El defensor de Gerona
I.
Descendía el ancho sol
Su disco inmenso ocultando.
Tras las cumbres que bordando
Va con líneas de arrebol,
Y allá por los altos montes
Que fijan media corona
Y que de la gran Gerona
Limitan los horizontes,
Un hombre triste subía
Con el mismo lento paso
Con que allá, por el ocaso.
Menguaba la luz del día.— 12—
Allí, no mansos caminos,
Sino empinadas veredas,
Recortan las arboledas
Entre alcornoques y pinos
Que al son del viento felices
Y al son de corrientes claras
Asoman entre las jaras
Y las piedras sus raíces.
A la sombra de una calle
De álamos, que al recorrer
Retrata en su seno, el Ter
Fecunda y refresca el valle
Y allá, donde tuerce el río
Su gran corriente sumisa,
De Gerona se divisa
Agrupado el caserío
Bajo sus pies se repliegan
Desde sus pies se adelantan
Montes que más se levantan
Cuanto más distantes llegan
Y que su inmortal deseo
Apenas, tristes, humillan
Al mirar cuán altas brillan
Las cumbres del Pirineo:—13—
Viejo atleta que reposa
Viendo cómo el sol arranca
De su cabellera blanca
Vivos reflejos de rosa.
La ciudad por las pendientes
Se reclina de los valles;
Pintorescas son sus calles,
Y del Oña las corrientes
Las arrullan y dividen,
No con ánimo traidor,
Sino con el puro amor
De quien da lo que le piden.
El hombre desde su orilla
ve, del hombre muestra rara,
que la corriente más clara
es, al sol, la que más brilla.
Y por los montes aquellos,
Que a gigantes se asemejan,
Y que en sus cumbres reflejan
Del mismo sol los destellos,
Cuando su inmenso capuz
Extiende la noche oscura,
Ve que la mayor altura
Guarda más tiempo la luz. —14—
¡Y el alma procura ser,
Viendo tan limpio ejemplar,
Noble para reflejar,
Alta para merecer!
No hay risco, cerro ni loma
De aquella tierra bendita
Que no sustente su ermita,
Como el nido a la paloma.
Tímidas, al homenaje
Con que los pueblos responden
A su protección, se esconden
Tras los velos del ramaje.
Encanto muestran divino
Y ricas flores lozanas,
Y tienen dulces campanas
Que llamen al peregrino
Que al caminar sin consuelo
Las mira sobre la sierra
Como al concluir la tierra,
¡Como al empezar el cielo!
El aire de nubes rojas
Poblaba el sol; indecisa
Vagaba la tenue brisa
Acariciando las hojas, — 15—
Y con sus no comprendidos
Y trémulos cantos süaves,
Parecía que las aves
De hablaban desde sus nidos.
Sin levantar la mirada,
El solitario viajero
Seguía por el sendero
De los montes su jornada.
Curtida tiene su faz,
Y bien su aspecto demuestra
Que no fue su noble diestra
Cortesana de la paz.
Sombras de ocultos pesares
Intentan nublar su triste
Y pálido rostro; viste
Con usanzas militares.
Un rojo fajín severo
A la cintura arrollado
Lleva; del siniestro lado
Pende el vigilante acero,
Que libertad solicita,
Y, prendas de sus acciones,
Rozan algunos jirones
Los pliegues de su levita. —16—
Siempre triste y adelante
Sube y sube, y a pesar
De no querer aliviar
Su cansancio ni un instante,
Tras la misteriosa calma
De su rostro, se veía
Que a cada instante debía
Irse quejando su alma.
Pisó las cumbres, y ya
Viendo al valle se paró.
¿Qué busca? ¿Quién le llamó?
¿Por qué gime? ¿Quién será?
En horas bien tristes era;
El suelo español temblaba
Y, tímida, retardaba
Sus flores la primavera.
Temblaba y temblaba en vano,
Oprimido bajo el yugo
No del hacha del verdugo,
Sí del cetro del tirano.
