DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La Opinión: periódico de intereses morales y materiales: Año III Número 241 - 1879 diciembre 14; pp. 2-3- III Número 242 - 1879 diciembre 18) pp. 2-3; Número 243 - 1879 diciembre 21, pp. 2-3.

Acontecimientos
Crimen
Personajes
Enlaces
Laviana

Martínez, Elviro. "Leyendas del Nalón", Revista de Dialectología y Tradiciones Populares; Madrid 20.1 (Jan 1, 1964): 98.

Martos García, A.E.y  Martos García, A.  “Etiología y hermenéutica del motivo folclórico y el proverbio clásico" Tesoro de duendes", - Andamios, 2015 vol.12, n.27, pp.213-235. ISSN 1870-0063.

 

LOCALIZACIÓN

POZO DE FUNERES

Valoración Media: / 5

La fuente del collar

Leyenda

Al inspirado vate y reputado literato, D. Jesús

Pando y Valle, autor del libro Marinas

su amigo el Autor.

                                                           I

Decidme, carísimos lectores, ¿habéis tenido la dicha de  nacer en Asturias? ¿En ella habéis cruzado aquella serie de  montañas que llaman Peñamayor, a cuyas faldas anidan  multitud de pintorescas aldeas, y en cuyas crestas se rasgan  los celajes[1] de los cielos? ¿No habéis arrojado piedras en el  Pozo de Funeres, para después recrearos con el dulcísimo  ruido que se percibe, parecido al de multitud de campanillas  que vacilasen? ¿No os habéis asomado al borde de ese  pozo, para vislumbrar los reflejos que de su fondo emanan,  como si fueran de un sol que en lo insondable de aquel  abismo naciera?

Decidme, ¿después de cruzar esos montes y haber dormido  junto a ese pozo misterioso, cuando ya descendíais y  fatigados llegabais a las primeras aldeas, si por casualidad  os dirigisteis al valle de Laviana y llegasteis al pueblo de  Muñera, al penetrar en ese pueblo, no os tentó a beber,  una fuente de cristalina agua, que nace entre verde césped  y se vierte junto a una cruz, que señala una tumba?

¡Ah! pues sí esas montañas cruzasteis, sí en ese pozo arrojasteis  piedras y en esa fuente bebisteis, debéis seguirme  en el relato de esta leyenda.

Adelante, pues.

¡Covadonga inmortal, el sol de tu gloria ya había brillado  en el poético cielo de Asturias; ya el lago Enol, había retratado  en sus claras aguas, el pendón de la independencia,  que orgulloso tremolaba en la cumbre del Auseva; ya en  tus cóncavas rocas habían murmurado un himno de gloria  las brisas de la libertad; ya el gran Pelayo había arrancado  de la media luna musulmana, el laurel de su imperecedera  corona, cuando tuvo lugar el trágico suceso de esta leyenda.

Un mes habría pasado después de la memorable batalla,  en que Pelayo recogió la corona arrojada por D. Rodrigo a  las ensangrentadas aguas del Guadalete; y aun dominaban  los árabes puntos importantes de la provincia de Asturias.  El muy noble D. Segismundo, que al lado del primer rey  asturiano había luchado por la independencia, regando con  su sangre aquel suelo inmortal, habitaba en un hermoso  castillo que hacía poco tiempo había pertenecido al joven  cuanto rico y valiente Abdalah, y en él curaba sus heridas  D. Segismundo, asistido por su bella hija Urmesinda[2], y defendido  de las hordas árabes que cerca acampaban, por unos  valientes y fieles servidores que mandaba su sobrino Rodolfo,  joven de veinte y cinco años, el cual ya había dado pruebas  de valor y destreza, salvando a su tío gravemente herido, del  poder de los infieles, y era el prometido de su bella prima  Urmesinda, perla cristiana nacida en lo más pintoresco de  aquel valle, y de la cual se decía entre los cristianos, estaba  locamente enamorado el valiente Abdalah.

Juntos se habían criado Rodolfo y Urmesinda, a un mismo  tiempo habían latido sus vírgenes corazones, y a impulsos  de una misma pasión vivían, esperando con indecible  júbilo el restablecimiento del noble D. Segismundo, para  unirse en el santo lazo del amor, bendito por el cielo y cantado  por los ángeles.

