡¡Alerta, Gerona, alerta!!» 
 
Lejos otra voz murmura 
Y, envuelta en la que fulgura 
Luz el cielo de áureo brillo, 
Surge, surge la figura 
Del valeroso caudillo. —58—
 
Desaparece al momento, 
Y con vibración que va 
Dilatándose en el viento, 
Responde sonoro acento: 
«¡Hay Gerona! ¡Alerta está!» —59—
 
 
   V. 
 
 
¡Gerona cayó! Los vientos 
al verla llorar sollozan; 
el Ter arrastra despojos 
y armaduras, y a la sombra 
de los álamos desliza 
sus aguas lentas y rojas. 
«¡Pobre Gerona!» parece 
que dice voz misteriosa, 
y el eco por todas partes 
repite: “¡Pobre Gerona!” 
 
Cayó su caudillo; mudas 
quedaron sus ansias todas; 
ardió la fiebre en sus venas, 
se oscureció su memoria, 
desmayó su pensamiento, 
y su mano temblorosa 
soltó la espada... ¿Quién puede 
eternizar la victoria? —60—
 
El viento al pasar empuja, 
el rudo cansancio postra; 
al fin las almas se rinden 
¡y las encinas se doblan! 
Sin firme timón, ¿quién guía 
la nave sobre las olas? 
Cuando el árbol sufre al golpe 
del hacha que al fin le corta, 
se estremece; cuando rueda 
se humillan con él sus hojas. 
¡Por eso cayó el caudillo 
y con él cayó Gerona! 
 
Allá, sufren los estragos 
de la terrible derrota 
la doncella sin amores 
que desconsolada llora, 
el mozo ya sin ventura, 
el anciano ya sin gloria, 
y la madre ya sin hijos 
y sin esperanzas, sola. 
 
Aquí, música resuena, 
y alegre tambor redobla, 
y mil bayonetas brillan, 
y pasan y pasan tropas ... 
¡Oh miserias, oh contrastes 
de la suerte lastimosa! 
¡Ay, corazones de hielo! —61—
¡Ay, corazones de roca! 
Si visteis y no llorasteis, 
entonces ¿quién os perdona? 
 
se levanta sobre rocas; 
son las rocas de alto cerro; 
Figueras al pie reposa. 
El castillo de Figueras 
parece trono de sombras; 
murallas y balüartes 
le tejen gruesa corona; 
en los muros hay almenas, 
detrás cañones y bombas, 
y sobre los altos muros 
una bandera española. 
 
Turbias aguas por el foso 
corriendo van silenciosas: 
¿será que tiemblan, mirando 
tanta muerte en tantas formas? 
Dentro, salas, calabozos, 
corredores y mazmorras 
se dividen grande espacio, 
aire frío, luz medrosa. 
 
Hondo camino secreto 
a las murallas se enrosca. 
 Siempre el secreto parece 
que está ahogando y nunca ahoga. —62—
 
Filtrándose por la tierra 
del mar las cercanas ondas, 
se detienen en lagunas 
de trecho en trecho, se enlodan 
allí las aguas, la fiebre 
viste allí su vaporosa 
túnica y hacia el castillo 
sube, ¡y al subir azota! 
 
¡Ay del que sintió su mano, 
que destruye lo que toca! 
¡Ay del que vio sus miradas 
entre las nieblas que flotan 
como reflejos fugaces 
de ensangrentadas auroras! 
 
¿Qué fue del noble caudillo 
orgullo de España, y honra? 
 
¡Ay, ojos, mirad, si nieblas 
de lágrimas no lo estorban! 
 
En los patios del castillo 
bullen extranjeras, tropas; 
nuestro pendón en las torres 
del castillo no tremola; 
las águilas imperiales 
clavaron sus garras corvas 
en las almenas; al golpe 
queja sonó lastimosa 
en los aires; tras el muro —63—
sonó carcajada ronca. 
 
En un calabozo triste 
de aquella mansión de sombras 
Álvarez de Castro yace, 
yace más bien que reposa. 
 
Sobre las convulsas manos 
la ardiente cabeza apoya; 
entre sucia paja el cuerpo 
desfallecido acomoda... 
 