Baja llanura le vio
Surgir de la muchedumbre,
Y a poco sobre la cumbre
Del mundo se coronó. —17—
Grande impulso dióle el Sena,
Amor su pueblo infeliz,
Nombre campos de Austerlitz,
Orgullo sombras de Jena.
Al tronar de sus cañones
Que impetüosos rodaron
Sobre sus tumbas, se alzaron
Los dormidos Faraones.
Vencida gimió la Prusia,
Y, sobre su capa leve,
Sintió sus pasos la nieve
De las estepas de Rusia.
Esclavo de su deseo,
Vio con implacable saña
Desde su abrupta montaña
Descender el Pirineo;
Y miró que el valle tiene
Vida, amores, juventud,
Y bajó... Suelto el alud,
¿Quién su carrera detiene?
¿Ni límites quién pondría
Al mar que en las rocas ruge,
Ni al desordenado empuje
De aquella gran tiranía? — 18—
Las gentes sacrificadas
Sírvenle de altura luego,
Se alumbra con el fuego
De ciudades incendiadas.
Y prendidas a su veste
De armiño, que a trozos cuelga,
Marchan las furias, la huelga,
El exterminio y la peste.
Ardiendo en amor, la gloria
En sus brazos se adormía,
Y bajo sus pies rugía
Domeñada la victoria.
Y tanto y tanto cundió
Su grito de sierra en sierra,
Que estremecióse la tierra
Y hasta la mar, que escuchó,
Allá en sus fondos salados,
Los tristes ayes sombríos
Con que a sus ondas los ríos
Rodaban ensangrentados.
¡Cuáles de venganza son
Los momentos! Dios coloca
Junto a los mares la roca,
Frente al león, el león. —19—
Detrás de aquellas montañas,
Linde a sus furias, inerme,
Febril y en cadenas, duerme
El león de las Españas.
Mas no le ultrajen dormido,
Ni intenten ganar sus penas...
¡Ay, si rompió sus cadenas!
¡Ay, si lanzó su rugido!
¡Y al fin se escuchó! También
Saben luchar los amores.
¡No crecen tan solo flores,
Tiranos, en nuestro Edén!
Por la mancillada sierra,
De cada profundo hueco
Salió para España un eco,
Un eco gritando: «¡Guerra!»
Duero, Betis, Guadiana,
Dijeron del insensato
Las perfidias, y a rebato
Sonó, sonó la campana.
¡A sus roncos llamamientos
La turba inundó las calles,
Poblaron montes y valles
Guerrillas y campamentos! —20—
¡A los gritos de venganza
Fe la hirviente muchedumbre
El fusil perdió su aherrumbre,
El puño cobró su lanza,
El mozo los tiempos idos,
Y el pobre viejo buscó
Su espada y enderezó
¡¡Los miembros entumecidos!!
¿Quién armó tantos furores?
¿Quién lloró tantos pesares?
¿Quién yermó tantos hogares?
¿Quién por tan vivos dolores
Trueca tantos regocijos?
¿Quién conmueve la montaña?
¡España! ¡La madre España
Que ve morir a sus hijos!
¿Qué fue del ardiente rayo
Que rompe, tala, destroza
Delante de Zaragoza
Y el pueblo del Dos de mayo?
A su rápida carrera
Abre Bailén triste fin;
Laureles de Medellín
Murieron en Talavera. —21—
Mas tan heroico ardimiento
¿Qué vale, si la fortuna
Tiene, copiando a la luna,
Fases y color sangriento?
Huellan los torpes caudillos
El trono de San Fernando,
Sus leones amarrando
A los pies de sus castillos;
La ambición nos hace presa,
La derrota desmayar,
¡Y la Virgen del Pilar
Tuvo que gemir francesa!
Triunfante y audaz y ufana,
Desde sus muros pregona
Sus libertades Gerona
Por la tierra catalana,
Y espera al francés temido
Como el gladiador romano,
Con el acero en la mano
Desnudo y apercibido.
Alzados entre, la breña,
Sus muros y balüartes
Y torres contra las artes
Del procaz tirano enseña. —22—
Allí tiene sus derechos,
Tras el cañón sus metrallas,
Y tras sus fuertes murallas
Más fuertes muros de pechos
¿Qué súbita voz resuena?