El castillo donde D. Segismundo curaba sus heridas y  donde los jóvenes primos alimentaban con palabras su amor,  estaba situado cerca de Beloncio, a la falda de Peñamayor,  y desde los elevados picos del Rosellón, era contemplado  por su antiguo dueño Abdalah, que no apartaba de él sus  amenazadoras miradas.

¿Por qué Abdalah triste y melancólico unas veces, y otras  febril y amenazador, contemplaba desde aquellas inaccesibles  rocas a su antiguo castillo, y día y noche no apartaba  de él sus ojos?

Misterios del corazón; el más intrépido de los árabes, el  de más valor, el de más bríos, al  cubrirle por la tarde la  densa niebla que aquellos picos corona, apoyaba su cabeza  entre las manos y empezaba a llorar; llanto que calcinaba  la roca sobre que caía, lava de un volcán avivado por el  amor, los celos y la desesperación.

Razón tenían algunos cristianos, al creer que Abdalah  estaba enamorado de Urmesinda.  He aquí cómo se enamoró.

Cuando los musulmanes acosados por los cristianos se retiraron  a Peñamayor, el padre de Abdalah abandonó su castillo,  del que tomó posesión el noble D. Segismundo, pero  Abdalah, meditando ciertos planes, se quedó dentro, no  tardando en ser encontrado por los escuderos de D. Segismundo,  los cuales, no estando su señor en aquella ocasión  en el castillo, presentaron al prisionero a Urmesinda, para  que esta determinara el castigo que merecía aquel atrevido  musulmán.

Abdalah, al verse ante tan bella criatura, quedó anonadado;  los ojos de Urmesinda le parecieron más brillantes  que el sol que en los desiertos de África había tostado el  rostro de sus padres; aquella frente, pura como la religión  de Jesucristo, le pareció más hermosa y serena que el  cielo meridional, bajo el que él había nacido, y las palabras  que ella le dirigió, le parecieron más gratas y cariñosas, que  la armonía que se siente en los oasis.

La linda cristiana, sin saber el porqué, sintió cierta repugnancia  hacia el gentil y casi hermoso árabe, pues aunque  le habló con dulzura, fue para decir a sus escuderos  que le encerraran hasta que viniera su padre.

Abdalah, hábilmente enterado de todas las habitaciones  del castillo, pudo salirse de su encierro y volvió a presentarse  ante Urmesinda, en ocasión que esta se hallaba sola;  así que se vio ante ella, trató de tranquilizarla dando a sus  palabras todo el sentimiento de que es capaz el lenguaje de  los árabes, y la manifestó su inmenso amor inspirado por  su extraordinaria belleza.

Urmesinda se irguió como una leona que se cree ofendida,  y llamando a sus criados mandó que volvieran al encierro  a aquel miserable.

Cuando llegó D. Segismundo, como venía herido, no pudo  ocuparse del prisionero y la misma Urmesinda, preocupada  con la enfermedad de su padre, y pensando en su prometido  Rodolfo, que ya le tenía otra vez a su lado, olvidó  también al joven musulmán; pero éste, viéndose despreciado  por la encantadora cristiana, valiéndose de sus conocimientos  en el castillo, pudo una noche burlar la vigilancia  de los centinelas y fugarse a su campo.

Por eso, después se contentaba con ir todos los días a los  picos del Rosellón, y desde allí contemplaba con dolor su antiguo  castillo, del que se había fugado dejando en él su corazón.

Una tarde se irguió de repente sobre aquellos elevados  picos, dos lágrimas quedaron pendientes de sus párpados,  y dirigiendo sus ojos al cielo, exclamó:

—¡Oh gasas de melancolía, que Alá cruza desde el firmamento  para que ocultéis a los ojos de la más bella de las cristianas el llanto que corre por las mejillas del pobre  Abdalah; rizad vuestros suaves pliegues, elevaos otra vez al  trono de Alá, y dejadme solo, solo con mis lágrimas, que  así tendré al menos el consuelo de ver el castillo donde ella  mora.... ¡ah! no me obedecéis, cada vez os hacéis más densas;  ¡ay de mí! ya nada absolutamente veo, hasta el abismo  que nos separaba le habéis invadido vosotras; ya que sois  tan felices que hasta ella podéis llegar, llevad en vuestras leves  alas una de estas lágrimas que por ella vierto: ya veis,  ella me desprecia, y yo aún la amo, ¡es tan hermosa!....