¡Ah! ya gime; ya la sangre 
subiendo en hinchadas olas, 
la noble faz le ilumina, 
el franco aliento le ahoga; 
ya por los muros pasea 
tristes miradas ansiosas, 
y al fin reclina la frente 
en las manos, y solloza. 
 
Es bien negro calabozo 
aquel donde le aprisionan; 
por las lóbregas paredes 
la humedad las piedras moja, 
descendiendo resbalando 
poco a poco gruesas gotas; 
no la claridad del día 
rasga las espesas ondas 
del aire; tan solamente —64—
esparcen ráfagas rojas 
de luz — sujetas al muro 
por tres movibles argollas 
de hierro— tres embreadas 
—y retorcidas antorchas 
que entre caricias de fuego 
su cordaje desenrollan. 
 
Junto al lecho del caudillo 
no de honor guardia le forman, 
sí más bien guardia infamante
dos soldados; altas gorras 
de piel ocultan sus frentes; 
visten miserables ropas 
que polvo, sangre, jirones 
de cien batallas destrozan, 
y afirman las bayonetas 
sobre las oscuras bocas 
de sus fusiles... 
 
A veces 
al anciano le abandona 
la resignación, las penas 
vida y aliento le roban, 
sueño piadoso le abruma 
y los párpados entorna, 
y entonces, entonces, clavan 
las bayonetas, y cortan 
su noble faz... 
 
El anciano —65—
salta como fiera loca 
y vuelve a caer... ¡La angustia 
le encadena!... Gime. Tornan 
el cansancio y el martirio, 
y la sed y la ponzoña... 
 
A la mañana siguiente, 
cuando la luz de la aurora 
con tibios rayos los hierros 
de la prisión tornasola, 
vio la gente de Figueras 
que junto al lecho se agolpa 
del viejo mártir, cumplidas 
la traición y la deshonra; 
Álvarez muerto; sus manos 
como en contracción nerviosa; 
en su rostro negras manchas, 
rojiza espuma en su boca, 
y diz que una voz decía, 
diz que una voz misteriosa 
decía: «¡Traición! ¡Venganza! 
¡Venganza! ¡Venganza! ¡Pronta!» 
 
¡Ay! ¡Horror! ¿De quién la mano 
fue criminal y alevosa? 
¿De quién el vil pensamiento? 
¿De quién la astucia traidora? 
¡Maldito el infame sea, —66—
y maldita su memoria! 
¡Si tierras tienen sus hijos, 
espigas les nazcan rojas; 
si arroyos frescos las bañan, 
sangrientas sus aguas corran; 
si sus árboles empiezan 
a crecer, ricos en pompa, 
crezcan amargos sus frutos, 
¡broten marchitas sus hojas! 
 
¡Que la tumba del infame 
sobre peñas yazga sola!; 
que la vele noche y día 
la Calumnia vengadora; 
que el tenaz Remordimiento 
cubra con nieblas su losa; 
¡¡que caiga sobre la frente 
del tirano, gota a gota, 
la sangre que enrojecía 
las murallas de Gerona!! 
 
 
FUENTE: 
Fernández— Shaw, Carlos. El Defensor de Gerona. Leyenda. Gutenberg, Librería Nacional y Extranjera. 1884.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
Nota.
Prólogo del autor. 
AL QUE LEA. 
 