¿Qué sorprendente sonido
Deja al viento suspendido
Y los claros aires llena?
«Gerona, si al monte subes.
No con el débil te iguales.
¡Las águilas imperiales
Te acechan desde las nubes!
»Cruzan por tus horizontes,
Con largo vuelo tendido...
¡No las dejes hacer nido
Ni en tus valles, ni en tus montes.
»Tu heroica, tu inmensa calma
¿Por qué, por qué no se agita?
¡Tu gran cuerpo necesita,
Gerona infeliz, un alma!
»¡La que fue del orbe espanto.
La que supo dominar
En San Quintín, y a la par
En las olas de Lepanto! — 23—
»¡La de España! Si en la mía
La pudiese recoger,
¡Con qué supremo placer
Entera te la daría!
»¡Voy a tí! ¿No me conoces?
¡Quiero verte, ser tu hijo
Y sucumbir!» Así dijo
Con altas y roncas voces
El misterioso viajero,
Desde las cumbres bajando
Hacia los valles, y alzando
En su diestra el limpio acero.
¡No en vano de amar blasona;
Sus palabras cumplirá;
El mártir será; será
El defensor de Gerona! —24—
II.
Bordaba con flores mayo
las quiebras y los senderos
de las altivas montañas
que son de Gerona cerco,
cuando al compás de los sones
de trompeta y parche hueco
que en las grutas despertaban
a los dormidos acentos
y asustaban a las aves
su cantar interrumpiendo,
cien nutridos escuadrones
llegar y pararse vieron,
ostentando en sus banderas
las águilas del Imperio.
Eran allí los valientes,
los veteranos soberbios
que las campiñas de Italia
miraron cruzar, al fuego
de sus hogares vencidos, —25—
la cruz sobre el fuerte pecho,
caladas las bayonetas
y caminando entre muertos.
Eran allí los dragones[1]
invencibles y ligeros,
que, al cargar, con el rüido
del anticipado trueno,
rayos tras rayos despiden,
filas tras filas rompiendo.
Como al desbordarse el río
con las lluvias del invierno,
encharca los pedregales,
borra los firmes linderos,
ya inunda las arboledas,
ya corre turbio y sereno,
siempre en sus aguas quebrando
del sol triunfantes reflejos,
así las felices tropas
que en torrente ya deshecho
rompen, huellan y mancillan
sacros lares, nobles huertos,
ya en las cuestas aparecen
que el valle forma risueño,
ya en los riscos de los montes,
ya en las cimas de los cerros,
siempre ante la luz brillando
sus invencibles aceros,
sus bayonetas agudas,
sus deslumbrantes arreos. —26—
Y cual las perdidas aves
buscan sus nidos, y el vuelo
ya detienen, ya apresuran,
y, separadas, al verlos
se juntan bajo los mismos
árboles del bosque espeso,
así las miradas todas
de los ansiosos guerreros
buscan el valle que bañan
Oña y Ter, siempre corriendo,
y tras sus flotantes nieblas
las cúpulas, torres, techos
de las casas de Gerona,
que se extienden a lo lejos.
Cuando el sol las abrillanta
las miran cual copos sueltos
de nieve; cuando la noche
extiende su manto inmenso,
y es todo sombras la tierra
y el aire todo silencio,
a los rayos de las luces
que, alumbrándolas por dentro,
por las abiertas ventanas
vierten sus vivos reflejos,
fingen vigilantes ojos
¡que están sus perfidias viendo! —27—
Entre sus murallas zumban
los huracanados vientos,
que allí la discordia quiere
entronizar sus deseos.
«¡Allí!»— desde el monte, dice
el veterano al mancebo,
señalando las murallas
de Gerona con el dedo, —
«¡las rojas piedras hundidas,
vencedores, hollaremos!»
El General, indomable
«¡Allí!» — se dice, resuelto
a la victoria y alzando
el curioso catalejo;
y por las filas francesas
tristes y ahogados acentos,
que parece que a Gerona
van corriendo, van corriendo.