Después dejó caer sus brazos, inclinó su cabeza, y rodeado  por la niebla de la tarde estuvo meditando algunos instantes;  de pronto volvió a levantar su cabeza, apretó los puños,  y gritó golpeando el suelo con sus pies:   

—¡Oh, tú, gigante de granito que me sostienes, si como  estoy sobre ti, estuviera sobre su corazón, aunque fuera más  duro que tú, ya le habría desecho con mis lágrimas! Si tú  al sentirlas te estremeces, ¿qué no haría su corazón, que al  fin es de mujer?

No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando  un hombre de tostada faz y ojos más negros que el crimen,  se acercó a él, y le dijo con respetuoso acento:   

—Señor, vos, el hijo de Abdalah el grande, descendiente  de Mahoma, vos, el de corazón más valeroso que los leones  de nuestros bosques; vos, el de rostro más brillante que la  media luna que se ostenta en nuestra bandera, ¿vos, vertiendo  lágrimas sobre una roca que no ha recibido el hálito de  nuestro profeta? Señor, contadme, por Alá, vuestras penas.

Abdalah sonrió de un modo terrible, y llevando sus manos  a los ojos, dijo:

— ¡Yo llorar! eso nunca; no ves que mis ojos despiden fuego; de rocío que la niebla dejó en mi rostro  serán esas gotas que en mis mejillas brillan.

Después se llevó una mano al corazón, ahogó un suspiro,  y con siniestra mirada preguntó:

—Dime, ¿te acuerdas de nuestro castillo?

—Sí —dijo el interrogado— bajo estas rocas se encuentra, ostentando  en su torre el pendón morado y la cruz de Cristo.

—Pues bien, rugió Abdalah— esta noche es necesario que  sea devorado por las llamas, que yo oiga desde aquí el  lamento de esos perros viejos que Alá confunda; quiero ver  cómo esas almas de que los cristianos hablan, ascienden  en la  llamas; quiero ver si ese castillo ardiendo, es más  horroroso que mi pensamiento. Y se dijo para sí con satánica  sonrisa: veré si las llamas tienen más fuego que mis lágrimas,  veré si ese corazón que con mi llanto no se ha fundido  se calcina con el incendio; ya lo oyes, continuó alzando  la voz, como se arrastran los tigres en las selvas, arrastraos  vosotros entre esas peñas, y las llamas de ese castillo  vengan a besar mis  pies.[3]

 

II

La ligera niebla, que al caer la tarde coronaba las crestas  de Peñamayor como la invisible gasa que nubla nuestros  ojos al caer sobre el alma el sentimiento, desaparecía en el  espacio ante los poéticos rayos de la luna, como el sentimiento  se aleja ante el refulgente destello de la esperanza.

Serían las diez de la noche.

La luna, desde un cielo sereno, bañaba con su pálida luz  las rocas de Peñamayor y el castillo de D. Segismundo, las  crestas del Rosellón y la campiña de Belencito, el abismo y el  espacio, dando un aspecto sublime a aquel cuadro fantástico.

Allá... en lo más alto de las peñas, donde los rayos de la  luna parecía que se quebraban, estaba Abdalah sentado, con  el rostro sombrío apoyado en una mano y los ojos cerrados;  no dormía, meditaba, parecía la efigie de las tinieblas, iluminada  por el sol de los sepulcros.

Abdalah, en aquella altura donde se confundían dos  abismos, entre la tierra y el cielo, estaba hermoso.

El silencio que reinaba era el de la muerte, la soledad que  existía era la del desierto.

Las horas pasaban con lentitud y el tiempo se deslizaba  silencioso, como las sombras que proyectaban en las rocas las  nubes al pasar por delante de la luna.