No soy aficionado a prólogos, y menos en  cosa mía, porque el público debe exigir en  ellos algo interesante, y yo no puedo rendirle este tributo. En mi primer libro, al frente de sus páginas, hice imprimir algunos renglones, los indispensables; hoy me veo  precisado a añadir algunos más, los indispensables también. Dispénsenme la petulancia, merced a la verdad. 
En la horrible confusión de dogmas literarios que hoy nos aturde, asombrado por los rumores inacabables de una continua discusión que nada respeta y a todo se atreve, que derroca ídolos y alza otros nuevos más deleznables aún, víctimas propiciatorias del cambio futuro, ni veo claro — lo confieso —  6—  lealmente — ni distingo, con la justa separación que es norte de mis ansias, la luz artificial, pero ostentosa y brillante, de la clara y limpia que debiera inundar, como la del sol los cielos, los espacios del arte. 
Así trastornado, conservo un guía, a pesar de todo, un guía que tal vez me salve — ¡Dios lo quiera! — y al que hasta ahora estoy profundamente agradecido: el sentimiento. Después de pensar mucho, pocas veces me atrevo a escribir; el argumento se opone al argumento, la razón a la razón, y sin lograr apoderarme del verdadero y de la exacta, abandono la pluma con tristeza. Después de sentir algo, escribo siempre y enseguida. Quizás esta precipitación engendre errores; quizás mis sentimientos varíen — ¿por qué no? — quizás casi todas las faltas que en la leyenda que hoy ofrezco al público se observen, reconozcan por causa aquella precipitación y aquellos cambios. Cierto; mas yo me imagino que confesando la verdad neta y pura, cumplo con mi obligación primero; me libro de algún ataque después. 
Hace algunos meses ya, en julio del año 1883, sentí la leyenda que el lector verá a continuación de estos párrafos. Procuré que la historia y la fantasía no riñeran, antes — 7— bien que se armonizaran sus esfuerzos; deseé que la doble y nobilísima hazaña de la ciudad y del héroe resaltasen con toda su grandeza; anhelé dar a la forma líneas semejantes a las de aquella antigua española con que nuestros grandes poetas cantaron a nuestros grandes caudillos; no sé si conseguí que en  medio de esta desesperación que hoy inspira todos los cantos de la musa de Iberia, de este escepticismo desconsolador que todo lo destruye, vibrara en mis estrofas un acento de entusiasmo, de amor sin nieblas, de fe sin dudas, de esperanza sin vacilaciones. Hasta aquí llega, o, mejor dicho, llegó mi deseo. 
Tú ahora, lector, dirás si acerté; si erré,— de seguro erré y no poco,— perdóname antes. 
Aquí debiera concluir, pero no quiero poner punto final sin hacer franco testimonio de la gratitud que debo al público y a la crítica desde la publicación de mi último libro, último y primero a la vez. Crean los señores D. Manuel Cañete, D. Eduardo Benot, don Luis Alfonso, D. José Navarrete, D. Leopoldo Alas D. José Ortega Munilla, don Manuel Cano y Cueto, D. Rafael Chichón, D. F. Miquel y Badía, D. José Ramón Mélida, crean, en fin, cuantos me hicieron el honor —7—de alentarme con entusiastas e inmerecidos  elogios, o de aconsejarme con rectas censuras, que agradecí los unos en todo lo que  valen, que no desoí — conste — ninguna de las otras. El tiempo — testigo irrefutable — lo hará ver así. Indulgencia, mucha más que  entonces, me atrevo a suplicarles hoy, indulgencia para la debilidad e incertidumbre de pensamiento, los descuidos de la forma y la falta, no sé si constante, de sentimiento verdaderamente humano de que, por ley forzosa, han de adolecer leyendas que, como la de El Defensor de Gerona, tan sólo aspiran a demostrar que un poeta muy español, de muy pocas facultades, pero de mucho entusiasmo, anhela seguir un camino que emprendió sin vanidad, pero con aspiraciones. 
El nuevo paso es vacilante, — no se me oculta, — pero si es paso y es muevo, me holgaré muy mucho* de haber conseguido algo de lo que soñé. 
Carlos Fernández Shaw. 
18 marzo 1884.  (Dedicatoria a Manuel Cañete) 
 
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
 
[1] Dragones: m. Soldado que hacía el servicio alternativamente a pie o a caballo. (RAE, Diccionario de la lengua española).
 
[2] Toque de generala: f. Mil. Toque de tambor, corneta o clarín para que las fuerzas de una guarnición o campo se pongan sobre las armas. (RAE, Diccionario de la lengua española).
 
[3] Barretina: gorro catalán (RAE, Diccionario de la lengua española).
 
[4] Celaje: m. Aspecto que presenta el cielo cuando hay nubes tenues y de varios matices. U. m. en pl. (RAE, Diccionario de la lengua española).