«¡Allí Gerona!» — murmuran;
y al sonar sus hondos ecos,
terribles voces resuenan
por el largo campamento;
cada machete en la boca
del fusil busca su puesto,
y los cañones, que enseñan
al valle sus fondos negros,
mirando a Gerona, escuchan
crujir sus ruedas al peso —28—
de la metralla, que viene
a habitarlos, ¡breve tiempo!
No desfallece Gerona
sierva de pálido miedo,
ni de las hazañas duda,
ni teme por los tormentos;
que la defienden sus hijos,
y sabe que vuelven ellos
con el laurel en la mano
o con la muerte en el pecho,
mas nunca vencidos, nunca
ni amedrentados ni siervos.
En sus torres, sombreando
de la almena el pico estrecho;
en sus torres, frente a frente
al campo del extranjero,
de España el pendón glorioso
flota libre al vago viento,
que, ya lo despliega, el asta
contra el muro sacudiendo,
ya lo acaricia con leves
y rápidos movimientos.
Eran de ver por las calles
hervir las olas del pueblo,
que ansía de las batallas —29—
los inflamados momentos;
banderas, lanzas, fusiles
se agitan con sordo estruendo,
voces de «¡venganza!» suenan,
responden roncos lamentos,
y se respira en los aires
el impetüoso fuego
de las pasiones, que aviva
la inquietud del loco incendio.
Eran de ver por las noches
los hogares, cuando el sueño
descendía lentamente
por los espacios desiertos;
las madres lloran; suspiran
las doncellas en silencio;
padres y hermanos escuchan
la firme voz del abuelo,
que en el sillón de baqueta
acomoda el débil cuerpo.
¡Cuántas veces, recordando
lo que vale el noble esfuerzo,
sobre el sillón se levanta:
«¡Escuchad, hijos!» diciendo.
«¡Pronto llegarán las horas
del combate, y ¡ay! si os veo
temblar; con mis propias manos
os ahogaré contra el suelo; —30—
¡que si mis hijos temblasen
ya no son mis hijos esos!
¡Y yo serviré! Si apenas
andar ni aun moverme puedo,
cuando el cañón enemigo
destroce los muros nuestros,
llevadme sobre los muros,
ponedme llenando el hueco;
¡por allí la primer bomba
no entrará; dará en mi pecho!»
¿Quién podrá rendirse mudo
a tan viril ardimiento,
ni desfallecer cobarde,
si aquel rico mar inquieto
es tan solo de los rayos
de un gran sol, feliz espejo?
por la ciudad y por ellos;
anima al débil, maldice
al vil, engrandece al bueno.
Si su voz escuchan todos,
álzanse con más entero
pundonor; así la encina,
después que la azota el viento,
afirma su tronco, mueve
sus ramas con más imperio.
Si de los campos vecinos —31—
llegan torpes mensajeros
de infame paz, metrallazos
les harán recibimiento.
Tienen los que luchen, todos
en la muralla su puesto;
para los que tiemblen, abre
sus fosas el cementerio.
Días y días pasaron
y el día llegó funesto;
por los aires encendidos
vibraron curvas de fuego;
enloqueció la discordia,
y habló con lengua de hierro;
muros y torres temblaron,
muros y torres cayeron.
¡Ah! cada estampido enciende
más odios, cada momento
mira más héroes; los vivos
resurgen de entre los muertos,
y los contemplan, y exclaman
con furor: «¡Os vengaremos!»
Y se acerca silencioso
el instante más horrendo,
el instante de la lucha
frente a frente, cuerpo a cuerpo...
¿Quién tan glorioso entusiasmo
cantará con digno acento? —32—
¡Rayos de aquellas batallas,
inflamad mi amor eterno!
¡Dios, que inspiraste a Gerona,
inspira mis pobres versos!! —33—
III.
Las águilas imperiales
anidaron por los cortes
del cerro que sostenía
de Monjuich las viejas torres.
Por sus rüinas sangrientas
rodaron fuertes cañones;
la chispa vibró en sus senos,
y las granadas veloces
en los muros de Gerona
rasgaron brechas enormes.