Abdalah, después de una hora de meditación, levantó la  cabeza, y dirigiendo sus ojos con vaguedad, exclamó:

—La  luna parece que se va alejando, y yo siento frío, un frío intenso  y, no obstante, aquí, y señalaba el corazón, siento un  fuego capaz de abrasar un mundo; ¿por qué, pues, mis  miembros tiemblan? ¡Pronto, pronto! dijo con desesperación  levantándose: ese sepulcro de mi corazón sea devorado  por las llamas, y entre las ruinas quede mi corazón, con los  restos de esa cristiana, que el mismo Alá amaría: mas ¡ah!  ¿qué oigo?.... es el ruido estridente de aceros que se chocan....  ya en aquella parte del castillo se ve luz, ya asoman  las llamas; dentro de esa tumba ya anida el fuego; ese castillo,  en estos instantes, es como mi corazón, por fuera todo  de granito, por dentro todo fuego.... y la lucha sigue; y las  llamas crecen, y la luna se oculta, y yo siento cada vez más  frío.... ¡valor, corazón, valor! que ya veo a mis gentes vencer.... ya rodean el castillo, así, así, que nadie se salve, y  el fuego que ha de consumir el cuerpo de la bella Urmesinda,  y la llama, que ha de llevar en su luz su vida, esa vida  que es la mía, que llegue hasta mí, que consuma también  mi cuerpo, porque aquí solo siento mucho frío.

Y Abdalah, como si estuviera loco, oprimía su corazón  con una mano, y la otra la dirigía al castillo, que ya era una  inmensa hoguera que, llenando aquel abismo, estrellaba sus  llamas contra el cielo.

—¡Qué espectáculo tan sublime! —decía—, ¡cuánta luz! ¡cuánto  calor! ya no siento frío, me parece verla entre el fuego, voy  con ella, allí, entre tanta luz, seremos felices.... mas ¡ah!  está más cerca de las llamas aquella otra roca, voy a ella,  desde allí me arrojaré.

 

III.

 

No había dado el joven musulmán muchos pasos para  atravesar el escabroso espacio que mediaba entre las dos rocas,  cuando una aparición fantástica le detuvo.

Una joven, que cualquiera hubiera tomado por un ángel, y  cuyas pisadas en el escabroso terreno no se sentían, se dirigía  a él en rápido paso; su rostro hermosísimo, descompuesto  por el terror, poetizado por la angustia e iluminado por  el rojizo tinte de la inmensa hoguera, le daba un aspecto  divino; sus negros cabellos, destrozados por las llamas y llevando  aun en sí el fuego que les destruía, parecían una diadema  de luz; y sus vestidos, que eran blancos como el plumón  del cisne, llevaban en sus pliegues llamas de fuego,  que iban plegándose hacia su delicado cuerpo.

Nada más encantador y fantástico.

En medio de la hoguera, a través de las llamas, hubiera  parecido la esencia de la luz, dando vida a aquel mundo de  fuego.

La linda aparición, presa de las llamas, al verse frente de  un hombre, como ya se sentía desfallecida, exhaló un suspiro  de esperanza; en lo más negro de sus ojos brilló una  mirada de compasión, y en sus labios se dibujó una sonrisa  de gratitud anticipada.

Abdalah, al ver en aquel semblante el paso rápido del  dolor a la esperanza, exclamó, tendiendo hacia ella sus  brazos.

—¿Eres la bella  Urmesinda, o un ideal de mi delirio? ¿Brotaste  de entre esas llamas, o bajaste de los cielos en un rayo  de la luna?

Urmesinda, que era aquella joven, la cual, tal vez milagrosamente  había salido del incendio, pues entre sus llamas  había ofrecido su virginidad a la Virgen de Covadonga por  su salvación, pues Urmesinda al oír las palabras del árabe,  por las que conoció a su enemigo Abdalah, exhaló un ay  lastimero, y cayó desmayada en los brazos de éste, que se  había acercado a ella para libertarla del fuego de sus vestidos,  y envolviéndola en su blanco alquicel[4], con el que ahogó  las llamas, la cogió en sus brazos y huyó.

IV.

 

Las tinieblas elevaban su denso velo sobre la rojiza línea  que el alba mostraba sobre las más elevadas crestas de  Peñamayor, como una gigantesca águila que se remontase  con sus negras alas entre los rubicundos rayos del sol; el  humo de la creación se perdía en el espacio, para que solo  brillase el fuego que había dado vida a los mundos.

Aparecía en el horizonte la línea de luz que separa la noche  del día, cuando Abdalah, fatigado, y con los pies destrozados  por lo áspero del camino, llegó a una pequeña llanura  cubierta de verde césped, que se encuentra tras una de  las grandes rocas de Peñamayor.

Allí, el intrépido árabe, debajo de una gigantesca haya,  colocó a la bella Urmesinda, que aún continuaba desmayada,  y se sentó a su lado, quedando estático al volver a contemplarla.

Urmesinda, tendida sobre el césped, con una palidez  mortal en su semblante, sin movimiento, y envuelta en el  blanco alquicel del musulmán, parecía el cadáver de un ángel,  cuyo sudario era un celaje de la aurora; y Abdalah,  envuelto en las tenues sombras del amanecer, inclinado sobre  aquella criatura, con una sonrisa terrible en sus labios  y con sus ojos más brillantes que el carbunclo, fijos en aquel  rostro de mármol, era un sectario[5] de la muerte, contemplando  con satisfacción a aquella divinidad que había robado  al amor.

De cuando en cuando la agitaba con sus manos, y exclamaba:  

—Despierta, bella cristiana, abre esos ojos, ante los que el sol  que calcina las arenas de los desiertos sería una leve brisa;  despierta, y muestra en esos labios y ojos como las flores que  crecen en los oasis junto a las cristalinas fuentes que nos  dan vida, una de esas sonrisas que los querubes de tu Dios  dibujan en tu boca, y que no serían capaces de imitar todas  las hurís[6] de Alá.

—Urmensinda, vida de mi vida, despierta, despierta, ilumina  tu rostro con una de tus miradas, refresca mis mejillas con  el hálito de tu boca despierta, despierta y estréchame en  tus brazos, y dame, aunque sea la muerte, con un beso de  tus labios.

—¡Ah! tu Dios debe de ser más grande que Alá, cuando tal  belleza da a sus criaturas: óyeme, yo creo en tu Dios, ¿no he  de creer en él, creyendo en ti? Yo también debo de tener  alma como la tuya, porque amo y siento en mí algo desconocido,  un no sé qué de sublime.

Abdalah calló por algunos instantes, y las lágrimas de  sus ojos sustituyeron a las palabras de su boca: algunas gotas  de aquel llanto, fueron a perderse en el seno de Urmensinda.  ¡Cómo estaría aquel pecho, cuando ni al contacto  de una lágrima de amor se estremecía!

Y Abdalah volvió a continuar hablando.  

—Tras ese rostro de mármol— decía—, adivino yo algo inmortal,  algo que no puede morir; no, no, tu Dios no ha hecho  tanta belleza, para destruirla con la muerte: Alá es muy pequeño,  tu Dios es más grande, más hermoso: ¿no me oyes?  Yo te amo, yo creo en el amor y creo en Dios, ¿en qué  creerás tú que yo no crea?.... ¡Ay! pero no, vuelve en sí, exclamó  levantándose, y aquí no veo agua que de la vida, voy  a buscarla por entre esos peñascos.

Y desapareció entre las rocas, murmurando:

—¡Si la lluvia de fuego que destiló mi corazón no la ha  despertado al caer sobre su seno, mal lo podrán conseguir  los gotas de agua que broten de estas rocas![7]

 

* * * * * * *

 

V.

 Urmesinda siguió inmóvil algunos instantes, luego abrió  sus ojos mostrando dos tenebrosas noches y entreabrió  sus labios mostrando el fondo de una concha llena de brillantes  perlas, y exclamó, desenvolviéndose con sus delicadas  manos del alquicel que la cubría, ¡tengo sed!  

Más tarde se incorporó, llevó sus manos a la cabeza, y  notó la falta de su cabellera, y vio su vestido de boda hecho  pedazos; solo el fuego había respetado un hermoso collar  de piedras preciosas que llevaba rodeado a su cuello, y era  el regalo de boda de su primo Rodolfo.