¡Ay del indómito orgullo
que fronteras desconoce,
y alegres vidas apaga
y libres derechos rompe!
Su espada segó los campos,
su fuego incendió los bosques.
Rugidos sólo se escuchan;
¡rugidos son de leones! —34—
Una tarde calurosa,
cuando entre ardientes vapores
el rojo sol descendía
a incendiar el horizonte,
tendieron por las alturas
sus filas diez batallones,
del hinchado parche hueco
a los confusos redobles.
Riza el aire las banderas,
y roncas y ahogadas voces
y rechinar de cartuchos
y crujir de aceros oye.
Las cercanas baterías
tiemblan bajo el seco golpe
del cañón, que rudas manos
entre piedras firmes ponen;
la boca de la tronera
improvisada le acoge,
y a sus pies bombas se apilan
en descompuestos montones...
¿Quién no ve bullicio tanto
sin horror? ¿Quién no conoce
que espantosas desventuras
su preñado seno esconde?
Gritos fugaces corrieron
de fila en fila, y entonces
rugió fatal estampido — 35—
en las cumbres de los montes,
y las columnas bajaron
al valle cual negras moles
desprendidas; no sonaban
ni cornetas ni tambores;
sólo se oían los pasos
repetidos y uniformes,
y el chocar de los fusiles
de los soldados que corren,
¡y el silbar de las granadas
despedidas por los bronces!
En cuatro revueltos ríos
el gran torrente partióse;
los oficiales cruzaban
con sus potros al galope,
del general que los guía
comunicando las órdenes;
una voz terrible dijo:
«¡Ya!»; largos ecos feroces
«¡Ya!» contestaron. Subieron
las columnas por los bordes
y pendientes de las cuestas
que el muro a sus pies recoge,
y banderas, y fusiles,
y ostentosos morriones,
y charreteras brillantes
en fragoroso desorden,
fingieron rápida sierpe —36—
que por las brechas hundióse...
¡Así también, por sus grutas,
la cálida tierra sorbe
las aguas del fresco arroyo
que al ir entrando se encoge.
Eran las fugaces horas
en que, tras largos informes
y repetidas arengas
y consultadas razones,
Álvarez de Castro duerme
en brazos del sueño torpe
que sus anhelos aplaca
y sus sentidos absorbe,
para velar por las horas
traicioneras de la noche.
Luchar el francés presume
sin que su arrojo le dome.
¡Ilusión! ¿Quizás ignora
que en hidalgos corazones
el rencor de la sorpresa
recrudece furias dobles?
Desde las rotas garitas
de los viejos murallones
llega, volando, a Gerona
voz de futuros dolores.
“¡Vienen!” dijo el centinela —37—
que el alto muro recorre;
«¡Vienen!» dijo por las calles,
de su potro al largo trote,
fuerte mancebo que agita
roto, pesado mandoble;
« ¡Vienen!!» gritaron las turbas,
«¡¡¡Vienen!!! ¡A las brechas!» Toques
en los aires; en las torres
de las iglesias plañían
las campanas; sus acordes
lentos y graves, lo mismo
sonaban que maldiciones!
No del trabajo se oían
los mil alegres rumores;
no en los molinos las piedras
rechinaban; no veloces
las ruedas en los talleres
crujían... ¡Rápido bote,
buen tiro, gran cuchillada
eran cuidados mayores!
Abrían sus anchas puertas
los conventos; rudos golpes
no se escuchaban, ni el largo
rumor de las oraciones.
Los roncos gritos del mundo
zumban por sus techos pobres,
sus no profanadas celdas —38—
sienten pasos de varones,
y donde el ruego se oía
se oyó la amenaza, y donde
la dulce voz de los cielos
la airada voz de los hombres.
«¡Destrozadlos!» se escuchaba
gritar desde los balcones,
mientras el pueblo corría
por las calles, dando voces.
"¡Adiós! ¡Mi bien!" grita un moza
a la flor de sus amores,
al verla, cuando al encuentro
de los enemigos corre.