Entonces Urmesinda lo recordó todo: a su padre moribundo,  a su amante luchando con los infieles, ella con el  traje nupcial esperando a su prometido para recibir la bendición  del sacerdote, el castillo ardiendo, los infieles vagando  por todas partes sedientos de sangre, y, por fin, recordó  cuando ya abandonada por todos y dominada por el terror,  se vio rodeada por las llamas, y cerrando sus ojos y ofreciendo  su virginidad a la Virgen de Covadonga, cruzó por  entre el fuego y salió al campo, y corrió, corrió, hasta que  la detuvo Abdalah.

—¡Ay de mí! —exclamó entonces—, soy perdida, mi salvador  es él, el atrevido musulmán, mi enemigo cruel, el que sin  duda incendió mi castillo, el que habrá matado a mi amante...  ¡ah! siento ruido entre aquellas ramas, debe de ser él, que se  acerca para ver si he vuelto en mí... ¿pero dónde estoy? Este  manto blanco que me cubre es de un infiel, apártese de  mí, y arrojó el alquicel entre unas zarzas; todo lo comprendo,  se dijo con sentimiento, estoy prisionera, soy la esclava  de un infiel; eso nunca, primero la muerte, mi honra está  ofrecida a la Virgen, ella me salvó, y para ella será.

Y dirigió su mirada a todas partes, dando algunos pasos  hacia una roca que inmediata habla.

 —¿Qué es esto? —exclamó  al llegar junto a ella —un pozo profundísimo, ¡qué horrible  oscuridad!... pero no, allá, en su fondo, se vislumbran resplandores,  es la luz que está detrás de la muerte, entre esa  luz debe de estar Rodolfo; sí, sí, aquí está la libertad; en lo  más profundo de ese abismo se ven destellos de vida.

Y alzando sus ojos al cielo, se dejó caer en aquel antro  terrible.

Ni un ay se oyó; solo el dulce aleteo de algunos pajarillos,  que desde el pozo remontaron su vuelo, turbó aquel  silencio de muerte; tenía razón Urmesinda, en aquel abismo  había luz, porque allí anidaban los pájaros que solo entre  luz respiran[8].

 

VI.

 Cuando volvió Abdalah trayendo sus manos entre algunas  hojas una pequeña cantidad de agua, quedó sorprendido,  al ver su alquicel arrojado entre unas zarzas, la  incierta claridad de la mañana en todas partes, y en ninguna  a su prisionera.

—¡Oh! —rugió como un león—, ¿quién se atrevió a robar mi  presa? ¡Ay del que tal haya osado! ni Alá le salvará.

Y con desesperación, vagaba de un punto a otro sin darse  cuenta de lo que hacía: cansado de recorrer inútilmente  aquellos alrededores, tomó el camino que habrá seguido la  noche anterior, y llegó a la roca desde la que había fraguado  el pensamiento de quemar el castillo de D. Segismundo,  y allí se sentó.

Sobre su cabeza empezaban a brillar los primeros rayos  del sol, y allá.... en el fondo de aquel valle, se extinguían  las últimas llamaradas del incendió; el sol caía sobre un  montón de ruinas.

—¡Qué cuadro tan terrible! —exclamó— anoche el espectáculo  era grandioso; cuánto fuego, qué claridad tan hermosa iluminaba  el valle, qué arrebol tan bello matizaba los cielos;  pero ahora, ¡qué triste parece el sol! ¡Qué palidez tan extraña  da a ese montón de escombros! Vuelvo a sentir frío, y bajo  esas ruinas aún hay fuego, aunque no hay vida.... y allí, en  aquel campo, el sol ilumina una pirámide de cadáveres; deben  de ser de cristianos; allí habrán entregado su vida los  criados de D. Segismundo. ¿Y éste? ¡Ah! éste debe de estar  carbonizado bajo esos escombros.... Ahí solo anida la muerte,  ahí no está ella, y levantándose furioso, elevó los ojos al  firmamento, y dijo:

—Hermosa aurora que recorriste el espacio, ¿has llevado entre  la luz a la más bella de las criaturas? O vosotras, llamas,  que en el cielo os habéis perdido, ¿habéis arrebatado al ser  que anidasteis entre vuestro fuego? O tú, encumbrado sol envidioso de que en la tierra hubiese más hermosura que  tú, ¿has llevado entre tus rayos a mi Urmesinda?... No hay  duda, ella, o salió del fuego, o cayó de la luna, y ahora, o  volvió a la luna, o de seguro vive en tú, claro sol.