Ella le para y le dice
con labios trémulos: «¡Oye!
Si por la espalda te hieren,
no maldigas, ni solloces,
ni me busques. ¡Yo no quiero
ni cobardes ni traidores!»
Él con tristeza la mira,
y, sin hablar, le responde
abrazándola... Sin duda,
¡¡se hablaron sus corazones!!
Por entre las rotas brechas
se hundían los sacerdotes,
alzando los crucifijos
para salvar pecadores... —39—
Allá cruza, mientras carga
el fusil, que mueve torpe,
un viejo, que apenas puede
sostener el paso indócil.
cubre su cabeza; sobre
su cuerpo flaco se ajusta
un ropón hecho jirones.
Más lejos, sin que sus pasos
suenen, tal vez sin que rocen
el suelo, cruza, ganoso
ya de venganzas, un joven.
Contra los guijarros prueba
de su espada el fino corte,
y en una mano la empuña
y ágil lanza en otra coge.
La brisa fugaz repite
gemidos y maldiciones;
la luz del cielo se parte
en vivo mar de colores,
y el rayo del sol parece
— que dora tantos cañones
y telas tantas alumbra
y en armas tales se rompe —
que en la tierra van brotando
reflejos de ocultos soles.
Reinó espantoso silencio —40—
en las brechas, y escuchóse
después feroz estampido
que el eco rasgó en los montes.
Horroroso fue el asalto,
veloz y tremendo el choque;
espadas buscan espadas;
cuerpos a cuerpos se oponen;
no hay manos que no se agiten,
ni sables que no destrocen,
ni pechos que no se muestren,
ni hazañas que no se logren.
Al estruendo parecía
que se desplomaba el orbe
en anchos, hirvientes mares,
cuyas olas y rumores
ya crecían, ya menguaban
con sordas palpitaciones.
A veces tristes sollozos
el aire veloz acoge;
a veces largos rugidos
de fieras, que no de hombres.
Salta la sangre, corriendo
confundida a borbotones,
las ruinosas piedras tiñe,
y si el suelo no la sorbe,
al valle bajando, quema
verdes hojas, tiernos brotes. —41—
En las tinieblas del humo,
que en ondas vaga deformes,
encienden los fogonazos
fugitivos resplandores.
¡Ríe la pálida Muerte
oyendo sonar su azote,
y el vil incendio que sube
de los fosos a las torres
su inflamada cabellera
en rayos mil descompone!
Las furias y el entusiasmo
disfrazan viejos rencores.
En alas de la tormenta
se agrupan los nubarrones;
más volarán cuando el viento
más veloz y fuerte sople.
Se baten los gerundenses
tan bravos como leones;
¿qué será cuando el empuje
del caudillo los arrolle
contra el francés, como el viento
a las hojas de los bosques?
¿Quién desfallece si escucha
su voz, su fama, su nombre?
¡Él llega! Sus vivos ojos
lanzan rápidos fulgores;
su espada vibra en su diestra —42—
a quien por firme conoce;
sangre va pisando, sangre
mancha su roto uniforme.
Todas las brechas le vieron
pasar; en todas batióse.
¡Un relámpago parece
que lo anima! ¿Lucha? ¡Rompe
más que treinta con su esfuerzo,
con su espada más que doce!
¿Habla? Su voz, que resuena
más firme que el eco dócil
que el acero bien templado
logra del herido bronce,
rasga los aires diciendo:
«¡Ay si cejan mis pendones!
¡Confiad como cristianos!
¡Pelead como españoles!
En las brechas le reciben
con frenéticos trasportes
de alegría, como a padre
hidalgo, valiente, noble.
como fuego que pasa
y llueve chispas veloces,
por todas partes le siguen
¡ruidosas aclamaciones!
La lucha se recrudece,
y aumentan los rudos choques; —43—
no hay manos que no se agiten,
ni sables que no destrocen,
ni pechos que no se muestren,
¡ni hazañas que no se logren!
¡Gerona venció! Rendidos
los franceses batallones
se desbandaron. La tierra
con sus muertos alfombróse.