—¿Pero dónde están mis valientes musulmanes? ¿Qué se ha  hecho mi ejército? Todo soledad y frío, el frío terrible de la  muerte, ya ni en mi corazón me queda fuego, ni aun la esperanza  de verla, me la arrebató el sol; ¿tinieblas, para qué  os habéis extinguido? Con vosotras era feliz: no quiero ver  la luz, ni al día, ni al sol, porque les tengo celos.... ¡oh roca  en que vertí mis lágrimas y deposité mis secretos! bajo de ti se arrastran las parcas[9]; en ese valle que cobijas, desapareció  el castillo que desde aquí contemplaba y me hacía sentir... voy  a morir entre esas ruinas. ¿Quién sabe si ella habrá desaparecido  con las últimas llamaradas que en esos escombros  desaparecieron, y vivirá entre esas ruinas? ¡Ah Urmesinda, si ahí estas, te encontraré!

Y dando un salto sobre la roca, desapareció en aquel abismo.

Poco después el cuerpo de Abdalah se perdía entre los  escombros, levantando una nube de cenizas.

El sol continuó brillando cada vez con más intensidad, la roca quedó silenciosa, la nube de ceniza levantada volvió a  cubrir los escombros, y solo ese lúgubre quejido que exhalan  las maderas de los edificios, que aun sienten circular por su  interior el fuego, era el que interrumpía el silencio de aquel  cuadro del terror.

 

VII.

 El sol, lleno de melancolía, iba caminando a su ocaso;  terminaba la tarde de aquel día cuya aparición había  contemplado dos muertes, y cuya luz había alumbrado un  montón de ruinas.

Junto a la fuente de Muñera, situada a la falda de Peñamayor,  en la parte opuesta a esta  que había sido escena del  terrible incendio del castillo de D. Segismundo, estaba recostado  un joven y apuesto caballero, cuya posición angustiosa,  pálido semblante y ensangrentado pecho, denotaban  estaba herido.

Era Rodolfo, el prometido de Urmesinda, que sin fuerzas,  y casi sin vida, yacía allí en lamentable estado; de su pecho,  al mismo tiempo que la sangre, salían suspiros, y sus cárdenos  labios murmuraban palabras. Oigamos lo que decía:

—¡Qué noche tan terrible me espera, no hay duda, moriré aquí, abandonado, perseguido, y solo con mi triste pensamiento!  ¿Quién lo diría? Ayer a estas horas, cuando el sol se  ocultaba, empezaba a lucir para mí la antorcha de Himeneo[10]. ¡Cuán hermosa estaba ella con su blanco vestido, que tan  bien modelaba sus esbeltas formas, aquella corona que ceñía  sus negros cabellos, y aquel lindo collar, mi regalo de boda,  que brillaba en su garganta, como si fuera una cadena  de estrellas! Y pocas horas después iba a ser mía; el amor  nos conducía al altar, y el amor iba a arrullar nuestro Himeneo. Pero ¡ay de mí! al penetrar en la capilla, un humo  sofocante nublaba aquel silencioso recinto; la voz de «fuego»  corrió rápida por todo el castillo, con la rapidez que el  fuego de la pasión circulaba por mis venas, luego la voz de  «a las armas» se unió a la de «fuego» entonces dejé a mi  querida Urmesinda al lado del sacerdote y de sus ayas, y  me alejé diciendo: pronto volveré a ser tu esposo; me lancé  al campo, mis gentes luchaban como héroes; pero los de  Abdalah eran más..... poco después me sentí herido, me  faltaron las fuerzas y caí. ¡Ay! el castillo ya era todo fuego,  y el campo todo sangre. D. Segismundo, que estaba en  el lecho esperando que el sacerdote nos uniera para darnos  él su bendición, habrá perecido entre las llamas, porque sus  servidores todos estaban en el campo de la lucha. ¿Y ella?  ¡ay! no lo sé. ¡Pluguiera a Dios que hubiese muerto! porque  si no estará en poder de Abdalah.... Yo, al sentirme con alguna  fuerza, me arrastré como pude. ¡Qué ruido tan infernal  producía el incendio! Me arrastré toda la noche, anduve  todo el día, y aquí moriré sin haberla visto, sin saber dónde está. Mis heridas vuelven a abrirse; la sangre vuelve a  correr; en estas últimas gotas marcha mi vida ¡Qué sed  tengo! Y aquí, casi junto a mis labios hay una fuente; voy a  beber.