¡Cuán decididos bajaron!
¡Cuán tristes van por los montes!
No es tanto su desconsuelo
como fue su orgullo entonces.
Es hembra la suerte; goza
jugando con ilusiones.
Ya el sol su frente reclina
en el seno de la noche;
rojizas franjas de nubes
flotan por el horizonte;
del Ter en las negras aguas
vierten sangrientos fulgores;
el Ter parece que llora,
y al mar, que lo aguarda, corre.
¡Ay del indómito orgullo
que fronteras desconoce,
y alegres vidas apaga —44—
y libres derechos rompe!
¡Ay, cuando lleguen las horas
que al hondo abismo le arrojen!
¡Ay, cuando poder y triunfos
y majestad le abandonen!
Ni una flor habrá en su tumba
que aridez en galas torne...
¡Es mal abono la sangre
para que nazcan las flores! —45—
IV.
Ya no retumba el cañón
Del monte por la aspereza;
Hiere muda la traición;
Muda y audaz; el león
Ruge al menos con nobleza;
Su brusco ataque se siente;
Mas cuán sigilosamente
Rueda el reptil por el llano;
Qué silencioso el pantano
Va corrompiendo el ambiente.
El gran genio de la guerra
Que allá, en la vecina sierra.
Yace rendido a los pies
Del orgulloso francés,
Dominador de la tierra, —46—
Sintiendo rota su espada
Y partida su armadura,
Con triste voz desmayada
Pide a la noche callada
Consuelo a su desventura.
Ceñidas por los ropajes
De sueltos manchados trajes,
Dos figuras aparecen,
Que se destacan y crecen
Sobre los turbios celajes.[4]
Con flaca mano movía
Corrientes de llamas una;
Su mirada relucía
Como en la mar negra y fría
Un solo rayo de luna.
Un largo reptil sereno
Le abría la boca innoble;
Derramaba su veneno;
Mas él, en su propio seno,
Herida lograba doble.
Otra los ojos hundidos
Tenía, seca la frente,
Y los labios contraídos
Estaban eternamente
Como lanzando quejidos. —47—
Al aire que pasa flota
Deshecho su oscuro manto,
Con él sus carnes azota,
Por sus mejillas el llanto
Va cayendo gota a gota.
Se alzaron por lontananza;
La Guerra, con regocijo,
Vio nacer a su esperanza.
«¡Me buscan! ¡sí! ¡la Venganza
Y la Miseria!» se dijo.
«¡Mi furia ya no perdona!»
Monte a monte, cerro a cerro,
Se estrechó la fuerte zona,
Hasta que se vio Gerona
En un anillo de hierro.
En vez de fuertes soldados
Herían viles traiciones,
Y en la montaña, callados,
De veían los cañones,
¡Quién sabe si avergonzados!
Mas ¡ay! ni por la montaña,
Ni por el valle que el río
Con sus frescas ondas baña,
Ni por el bosque sombrío
¡Llega ni una voz de España! —48—
¡Por eso, cuando con ira
Zumba en Gerona el cañón
Parece que España mira
Que tan solo allí respira
¡Y late su corazón!
Al cielo robó el estío
Sus cálidas luces rojas,
Y por la margen del río
Llegó el otoño sombrío
Con manto de sueltas hojas;
Tan veloces al rodar
Y tan mustias, que al venir
Sus contornos a plegar,
Unas parecen gemir,
Otras parecen llorar.
Blanca, más que fina pluma
De cisne, por sus cabellos
Cuajaba copos la espuma,
Y lentamente por ellos
Resbálase la bruma.
Era dulce su mirada,
Dulce, pero a veces triste
Como su voz, que, cansada,
Gemía, cual vieja espada
Que doblan y se resiste. — 49—
Muy poco a poco subía,
Y a cada su lento paso
La noche más atraía
Con gracia y amor al día
Para abrazarle en ocaso.
Él, amoroso y galán,
Apresura su venir
Cada vez con más afán,
Y así las tardes se van
Acortando sin sentir.
El ave su último vuelo
Tendió, y aquel arroyuelo
Que corría como loco