Y el infeliz joven levantó un poco su cabeza; pero al mirarse  en el agua, lanzó una exclamación, diciendo:

—¿Qué es  esto? ¿no es este mi regalo de boda? —e introduciendo una  mano en el agua, sacó un hermoso collar de perlas; —sí, sí,  es el mismo, ¡ah! ¡bajo este cristal tan puro, encuentro  el sello de tu muerte! no hay que dudarlo, se arrojó al pozo  de Funeres, y estas aguas que pasan por su fondo, arrastraron  hasta aquí su collar[11] para decirme que ya no existe y  que me espera.... ¡Oh! sí, Urmesinda de mi vida, no tardaré  en estar a tu lado, ya no tengo sangre... me muero...

 Y dejó caer su cabeza, que se sumergió en el agua de la fuente,  y murmuró:

—Las aguas que purifican tu cuerpo... recojan  mi último... suspiro.

Al día siguiente, los astures que mandaba D. Pelayo se  posesionaron de Peñamayor, derrotando a los árabes, y al  pasar triunfantes por junto a Muñera, vieron el cadáver de  D. Rodolfo, y allí mismo le abrieron una fosa, dándole sepultura,  sobre la que colocaron una cruz de piedra.

El collar de Urmesinda, quedó en las manos de Rodolfo.

Por eso aquel manantial de agua cristalina, lleva el nombre  de Fuente del collar, y muchos encuentran aquella  agua muy dulce, y hasta hay quien asegura, que es porque  en ella se baña el alma de Urmesinda.

 

FUENTE

Eladio G. Jove, "La fuente del collar. Leyenda", La Opinión: periódico de intereses morales y materiales: Año III Número 243 - 1879 diciembre 21, pp. 2-3.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

 

[1] Celaje: Aspecto que presenta el cielo cuando hay nubes tenues y de varios matices (Diccionario de la lengua española, RAE).

[2] Urmensinda, Ormesinda  y Ermesinda, diferentes modos de llamarla.

[3] Eladio G. Jove. La Opinión: periódico de intereses morales y materiales: Año III Número 241, 14 de diciembre, 1879, pp. 2-3.

 

[4] Alquicel:  vestidura morisca en forma de capa. (Diccionario de la lengua española, 1843, RAE).

[5] Sectario: partidario, adorador.

[6] Hurí: cada una de las mujeres bellísimas creadas, según los musulmanes, para compañeras de los bienaventurados en el paraíso (Diccionario de la lengua española, RAE).

[7] La Opinión: periódico de intereses morales y materiales: Año III, nº 242, 18 de diciembre de3 1879,  pp. 2-3.

[8] Este pozo aún existe hoy, llevando el nombre de Pozo de Funeres los pastores: de aquellos contornos creen que  en su honda hay un palacio encantado, pues al arrojar piedras,  se oye un nudo de campanillas y algunas veces se percibe  una vaga claridad. Me contaron unas mujeres de Muñera, de una  pastora que cayó en el pozo de Funeres, aparecieron sus pendientes y una cadena que llevaba, en dicha fuente. (Nota del autor)

[9] Parcas: divinidades de la muerte en la mitología romana.

[10] Himeneoen la mitología griega el dios de las ceremonias matrimoniales.

[11] Todavía no hace muchos años, algunos vecinos de dicho pueblo, hicieron una excavación junto a la fuente, creyendo  encontrar el collar. (Nota del autor)